22.10.09

Contra el Gran Hermano

Por Rodolfo Alonso


¿Alguien recuerda todavía al Ray Bradbury de “Farenheit 451”, ese libro de mediados del siglo pasado que imaginaba un futuro con bomberos quemando minuciosamente hasta el último vestigio de las bibliotecas, consideradas fuente de virus altamente letales para sociedades masificadas hasta el límite? Pues siento mucho decirles que ya hemos superado (y no sólo cronológicamente) incluso a “1984”. El rótulo de una de las metáforas más escalofriantes de ese otro libro-alegato de George Orwell, aquel Gran Hermano que era allí el rostro omnipresente de un líder totalitario que, desde las pantallas ubicuas, controlaba hasta lo más íntimo de una humanidad sometida, hoy ha logrado ser no sólo expropiado sino vaciado de sentido, trastrocado hasta convertirlo –no en la ficción, sino en la realidad-- en el paradigma desolador de un nuevo totalitarismo (el de la banalidad que nos inunda, el del consumo como único valor), frente al cual se agolpan masas de voyeurs ávidos de sorprender una intimidad ficticia, ya que sus protagonistas no son también sino --como quienes los espían-- siervos satisfechos que consienten.
Todavía no consigo diferenciar entre historia personal, con minúscula, e Historia grande, con mayúscula. Ambas historias se entrelazan, para mí, y siempre me pareció que hasta el (en apariencia) más desentendido poema, de amor o de misterio, de encantamiento o de arrobo, se da de forma ineludible en un contexto, que es irremediablemente histórico e íntimo a la vez, al mismo tiempo personal y colectivo. No es sólo como si fuera un telón de fondo, es una interrelación, algo que nos habla y se habla. Hay momentos en que la Historia también puede ser, es de hecho una metáfora. Y por lo tanto puede resultar a la vez deslumbrante y ambigua. Cuando no terrorífica, y siniestra.
Nunca hubo una gran literatura, una auténtica poesía, por culterana, refinada e incluso cortesana que pareciese que no estuviera, de algún modo, por oscuros meandros, íntimamente ligada con una lengua viva hablada por una comunidad, por un pueblo. Mucho me temo que la evidente crisis, no sólo de circulación sino también de producción, de exigencia, de creación, que hoy parece estar viviendo, no sólo entre nosotros, lo que seguimos llamando poesía (es decir, arte de la palabra), no es simplemente el problema de un género literario sino, mucho peor, acaso consecuencia de la dolorosa, grave pérdida de espontaneidad creadora de lenguaje sufrida por los hombres, sometidos a esa avasalladora marea de mediocridad y masificación producida por la civilización del show, por esta sociedad del espectáculo, como bien la definió hace ya tiempo Guy Débord.
Y recordemos, nuevamente, que no usamos el lenguaje, somos lenguaje. Si la crisis de la poesía (de la literatura como arte), mucho me temo, es el síntoma de que algo muy grave está afectando la productividad de lenguaje de la especie, no se trata de un utensilio, de un instrumento que podemos sustituir por otro. Cuanto menos lenguaje somos, somos menos mundo, menos hombre. La mala poesía –el libro-basura-- no resultaría, entonces, lo lamento, tan sólo un problema estético. Sino el síntoma de algo muchísimo más grave: la pérdida de espontánea capacidad creadora de lenguaje por parte de los hombres.
Michel Butor lo dijo muy claramente, a mediados de los sesenta: “El poeta es aquel que tiene conciencia de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro.” En ese caso, también con la atronadora pérdida del silencio, que valoriza con su halo a la palabra. Ese silencio que hoy, en esta sociedad del ruido ensordecedor y ubicuo, se ha vuelto casi subversivo. Sin silencio no se puede pensar, no se puede juzgar, no se puede meditar, no se puede oír lo más profundo de uno mismo, lo que es a la vez individuo y especie, de uno y de todos. Y no se pueden oír tampoco las voces, la voz de la Naturaleza, de nuestra naturaleza. Es más, me animaría a afirmar que sin silencio, intuyo, acaso es imposible que pueda haber gran poesía. O simplemente verdadera literatura, literatura todavía digna de ese nombre.
Con gravísimos riesgos que ya pudo prever quizás, hace no pocos años, el más hondo poeta de nuestra América limpiamente mestiza, ese peruano universal que fue César Vallejo, cuando llegó a preguntarse, por ejemplo, con serenísima grandeza: “¿Y si después de tantas palabras / no sobrevive la palabra?”.


Rodolfo Alonso. Poeta, traductor y ensayista argentino. Premiado en su país y en España, Venezuela, Brasil y Colombia. Acaba de publicar dos libros de ensayo: “La voz sin amo”, con prólogo de Héctor Tizón (Alción, Córdoba, Argentina, 2006) y “República de viento” (Leviatán, Buenos Aires, 2007).

1 comentario:

elizabethmorales. dijo...

Si esas tantas palabras son emitidas por políticos mentirosos y fraudulentos, la palabra no sobrevivirá. Pero si son dichas desde lo mas hondo y sincero del espíritu de los poetas, la palabra si sobrevivirá, y es la única esperanza que tenemos de fortalecer el animo de la humanidad.