28.8.20

DEFENSA DE LA POESÍA



 



 CIRCULA EN ESPAÑA.

Rodolfo Alonso

DEFENSA DE LA POESÍA

Ensayos escogidos Ediciones El Gallo de Oro, Bilbao, 2019

Todo auténtico poeta esconde a un crítico, anunció nada menos que Baudelaire. En cambio, si algo ha descuidado precisar tanta crítica, casi con encarnizamiento, es la respuesta a una cuestión sólo   engañosamente   simple:  ¿qué   vuelve   poema   a   ciertas palabras?  A lo largo   de toda una vida dedicada a la creación y traducción   de   la   poesía,   Rodolfo   Alonso   ha   ido   desplegando también   un   pensamiento   crítico,   para   nada   sistemático.   En   la luminosa tradición de los grandes presocráticos, redescubre en el fragmento la posibilidad de iluminarnos, a fondo y totalmente. Como el lenguaje mismo, como todos los textos, éstos también oscilan (de modo   inevitable)   entre   la   precisión   y   el   malentendido,   entre   la ambigüedad y la evidencia. Pero es muy probable que tal haya sido la  única  forma, honesta, de convocarnos para acceder al poema,fecunda experiencia de vida y de lenguaje




CIEN POEMAS ESCOGIDOS




 



CIRCULA EN ESPAÑA

Rodolfo Alonso

CIEN POEMAS ESCOGIDOS

Antología personal (1952-2014)

Prólogo de Lêdo Ivo

El Gallo de Oro ediciones, Bilbao, 2019, 210 pgs.


Sin   duda,   una   de   las   más   ambiciosas   antologías   del reconocido poeta, traductor y ensayista argentino que sehayan publicado en España. Como anuncia claramente ensu prólogo el gran poeta brasileño Lêdo Ivo: “La evaluación del largo trayecto recorrido por Rodolfo Alonso en medio siglo   conduce   al   lector   a   establecer   la   abolición   del escenario   histórico   y   cronológico,   para   que   el   trabajo poético   de   uno   de   los   mayores   poetas   argentinos   (y latinoamericanos) de nuestro tiempo pueda dejarse ver entoda su nitidez, y en todo su misterio. En su condición de traductor –o  mejor,   de Príncipe de los  Traductores, que promovió   la   travesía   lingüística   de   tantos   nombres contundentes o eméritos– participa, como co-autor o co-creador, de un proceso en que el trasplante de poemas extranjeros a su lengua natal corresponde a una verdadera recreación. En su faena de traductor, él les confiere unanueva   respiración;   un   nuevo   secreto;   incluso   un   nuevo espanto. Les transfiere esa respiración viva y alentadora que sustenta sus propios versos.”



DISTRIBUCIÓN ESPAÑA:UDL LIBROS

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EL INMORTAL FUTURO - POESÍA ESCOGIDA, SAINT-POL-ROUX



 



SAINT-POL-ROUXEl inmortal futuro

Poesía escogida bilingüe

Selección, traducción y prólogo de Rodolfo AlonsoEduvim, Córdoba, 2019, 144 páginas


Participó muy joven en el mejor simbolismo. Fue legítimodelfín de Stéphane Mallarmé o de Guillaume Apollinaire, yun ícono viviente para los surrealistas. Intentó aislarse delmundo, pero se vio convertido en víctima emblemática delnazismo. Sin embargo, Saint-Pol-Roux el Magnífico (1861-1940) hoy parece olvidado hasta en Francia. Sólo le fuetotalmente fiel Bretaña, su tierra de adopción, donde se losiguió   publicando   ininterrumpidamente.   No   sin   tenersentido. Mediterráneo nacido en Marsella, hijo del sol y elMediodía,   pasó   por   París   sin   que   lograra   seducirlo;buscaba los rincones más alejados, hasta afincarse bien alnorte, en el Finisterre bretón, frente al mar bravo y entrebrumas célticas, donde todo había de cumplirse como élmerecía, con humilde honradez y dignidad probada.

Rodolfo Alonso


YO es otros, Antología esencial

 Fernando Pessoa

 

YO es otros

Antología esencial

 

Selección, traducción, prólogo y notas de

Rodolfo Alonso *

 

Edición bilingüe

 

Colección LA GRAN POESÍA

EDUVIM

Ediorial Universitaria Villa María

 

 

 

 

 

“La canonización universal de un poeta tan secreto, originalísimo y poco complaciente como el portugués Fernando Pessoa (1888-1935), no deja de resultar asombrosa. Sólo llegó a publicar un único libro: “Mensaje”, y fue durante muchísimos años tan imperceptible como su vida cotidiana. Que escondía algo insólito: la peculiar existencia en su yo de otros poetas, cada uno con su biografía y su estética propia, los heterónimos. Es decir, lo único que lo haría resplandecer, brillar, era lo escondido, lo oscuro, lo no visto. Y lo que le volvía único, era ser muchos. Aún sorprende la exquisita avidez, la delicada fidelidad con que tantos lectores, en esta era de banalidad globalizada, viven como descubrimiento personal, trascendente y enriquecedor, a este gran poeta distante, multifacético, exigente y oculto.”

RODOLFO ALONSO

  

* Rodolfo Alonso fue el primer traductor de Fernando Pessoa y sus heterónimos en castellano. Dirige la colección La Gran Poesía.



27.8.20

CESARE PAVESE 70 años después




El suicidio del poeta 

CONTRATAPA










Por Rodolfo Alonso


“Perdono a todos y a todos pido perdón ¿Está bien? No hagan demasiado chismerío.” Estas fueron las últimas palabras de Cesare Pavese, escritas sobre su libro más amado: “Dialoghi con Leucò” (“Diálogos con Leucó, 1953”) antes de suicidarse, el 27 de agosto de 1950, en el hotel Roma, de Turín. Las líneas finales de su tocante diario eran: “Esto da demasiado asco. / Palabras no, un gesto. No escribiré más.” Y sólo pocos días antes: “Basta un poco de coraje.”

Y sin embargo era y es considerado el más brillante de su generación. Había logrado ser director literario de la célebre y respetada editorial Einaudi, en cuya fundación participó. Y poco antes, en julio, había recibido el destacado Premio Strega por tres novelas reunidas como “La bella estate” (“El hermoso verano, 1949”). Parecía difícil que un escritor de 41 años con semejante erudición, exigencia y capacidad de trabajo, llegara a sentirse agotado.


Quizá por eso, lo primero que hizo Ítalo Calvino, quien lo sucedió en su cargo de Einaudi, “Perdono a todos y a todos pido perdón ¿Está bien? No hagan demasiado chismerío.” Estas fueron las últimas palabras de Cesare Pavese, escritas sobre su libro más amado: “Dialoghi con Leucò” (“Diálogos con Leucó, 1953”) antes de suicidarse, el 27 de agosto de 1950, en el hotel Roma, de Turín. Las líneas finales de su tocante diario eran: “Esto da demasiado asco. / Palabras no, un gesto. No escribiré más.” Y sólo pocos días antes: “Basta un poco de coraje.”


Y sin embargo era y es considerado el más brillante de su generación. Había logrado ser director literario de la célebre y respetada editorial Einaudi, en cuya fundación participó. Y poco antes, en julio, había recibido el destacado Premio Strega por tres novelas reunidas como “La bella estate” (“El hermoso verano, 1949”). Parecía difícil que un escritor de 41 años con semejante erudición, exigencia y capacidad de trabajo, llegara a sentirse agotado.


Quizá por eso, lo primero que hizo Ítalo Calvino, quien lo sucedió en su cargo de Einaudi, fue editar varios trascendentes inéditos de Pavese. Aparecieron entonces, por primera vez, “La letteratura americana e altri saggi” (“La literatura norteamericana y otros ensayos”, 1951); “Il mestiere di vivere” (“El oficio de vivir”, 1952), su diario 1935-1950); “Verrà la morte e avrà i tuoi occhi” (“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, 1955), sus poemas finales.


Tres libros que estaban muy ligados con su vida. Todas sus reflexiones, desde las ligadas a su vasta tarea como traductor de la gran narrativa norteamericana, ese resplandor enorme de vida que sintió podía oponerse a la sombra funérea del fascismo, hasta sus ensayos posteriores, donde crece la presencia de Vico y la evaluación de los mitos y las magias como fundamento ancestral de la condición humana. Un preciso y conmovedor diario íntimo, pieza clave. Y además ese fajo escueto de poemas últimos, secretos, y tan flagrantes, tan evidentes, dedicados con discreta semejanza de iniciales (“To C. from C.”) a su desgarrado y doloroso amor por la actriz norteamericana Constance Dowling, con la reaparición serena y devastadora de la muerte, “como un viejo remordimiento o un vicio absurdo”, en un poema quizá más riguroso y verosímil que nunca. Y que terminará dando título al libro.


Pero volvamos por un momento a sus orígenes. Pavese nace el 9 de septiembre de 1908 en el poblado piamontés de Santo Stefano Belbo (Cuneo), entre colinas y viñas, en un contexto campesino donde, aunque hijo de un funcionario judicial en Turín, pasó su infancia y su adolescencia. Allí recibió el influjo mítico-mágico del mundo labriego atávico, que le daría fundamento. Graduado en Letras en Turín fue profesor, y comienza una significativa tarea como traductor que, sin desdeñar a algunos clásicos ingleses como Defoe, Dickens, Conrad y Stevenson, se especializará en la gran literatura norteamericana: desde Melville o Hawthorne a Anderson, Lee Masters, Steinbeck, Cain, Faulkner, Hemingway, Fitzgerald, Dos Passos, Stein, entre tantos otros. Nadie lo revelaría como él: “aquella pequeña revolución que, alrededor de los años de la guerra ha cambiado el rostro de nuestra narrativa.”


En 1935 fue confinado por el fascismo bien al sur, en Brancaleone Calabro. De allí regresa en 1936, con 28 años y los poemas de un primer libro aún desconocido: “Lavorare stanca” (“Trabajar cansa”), una bellísima traducción de Melville, las primeras páginas de un diario tan conmovedor como lúcido, y el dolor fresco de un amor desdichado. Fue muy amigo de Leone Ginzburg y Giaime Pintor, caídos en la lucha por la liberación. Aunque de natural retraído, solitario, llevó una activa vida pública en Turín, donde triunfó y se suicidó. Siempre lúcido, supo definirse cabalmente: “Mi parte pública la he hecho (lo que podía). He trabajado, he dado poesía a los hombres, he compartido las penas de muchos.”


Su prestigio –bien merecido-- de narrador y de teórico, hace olvidar a veces no sólo que su obra literaria (y su propia vida) se abren y se cierran con sendos grandes volúmenes de alta poesía, sino que ella –la poesía-- es la verdadera raíz, el basamento hondo que da aliento y sentido a todo el conjunto. Para quien conozca los esclarecedores ensayos que seleccionamos y tradujimos con Hugo Gola con el título de “El oficio de poeta”, para quien se haya emocionado al leer las densas e imborrables páginas de su diario “El oficio de vivir”, será imposible dejar de considerar la vida y la obra de Pavese como las de un poeta. Y un gran poeta. Un poeta capaz de repensar y de juzgarse sí, pero también capaz de cantar. Publicado originalmente en 1936 por Solaria, durante el confinamiento, y con una reedición ampliada y definitiva por Einaudi en 1943, con un Apéndice de dos largos ensayos críticos del autor, “Trabajar cansa” no es solamente un mundo propio y encerrado en sí mismo (un lugar y una edad: la infancia y la adolescencia campesinas), logrado y a la vez comunicante. Cargado de resonancias e implicaciones con otros universos, no menos reales, y al que sería por lo menos injusto calificar apenas como “neorrealista”, sino también (a la vez) la concreción de una experiencia literaria –y humana y cultural-- que surge preñada de ricos significados y de acuciantes y fecundos cuestionamientos. Y que toda la siguiente labor y existencia no harían más que llevar a su culminación. La que tal vez se alcanza no sólo con la cumbre de sus “Diálogos con Leucó” (“esos diálogos que son quizá la cosa menos infeliz que yo haya escrito”), auténticamente legendarios, y donde se incluye con el título de “Las Musas” una exactísima y esencial visión de la poesía. Sino también cuando, cinco años después de su suicidio, se publicaron los poemas inéditos de “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”.


Hijo reconocido del mundo campesino que celebra, intelectual buscando triunfos en la ciudad que lo seduce, inexorablemente sediento de un amor que sea más que pasión, de una justicia que nos haga más dignos, la percepción de los significados profundos que hay en la sangre y en los mitos de los hombres (de los que forma parte, a los que está ligado), se dan en él al mismo tiempo que elabora y construye su propia experiencia, literaria y humana.


Ejemplo cabal del artista moderno, su poesía es también espejo y paradigma insobornables de sí mismo. Y de una aventura creadora, exigente y fraternal, que no cesa de irradiar, enriqueciéndolo –enriqueciéndonos-- con la absoluta y fecunda claridad de un clásico de nuestro tiempo.


* Poeta, traductor, ensayista.




25.8.20

RENÉ CHAR

 

 

ACABA DE APARECER

 

 

 

 

RENÉ CHAR

Vivir, límite inmenso

Antología bilingue

Selección, traducción y prólogo de Rodolfo Alonso

Alción Editora, Córdoba, 2019, 136 pgs.

 

 

 

 

 

Exigente y fraternal, humilde y orgullosamente entero, y de inalterable devoción al más alto lirismo, pocos hay que encarnen como René Char (1907-1988) la belleza y la verdad, la belleza y la justicia. Hijo de la luz y enemigo de la sombra, provenzal de pura cepa, en él confluye el linaje de los trovadores con el de los cazadores furtivos, felices de vivir libres en medio de los bosques.

          La concisión de su palabra, que desde un comienzo se concentra para irradiar, yergue asimismo la intensidad del poema en prosa o el fulgor del aforismo. En una vida que demostró con creces valentía y honor, nunca dejó de sostenerlo la dignidad de la poesía, pura “pobreza y privilegio”. La sirvió sin servidumbre y sin servirse jamás de ella: no se conoce poeta menos premiado, menos atento y más desentendido, cuando no indignado, acerca de la mal llamada vida literaria.

          Hay un rigor en su palabra, como lo hubo en su conciencia.  Y así culmina su conmovedor Hojas de Hipnos, anotado al azar entre los riesgos del maquis: “Cada una de las letras que compone tu nombre, oh Belleza, en el cuadro de honor de los suplicios, desposa la llana simplicidad del sol, se inscribe en la frase gigante que clausura el cielo, y asocia al hombre encarnizado en engañar a su destino con su contrario indomable: la esperanza.

 

Rodolfo Alonso

 

 

 

 

 

René Char (1907-1988) es uno de los últimos grandes poetas europeos del siglo XX. Entrañablemente ligado a su natal L´Isle-sur-Sorgue, le tocó participar desde joven en acontecimientos significativos. Ligado apasionadamente con el surrealismo, supo abandonarlo con discreción. Héroe de la Resistencia contra Hitler, dejó de escribir y luchó en el maquis toda la guerra pero, tras la Liberación, careció de exhibicionismo o de revancha. Amigo leal de Albert Camus, siguió a su lado en tiempos difíciles, controvertidos. Llegó a alternar con Martin Heidegger, el gran filósofo aquejado de nazismo, que  quiso conocerlo y a quien abrió su casa. Ya autor de Gallimard, nunca abandonó las bellas ediciones artesanales compuestas a mano por Guy Levis Mano. Jamás pretendió premio y mucho menos lo aceptó, rechazando incluso a su emisario, como ocurrió con Peter Handke. Su poesía voló siempre alto, y siempre se mantuvo en un nivel a la vez fraternal y de las altas cumbres. Camus supo retratarlo así: “Con más de un metro ochenta y cinco, robusto, de dedos de herrero, Char es un menhir, un árbol que no se puede abatir. Tiene la cabeza en las estrellas poéticas y el cuerpo arraigado en su tierra provenzal.

(R. A.)

18.8.20

 

Otro milagro de García Lorca




Federico García Lorca visitó Buenos Aires en 1933 y 1934, especialmente invitado después del gran éxito con que lo precedió Bodas de sangre, y la recepción fue apoteósica. El hijo de Fuentevaqueros sedujo con su duende (que no era otra cosa que gracia, donaire e inteligencia), a todo aquel que se le puso delante. Y hay quien afirma que, siendo considerada, en aquellos tiempos, Buenos Aires como la más importante capital de lengua castellana, Federico vino aquí, precisamente, a consagrarse.

Y lo consiguió, sin duda. Estrenaron sus obras, dirigió gran teatro con grandes figuras, se lució junto a Pablo Neruda en un inolvidable homenaje a Rubén Darío, recitó y publicó sus poemas, dictó algunas pocas y personalísimas conferencias que se volvieron con justicia memorables. Pero fue también entonces que García Lorca debió tomar contacto, casi en forma ineludible, con la entonces enorme colectividad gallega de Buenos Aires, esa gran ciudad a la que ya se denominaba, con acierto, la quinta provincia de Galicia. Y que vendría a resultar acaso el detonante para otro gran milagro de Federico.

Sin saber que ambos iban a ser asesinados poco después por el franquismo, el 27 de diciembre de 1935 el editor Anxo Casal terminaba de imprimir, en Santiago de Compostela, el volumen LXXIII de su Editorial Nós. Y así nacían los legendarios Seis poemas galegos, de Federico García Lorca. En los que no se sabe por cierto qué admirar más: si el asombroso don de sonido y sentido que los convierte en una de las cumbres de la poesía en lengua gallega, ese idioma prohibido y censurado durante siglos pero de secular prosapia lírica, o la increíble capacidad de síntesis que —en tan pocos textos— le permite aprehender casi lo esencial de la identidad gallega.

El libro lleva un prólogo de Eduardo Blanco Amor, ese gran escritor gallego también tan ligado a Buenos Aires, y de cuyas palabras iba a desprenderse asimismo otra leyenda ¿Cómo logró el andalucísimo Federico hacer cuajar a tan alto nivel y en esa lengua que no era la suya, tan cabal creación poética? Hoy se sabe que, en 1916, siendo muy joven, como estudiante, y en otras tres ocasiones a lo largo de 1932, una de ellas con su inolvidable grupo de teatro La Barraca, Lorca estuvo en Galicia. Y que otro escritor gallego, Ernesto Guerra da Cal, con quien convivió en la Residencia de Estudiantes, en Madrid, adujo haber participado en la redacción. Pero, hasta el momento, las opacas explicaciones racionales no han resultado del todo convincentes. Y la única sensación legítima que queda flotando vuelve a coincidir en la increíble capacidad de empatía, evidenciada por Federico en muchas ocasiones.


Dibujo de Federico García Lorca.
Porque, después de todo, sin serlo (pero sí andaluz) Lorca logró expresar y sublimar como nadie el universo tan personalísimo de los gitanos. Y Poeta en Nueva York nos demuestra también cómo su obra se empapaba, y se modificaba, en contacto con realidades absolutamente opuestas. Sin olvidar que, como ya lo hace notar el mismo Blanco Amor, citando una carta del Marqués de Santillana: “Non ha mucho tiempo cualesquier decidores e trovadores de estas partes, agora fuesen castellanos, andaluces o de Extremadura, todas sus obras componían en lengua galaica o portuguesa.”

Lo que viene a decirnos, de algún modo, que estos Seis poemas galegos de García Lorca representan, además de sus evidentes logros en cuanto a genio de lenguaje y a cosmovisión, también un auténtico homenaje -así sea implícito- a esa luminosa condición de basamento fundacional de la poesía ibérica que le corresponde al idioma de Galicia. De lo cual pudo afirmar Menéndez y Pelayo: “No se puede desconocer que el primitivo instrumento del lirismo peninsular, no fue la lengua castellana, ni la catalana tampoco, sino la lengua que, indiferentemente para el caso (en aquella ocasión eran la misma), podemos llamar gallega o portuguesa”.

Pero no terminan allí sus resonancias. Como para dar pie a mis afirmaciones del comienzo, la Cantiga do neno da tenda es el único lugar, en toda la obra de Lorca, donde se menciona explícitamente no sólo a Buenos Aires -dos veces- y al Río de la Plata (en tres ocasiones), sino también a la mismísima calle Esmeralda. Y es evidente que ello ocurre dentro de uno de los textos más íntimamente consustanciados con la tragedia de la emigración ¿No es obvio entonces que eso debe haberlo percibido, Federico, por vía de su contacto con la multitudinaria colectividad gallega afincada en la Argentina?

Claro que, como se comprueba tan sólo con leerlos, los Seis poemas galegos no necesitan argumentos para imponerse a nuestro ánimo. Les basta su lograda condición de seres latentes, soberanos y autónomos de lenguaje. Auténtica “gloria de la lengua” (como bien dijo Dante), ellos resultan fehaciente testimonio de una verdadera poesía viva, encarnada en su ser y en su idioma. Y que todavía sigue admirándonos. Como un auténtico milagro.

Rodolfo Alonso es poeta, traductor, ensayista.

13.8.20

El testamento de Atahualpa Yupanqui

 



El testamento de Atahualpa Yupanqui

Rodolfo Alonso 



A veces, me pareciera intuir que, como ya dijo Ortega para el hombre, también las cosas tienen su circunstancia. La capataza, ese libro de Atahualpa Yupanqui publicado en 1992, me llegó casi al mismo tiempo que la noticia de su muerte (ocurrida en Nimes, al sur de Francia, ese 23 de mayo) y, sin embargo, entre el auténtico dolor por semejante pérdida y las habituales efusiones de rigor que prodigaron los medios -en este caso, harto merecidas-, me sorprendí con la alegría de reencontrarlo, vivo, en esas páginas. Que eran una cabal reafirmación de su lirismo pero que, editadas apenas un mes antes de su partida, se volvían sin duda un testamento.


Bajo la clara metáfora del título, esa “luna del cielo” a la que nombra, tan sugestivamente, “capataza / de todo lo que amo y lo que dejo”, ese libro reúne textos y poemas de toda una vida tan íntimamente rica como generosamente prodigada. No por casualidad tuvo el orgullo y el honor, bien limpios, de lograr ser escuchado –aún fuera del país– sin desdeñar su hombría de bien, su dignidad de artista, creando con su sola presencia un aura de respeto leal y de calor humano, donde se recreó el antiguo diálogo del hombre con la voz y su música, con la verdad y su misterio.


Fue suyo y supo ser de todos, sin duda porque supo ser él mismo, con todo, íntegramente y, por serlo, puede ser tan nuestro. Separadas en aquel libro de su guitarra nítida, indeleble, de eso que constituye la canción lograda, sus palabras se revelan en su plena honestidad. Había en él también, y es comprensible, un don de lenguaje como había un don de oído, y esas páginas nos devuelven la nobleza pausada de su acento, el poderío de su lengua.


Nacido en la bonaerense Pergamino para 1908, a los siete años ya se afincó en Tucumán. De su padre ferroviario heredó la pasión de los viajes y, si anduvo todos los caminos, primero fueron los del Norte y la Argentina entera, luego la América limpiamente mestiza y, más tarde, Europa, Japón, el mundo.


Para mi infancia de porteño hijo de inmigrantes, que buscaba (instintivamente) su identidad y que, desde muy temprano, intentó conocer el país, el temprano contacto con su personalidad resultó fundamental. Junto con el tango en su era de esplendor, allá por los cuarenta, el arte de Atahualpa Yupanqui y de otros como él (¿quién puede olvidar a Manuel Castilla y el Cuchi Leguizamón?) me impregnaron, desde niño, como el más puro y auténtico folklore de este suelo. Sólo ya de muchacho, buscando entender, descubrí que esa música honda y contenida, que esa palabra encendida no era la voz anónima del pueblo, sino que tenía autor, autores, creadores.


Pero, más adelante, comprendí, ya adulto, que esos autores eran en realidad, de modo inmanente, recreadores, retransmisores de una sabiduría también honda y encarnada, que si se nos hacía propia a los que queríamos llegar a ser argentinos no dejaba de tener ancestros, muchas veces insospechados. Que esos ancestros fueran los indios primigenios, los auténticos naturales de estas tierras, no era sorpresa alguna, pero sí que se entremezclaran allí coplas y tonos y hasta instrumentos de otros orígenes, que inclusive se habían llegado a imaginar conquistadores.




La voz y la guitarra de Atahualpa Yupanqui (nombre de alta raigambre incaica, con que se rebautizó el que se llamaba Héctor Roberto Chavero) se convirtieron, con indudable señorío, en la evidencia de una identidad personalísima y en el renacimiento de una resonancia antigua y general.


Hoy, y no sólo asolados por su ausencia, se nos hará más difícil alentar una esperanza tan reparadora. Las fuentes antaño espontáneamente fecundas de la creatividad popular, mucho me temo que hoy parecen definitivamente cegadas por los miasmas deletéreos de la sociedad de consumo masivo. Esa sociedad donde lo espectacular y lo estruendoso digitado por los medios conspira –cuando no la anula– contra la recogida comunión con un artista legítimo, que no apela sino a su voz y su guitarra, cantando casi como para sí mismo. Y, como puede comprobarse precisamente en las páginas de La capataza, fue el mismo don Ata quien lo percibió, ya el 30 de mayo de 1936: “Y en Buenos Aires el folklore seguirá siendo para algunos una misión, para otros algo que está de moda, y para la gran mayoría una industria.”


Como los desolados colegas que despidieron su ataúd en París, el 28 de mayo de 1992, cuando lo devolvían a su tierra, a su Cerro Colorado, no podemos dejar de sentirlo presente. Él sabía, como tantas otras cosas, que los poetas “Sienten cuando los ronda de cerca el gran silencio; cuando se les va acercando, cada día, cada semana, como una sombra amplia, amada, nunca desconocida, el silencio.” Y por eso podemos decir de él, contra el silencio, lo que él supo decir a la muerte de Félix Pérez Cardozo: “Difícil será oír en adelante un arpa como la suya”. Sólo que, poniendo en sus manos, claro, para siempre, la guitarra de siempre.


Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista argentino.


9.8.20

Mirar una foto



 CONTRATAPA

11 de julio de 2020

Mirar una foto

Por Rodolfo Alonso

El legendario fotógrafo Nadar. 




“Usted aprieta el botón, y nosotros hacemos el resto”. Así rezaba, textualmente, uno de los primeros avisos de la incipiente empresa Kodak, que luego llegaría a cubrir el enorme mercado mundial de la fotografía entonces en pañales. Pero, casi al mismo tiempo, esto decía la exquisita fotógrafa inglesa Julia Margaret Cameron (1815-1869), una de aquellas personalidades que ya desde sus comienzos percibieron (y demostraron) a la nueva técnica como arte: “Añoraba atrapar toda la belleza que me pasara por delante y, a la larga, creo haber satisfecho tal anhelo”.

Pocos testimonios ponen de relieve con tanta nitidez el doble sentido que afecta y acompañó a la fotografía desde sus orígenes: la posibilidad de ser un pingüe y excelente negocio destinado a las masas por un lado y, por el otro, la de constituir no sólo un nuevo lenguaje, el primero derivado de la técnica, sino también un cambio radical en la percepción pública alcanzada hasta ese momento con respecto a las artes que la precedieron.


Descubierta en 1822 por Nicéphore Niepce, e inmediatamente desarrollada por Louis Daguerre, que quizás un tanto injustamente vería bautizada con su nombre una de sus aplicaciones iniciales, el daguerrotipo, la prodigiosa invención no alcanzaría estado público sino en 1839,cuando fue adquirida por el Estado francés.


Muy pronto el revolucionario invento empezaría a conmover multitudes, pero no menos significativo es que fue precisamente en aquellos momentos iniciales, cuando su tecnología se encontraba aún en la etapa primitiva, poco desarrollada, que realizaron su espléndida obra algunos maestros de la fotografía como arte, concretando uno de los momentos más radiantes del retrato fotográfico.


Si hay en Europa una ciudad insignia de aquel momento clave, una urbe donde las arrolladoras mutaciones de la ciencia y la técnica alcanzarían un grado sumo, al mismo tiempo que se interponen, se fecundan y chocan con las no menos profundas renovaciones del arte y la literatura, esa capital es sin duda --como bien lo vio más tarde Walter Benjamin, que la llamó “capital del siglo XIX”-- la orgullosa París, la misma que prefería ignorar sus sombras para llamarse ciudad luz, centro y ombligo, corazón y cerebro del mundo en aquellos días de vertiginosa conmoción, de frenética creatividad. Sólo en París podían convivir, así fuera desde el boato o la miseria, desde la fama rutilante o el más opaco olvido, personalidades que estaban cambiando de raíz el rostro y el futuro del mundo guiados por la cegadora ilusión del progreso apenas material, con aquellas otras que en forma visionaria o inconsciente estaban percibiendo ya las inevitables consecuencias que ello acarreaba para la vida en sí, para la vida social e individual, pero quizá sobre todo para la vida del espíritu.


Pero lo más significativo, en aquella época de agudo enfrentamiento entre artistas y fotógrafos, e incluso hoy sorprendente, a pesar de que vivió toda su vida rodeado de escritores y artistas, es que haya sido Nadar (1820-1910) el legendario fotógrafo, quien realizó en su estudio, desde el 15 de abril al 15 de mayo de 1874, nada menos que la primera muestra de los impresionistas, aquellos muy grandes artistas rechazados entonces por todos los salones oficiales.


Pero una vida tan poblada de acontecimientos como la de Nadar no puede compararse con el alto nivel que supo dar a su oficio de fotógrafo. Nunca, en toda su vida, por exitosos que fueran, se planteó Nadar los retratos fotográficos con carácter comercial. No sólo se negó a colorearlos, un truco entonces bastante divulgado para atraer al gran público, sino que renunció siempre a todo elemento decorativo, de adorno o de composición.


Encarando sus retratos con el criterio de la pintura pero con el nuevo lenguaje de la fotografía, a la cual supo convertir en arte, sólo se sirvió de la luz natural, sin ninguna clase de iluminación artificial, así como del gesto, mirada y actitud de sus modelos y, ciñéndose por lo general --e incluso en sus autorretratos-- al rostro del retratado, consiguió no apenas reproducir sus meras imágenes sino captarlos, casi siempre a fondo, y revelar a cada uno de ellos en la intensidad de su inteligencia, de su espiritualidad, de su conciencia, aun de su genio.


Por lo general contra un solo plano de fondo, sin aditamento alguno, el rostro, desnudo no sólo en su materialidad, en su figura, y especialmente los ojos, alcanza muchas veces a descubrir sus almas. Y si los personajes son también protagonistas principales, es indudable que fue Nadar quien los elegía, y quien los concretó. (Si se quisiera evaluar su intensidad artística, recordemos que nada menos que Manet se basó en una foto de Nadar para su grabado de Baudelaire).

Para dar muestra de la originalidad de sus conceptos y de la diversidad de sus ideas, basta enumerar apenas algunas de sus fotografías memorables: Victor Hugo, George Sand, Marceline Desbordes-Valmore, Mallarmé, Nerval, Théophile Gautier, Baudelaire. También sus muchos amigos pintores y escultores, Delacroix, Rodin, Corot, Courbet, Doré, Daumier, Manet, y sobre todo sus admirados impresionistas, comenzando por Monet. Además de cantantes, generales, bailarinas, grandes compositores (Berlioz, Rossini), actores (Sarah Bernhardt), políticos de fuste. Pero, como para manifestar la franca amplitud de su criterio, también los principales líderes e intelectuales anarquistas de su época, desde un primer plano inolvidable de Kropotkin, hasta Bakunin o Élisée Reclus. Esas ideas y actitudes se manifestaron desde muy joven, como cuando marchó a pie para unirse a los revolucionarios nacionalistas polacos, que se habían rebelado contra el zar ruso, aunque su intento no llegó a concretarse.


Julio Verne lo retrata en forma cabal, con palabras tan reveladoras como sus retratos, por medio del singular personaje Michel Ardan (claro anagrama de Nadar), en sus célebres novelas “De la Tierra a la Luna” y “Viaje al fondo de la Tierra”. Vale la pena citarlo: “Su cabeza enérgica, verdadera cabeza de león, sacudía de cuando en cuando una cabellera roja que parecía realmente una guedeja.”


Acaso la fuerte personalidad e indudable talento de Nadar, permitan comprender cómo el mismo Charles Baudelaire (1821-1867) que anatematizó a la nueva técnica en la “Revue Française”, con su “El público moderno y la fotografía”, se prestó no obstante muchas veces, desde 1854 hasta poco antes de su muerte, a posar para Nadar. Y era el mismo Baudelaire que afirmó: “Un Dios vengativo ha acogido los deseos de esta multitud. Daguerre fue su mesías.”


Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista.


Fernando Pessoa: una introducción general

 Fernando Pessoa, dibujo a lápiz de Ana Godel.



Fernando Pessoa: una introducción general

Rodolfo Alonso  4 julio, 2020


La canonización, en gran medida universal, de un poeta tan secreto, oculto y poco complaciente como Fernando Pessoa (1888-1935), no deja de resultarme tan asombrosa como de permitir las más diversas perspectivas. (Lo que a él no le hubiera disgustado en absoluto.) Cuando murió sólo había publicado un único libro de poesía: Mensaje (1934), y era y fue durante muchísimos años tan desconocido como la propia apariencia de su misma existencia cotidiana, común, gris, casi sin sobresaltos, pero también sin brillo. Vivió siempre modestamente, ganándose la vida como esporádico traductor de cartas extranjeras –en inglés y francés– para casas de comercio, actividad en la que no tenía un sueldo fijo sino variable, de acuerdo con las eventuales circunstancias.


Cambió de habitación no una sino muchas veces, es decir que nunca estuvo afincado en un lugar preciso, que le diera arraigo o marcara un contexto. No tuvo más que una corta experiencia tibiamente amorosa, que él mismo frustró a los pocos meses, con una joven bastante menor, Ofélia Queiroz. No parecía haber nada en su apariencia, en sus costumbres o en su vida que lo hiciera sobresalir del conjunto. Y sin embargo… Y sin embargo, bajo esa rutina casi abrumadora, lo único que en realidad lo distinguía a fondo, lo que vivía en su interior como una pasión volcánica, como una sed sin fin, como una obsesión ilimitada, era la escritura.

Rodolfo Alonso con la estatua de Fernando Pessoa en Lisboa, junto al Bar "A Brasileira"

Lo que en su ser más profundo lo marcaba de manera indeleble y lo volvía único, no sólo era de hecho invisible para la gran mayoría sino que en realidad, de manera literal o más bien trágica, contribuía a ello la diversidad, la multiplicidad, el incesante cambio de máscaras que escondían y que al mismo tiempo constituían su inefable yo mismo. Tanto más inefable cuantos más otros yo no sólo implicaba sino que ejercía. Porque, junto a aquel único libro publicado en vida, también se encontraban, dispersos en los más diversos periódicos, revistas y diarios, no sólo una aguda y creciente personalidad poética, sino también la increíble existencia en sí mismo, al mismo tiempo, y de algún modo constituyendo esa personalidad, la presencia y la obra de otros poetas, cada uno con su biografía propia y con su estética peculiar, determinada: los heterónimos. De tal modo peculiares que, al referirse a Pessoa mismo, se suele aclarar que se habla del ortónimo. Es decir, lo único que lo haría resplandecer, brillar, era lo oculto, lo oscuro, lo no visto. Y lo que lo volvía único, era ser muchos.


En algún momento de su obra extraordinaria, George Steiner, uno de los últimos grandes críticos y humanistas del siglo XX, dice que en la segunda mitad de esa centuria no hubo ningún poeta que se destacara en forma enexclusiva por su escritura. Es decir, infiero, que no era sólo por su obra escrita que algún poeta llegaba a ser considerado hasta sobresalir, sino que debía hacerlo por algo ajeno a ella, por algo que le diera espectacularidad. No me parece casual, en este sentido, que a partir del final de la segunda gran guerra europea, también llamada mundial, es decir después de 1945, comience a instalarse cada vez con más fuerza y en forma más pronunciada primero la sociedad de consumo y luego al mismo tiempo, de modo simultáneo, hasta terminar haciéndose uno con ella, lo que el sutil Guy Débord bautizara tan lúcidamente como la sociedad del espectáculo.



Rodolfo Alonso junto a la estatua de Fernando Pessoa del café A Brasileira en Lisboa.

París, es decir Europa, comienza a dejar de ser el centro artístico y cultural del mundo, perdiendo poco a poco su excelencia y su exigencia, viendo desvanecerse no sólo su antaño majestuosa influencia sino también, a la vez, sus niveles de individualidad y de alta calidad, para ir comenzando a ceder su lugar por ejemplo a Nueva York, pero no sólo a ella, con lo cual se iría extendiendo sobre el planeta una cultura de masas, que se rebajaba para expandirse, que se iba volviendo cada vez más accesible, más predigerida, más fácil y, quiza por ello mismo, cada vez más seductora, más irrefrenable, hasta alcanzar su aparente predominio universal, el totalitarismo de la banalidad que hoy nos abruma.


Rozado esto, que es mucho más complejo, volvamos a Pessoa. O Steiner no tiene razón, y la resonancia del gran poeta portugués se debe de modo exclusivo a la calidad artística, pero no sólo artística de su obra. O por el contrario en la vida supuesta oscura y sin brillo de Fernando Pessoa hay algo que, sin parecerlo, tiene o también tiene que ver con la espectacularidad.


A partir de aquí, pero en realidad desde un comienzo, empiezan a ir abriéndose uno tras otro, como en un infinito sistema de abanicos, las mil y una posibilidades, las mil y una personalidad que constituyen el caso Pessoa, el asunto Pessoa, y acaso también el affaire Pessoa.


Pessoa muere, como vimos, con un solo libro de poesía impreso en portugués. Pero deja esparcidas por un innumerable sistema de revistas, periódicos y otras publicaciones lo que parecería una constelación de piezas literarias, sobre todo poemas pero no sólo poemas, que además no han aparecido tan sólo con su firma sino con la de otros poetas que son y no son él mismo: no sus seudónimos, sino sus heterónimos. Y por si fuera poco, además de ese libro y esas publicaciones esparcidas en periódicos, pero impresas, deja también un inmenso legado de fragmentos y hojas sueltas, de borradores y de originales, raras veces con su firma o con la de sus heterónimos, que pueden llegar a parecer legión, pero también no pocos sin firma alguna y por lo tanto sin poder ser atribuidos, pero donde además van apareciendo otros nombres diferentes al suyo, que no alcanzan a ser considerados heterónimos porque se quedan en categorías intermedias: sus seudo-heterónimos, sus mutilaciones parciales del yo, sus otros fantasmas.


Para comenzar a erigir hitos en esta travesía, digamos ya que sus principales heterónimos son Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Ricardo Reis, cada uno bien diferente de él y de los otros, y que sus principales seudo-heterónimos son Bernardo Soares y el Barón de Teive, acaso los más íntimos, los más ligados (pero siempre sólo en alguna proporción) a su yo personal.


Esa herencia de hojas sueltas insisto, de fragmentos la mayoría de las veces sin continuidad, se suele ubicar como acumulada originalmente, tras su muerte, sin orden ni desorden en un baúl o cofre, que la Biblioteca Nacional de  Portugal llegó a conservar y sigue conservando en la actualidad, celosamente, como su Legado.


Pues bien, quizá sea esa la excepcionalidad que distinguiría a Pessoa: la multiplicidad y la dispersión de su yo que es muchos yo, su rica multiplicidad y la en apariencia infinita dispersión de su “obra”. Podría pensarse que en la gran literatura mundial ha habido personalidades acaso en cierta medida similares, como son Stéphane Mallarmé, Franz Kafka o Walter Benjamin, por citar sólo algunos que, a su muerte, o decidieron negar su obra anterior por considerarla inconclusa cuando no frustrada, o fueron directamente sorprendidos con su fin sin haber tenido tiempo, deseo u oportunidad de ordenar esa obra en forma de libro, o de libros.


Pero, aún emparentados, en menor o en mayor medida, ninguno alcanza la misteriosa resonancia de Pessoa. Una resonancia que, constituida por escasos fragmentos impresos junto a muchos más fragmentos manuscritos y dispersos, sin orden de libro alguno, han conseguido potenciar su nombradía al mismo tiempo que resultaba cada vez más difícil concretarla, objetivarla, volverla obra, volverla texto, libro, es decir ponerla en práctica.


Esa inmensa masa de textos intentó ser desmalezada, pero sin que nunca se acertaran del todo, en forma definitiva, sus caminos reales, sus reales dimensiones. Los primeros discípulos que comenzaron a cobrar conciencia sobre su alcance y sus dominios, me refiero a los jóvenes sobre todo ensayistas y críticos reunidos alrededor de las célebres revistas Orpheu, de corta y fulgurante vida, o la posterior Presença, orientada sobre todo por João Gaspar Simões, el que se ocupó antes que nadie de la obra de Pessoa en su libro Temas (1929), fueron también, como Luiz de Montalvor, que participó en ambas, los que pensaron antes que nadie en publicar a partir de 1942 sus “obras completas” en Ediciones Ática. Comenzaron para ello por ordenar, según las firmas (ortónima o heteróimas) y con criterio cronológico, los textos que fueron publicados por el mismo Pessoa en revistas o periódicos.


Pero, luego, vinieron, cada vez en mayor cantidad, aumentando de manera progresiva o, también, siempre misteriosa al mismo tiempo, poco a poco, profesionalizándose, deviniendo, de algún modo, pero nunca en forma definitiva, los especialistas, los expertos en Pessoa. De ellos y de sus trabajos, en su mayoría exigentes y también a veces a mi modesto entender minuciosos hasta rozar la  exageración (como cuando se discute, por ejemplo, la fecha y lugar de fabricación de un determinado tipo de papel para ubicar la fecha de un texto que no la tiene), van surgiendo, como una marea que llegara a parecer incontenible, libros y más libros de Pessoa que son, en realidad, la interpretación que cada uno de esos investigadores especializados va realizando, de acuerdo por lo general con sus propios criterios y me imagino que, en ciertos casos, acaso los mejores para mí, también comparando su tarea con la de otros profesionales del buceo en Pessoa.


Algunos de entre ellos, y de los más activos y reputados, como es el caso de Richard Zenith, a quien se deben muchos de esos libros, nos confiesa en un momento de su trabajo que está aludiendo a “un buen número de fragmentos sueltos –manuscritos y mecanografiados–». Y agrega: “Son de difícil lectura y de difícil ordenamiento, y consisten sobre todo en apuntes o esbozos destinados a un desarrollo posterior. Algunos de ellos fueron, en efecto, desarrollados en fragmentos mecanografiados, pero la mayoría quedó como “ideas bruscas, admirables… pero desperdigadas, a coser después”.


Y advierte, en otra ocasión, el mismo Zenith: “Por otro lado, veinte años de promiscuidad literaria dejaron a Pessoa rodeado de páginas y páginas de un Fausto en caos, de un Libro del desasosiego cuyo título definía a la perfección su estado redaccional, centenares de poemas inconclusos (además de los muchos que había publicado o que estaban listos), fragmentos de cuentos y de piezas de teatro, fragmentos de ensayos variadísimos, y además decenas de proyectos –también incompletos, vacilantes, paradójicos– para editar todo esto.”


A lo que agrega siempre el mismo investigador en otro “libro”: “Son apuntes que se pretenden sintéticos y objetivos, aunque los criterios de objetividad sean, forzosamente, subjetivos. O mejor, para evaluar y “leer” la masa de declaraciones y comentarios contradictorios dejados por Pessoa, es necesario recurrir al sentido común, y el sentido común es una cosa que se siente, sin que todos lo sientan de la misma manera.”


Con lo cual me permito concluir advirtiendo al lector que, salvo que se trate de su Mensaje, y en gran medida de su El banquero anarquista, no hay otros libros de Pessoa que hayan sido en su totalidad considerados definitivos, o sea concebidos, producidos, ordenados en vida por él mismo. En segundo lugar, deben considerarse los más cercanos a ese paradigma aquellos libros que reúnen poemas o textos que fueron entregados por el mismo Pessoa a las más variadas revistas, diarios y publicaciones, sean o no periódicas.


Fuera de eso, como acabamos de atisbar por las declaraciones de Richard Zenith, el lector deberá (si le place) tomar en cuenta que se trata de fragmentos o apuntes casi siempre inconclusos cuando no inciertos o inseguros de su autor, reunidos e hilvanados ahora como “libros” por los especialistas que en cada caso los firmen, y que por lo general acostumbran precederlos o concluirlos con sus explicaciones o argumentos para cada ocasión. No se asombren, entonces, que de un mismo “libro”, en apariencia incluso con el mismo título, se sucedan versiones más o menos diferentes, más o menos divergentes.


Dicho lo cual, cabría agregar algo más. Esta diversidad, este tanteo, este medir, pesar y razonar, e incluso litigar, que rodea como vimos a gran parte o casi toda la “obra” de Fernando Pessoa, no es una rémora sino, en su caso, más bien todo lo contrario. Así como no existe la posibilidad de que un texto, cualquier texto, todo hecho –o acto– de lenguaje, tenga un solo sentido, un sentido único, sea de modo ineludible monosémico. Así como es en absoluto imposible (y al mismo tiempo irresistible) intentar verter, traducir a otro idioma un gran poema logrado, un gran texto logrado, es decir encarnado en su lengua como un ser orgánico, soberano y autónomo de lenguaje vivo. Así también la gran obra inmensa, aluvial, desmedida, sospechosa y tocante, actuante, del Fernando Pessoa ortónimo, o (el otro, el mismo) el de sus heterónimos y seudo-heterónimos, es precisamente este universo latente e infinito de máscaras y espejos, de sueños y fantasmas con decisión reales, cuyos límites imprecisos y cambiantes logran a la vez –y quizás sólo de esa manera– colmar el mundo, ocuparlo, hacerse mundo, ser el mundo. Y hacernos, mundos también, y mundo por que no, a nosotros con él.


Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista argentino. Primer traductor de Fernando Pessoa en América Latina, a la vez, primera con sus cuatro heterónimos en castellano. Recientemente se publicó YO es otros, nueva y amplia antología bilingüe de Fernando  Pessoa, selección, traducción, prólogo y notas de Rodolfo Alonso (Eduvim, Córdoba, 2019).

BREVE ANTOLOGÍA FLAGRANTE (1964-2016)

 Rodolfo Alonso

 

BREVE ANTOLOGÍA FLAGRANTE

(1964-2016)

 

  

Debla

 

En la gloria

de una mañana

he VISTO

 

 

 

 

 

Déjà vu

 

Una mujer se desnuda en mi memoria

mientras afuera resplandece la ciudad

o llueve y hace frío

 

Una mujer lava su pelo negro con el agua de mi infancia

una distancia va formándose

 

Su piel es lenta y fresca como la mañana que acaricia

su voz se hace lejana

 

Una mujer me alcanza

el primer seno descubierto

el primer seno acariciado

 

Mientras adentro resplandece la memoria

 

 

 

 

 

Hombre caminando

 

Un hombre camina

remontando el verano

 

A la orilla del mar

a la orilla del tiempo

 

Camina y ve a los otros

la belleza la muerte

 

Camina y oye el viento

el sueño la memoria

 

Camina hasta caer

o perderse a lo lejos

 

 

 

 

 

Dylan

 

Tu voz, ebria, era

sin embargo una luz

en el camino de nosotros,

los jóvenes. Y ahora,

todavía se alza

como una prueba demente

de la resistencia

feroz de la belleza

y de la gracia, prueba

del desmedido amor humano,

misteriosamente capaz

de sobrevivir

a tanto naufragio.

 

 

 

 

 

Sueño del miserable

 

El día se entreabre

como tú

fruta madura

y desde el centro

de su luz

tu calor

me inunda

de placeres violentos

 

 

 

 

 

Como dos astros

 

Como dos astros errantes

que se han unido por su errar

nuestros errores nos acercan

nuestros errores nos separan

 

Como dos astros errantes

que se deslizan por amor

nuestras miradas nos atraen

nuestras miradas nos rechazan

 

Como dos astros errantes

que se separan para ver

la sed el hambre el sol la furia

nuestros caminos encontrados

 

En lo profundo de los cielos

en el silencio de la luz

como dos astros errantes

morimos renacemos

 

 

 

 

 

Con Quevedo

 

No a tu altura, sino

a tu lado, hermano

de corazón y cuerpo

y lengua, acompañando

tu manera de ser

y andar, tu vozarrón

de hombre, tu soledad

de hombre, moderno,

fiero amante feroz,

quebrado, compañero.

 

 

 

 

 

Ahínco

 

Merodeadores ávidos

como cantos rodados

rodamos en la tierra

que rueda entre los astros

 

 

 

 

 

Olor a lluvia

 

El aire trae de pronto recuerdos del olvido

con sabor a horizonte, hierba húmeda y ausencia.

Color difuso y neto, casi como sin dueño,

máscara o habitante, límpidamente orgánico,

cargadamente etéreo. Espíritus, espíritu;

huellas de una memoria que gira en su vacío

repleto: fuegos, cuerpos, dioses, rastros, palabras.

 

 

 

 

 

La tierra entera

 

En el inmenso día

el cielo franco

 

La tierra insoslayable

en la mañana alta

 

(Una esquirla en el sol

el pie en la sombra)

 

Viento nubes guijarro

 

 

 

 

 

El joven fresno dice

Yo no acumulo

yo prosigo

Yo no seduzco

yo me doy

Yo no me exhibo

crezco

No tomo forma

soy mi forma

Yo no persigo

no promuevo

Yo soy

y voy a ser

 

 

 

 

 

La única verdad

 

Me dices

que el mundo

es así

y que yo

me lo imagino

en cambio

como deseo que fuera

 

¿Pero cómo

podría

soportarlo

si no se me ocurriera

que puede

--aún en sueños--

llegar a ser

distinto?

 

 

 

 

 

 

El cielo incontenible

Eso que ves

te mira

y se mira en tus ojos

Que ven

pero no ven

lo que ese cielo mira

 

 

 

 

Arroyo Tiú Mayú

Días enteros

a lomos de la tierra

fiera frescura

Con el acuerdo

de la arisca belleza

torcaza y cielo

Días macizos

en eso cae la noche

y se derrama

Los dioses borran

bárbara cortesía

la hiel de la urbe

Porque esto somos

pie desnudo en el agua

arena limpia

 

 

 

 

 

Mi gato muere

La muda que a tus ojos

cercenaba a zarpazos

en tus ojos me daba

zarpazos de agonía

Anegada en abismo

volvía tu mirada

no queriendo dejarnos

maullando por la vida

En la muerte caíste

ávida de silencio

que se asomó buscando

en tus ojos quedársenos

Y ni el silencio pudo

contar con tu silencio

 

 

 

 

Circe, no Venus

 

(Por ellas, Ella habla:)

“Derrochaste mis muslos.

Pero no sólo eso.

¿O acaso no me oías

aullar en la alta noche?

No te buscaba a ti:

buscaba tu sustancia

(el fuego que te habita

o soñé te habitaba).

Desmedida, voraz

como todo lo humano,

me irritó tu ternura

delicada y feroz.

Si la vida te pasa

sin que la tomes viva,

la muerte ordena todo

o todo desordena.

Y sólo encontrarás

(compréndeme insaciable)

al buscar lo que buscas.”

 

 

 

 

 

Muertos del Siglo XX

 

Sembrados

sobre el rostro impasible del planeta

 

Devueltos

a su seno sagrado

al barro fundador al polvo cósmico

 

Acaso

sólo en nuestra memoria siguen vivos

con su mueca de gozo o de terror

de indiferencia o asco

 

Esa segunda muerte les llevamos

 

Entonces

ya no serán fantasmas

para nadie

 

 

 

 

 

Como Rimbaud en Harrar

 

¿Sin que la poesía me abandone

también yo he frecuentado reyezuelos

en ácidas comunas suburbanas

por óbolos pequeños, subsistencias,

en los alrededores del poder?

 

¿Salvando las distancias, lenguaraz

de caciques menores, jefes siervos,

sustentando retoños vigorosos

con migajas de estruendo, alegorías,

para que la poesía me abandone?

 

 

 

 

 

No hay día de la muerte

 

A la memoria de

José Augusto Seabra

 

Inmóvil, incesante,

la muerte, árida, impura.

 

Infiel, infame, injusta,

la dura muerte dura.

 

Impaciente, infecunda,

la inútil muerte, muda.

 

Indudable, no duda

la muerte ávida y pura.

 

 

 

 

 

Epifanía

 

Como luz en la luz

suena el invierno, al sol.

Serena madurez,

sabor desnudo

que suspende y sostiene

sin sospechar que sabe,

secreto, sólo en sí,

siente sin sentimiento,

a simple sed,

a simple ser,

solo y sumo en el sol

sagrado del silencio

seco, soberbio, suelto

sobre ese frío encendido.

 

 

 

 

 

Vallejo, César

 

Nadie estuvo más hondo

ni más cerca.

Nadie llegó tan lejos

más temprano.

Nadie fue más ninguno

y menos Nadie.

 

 

 

 

 

Billie Holiday

 

¿Se puede adormilar

al deseo? ¿Se lo puede

acunar, arrullar,

aullar, mecer, dejar

en paz? ¿Es que se puede

pasar de largo, huir,

caerse del deseo?

Acaso quien no sea

música y se deje

morir, solo y a solas,

en el silencio, a secas.

 

Pero la Voz no muere.

 

 

 

 

 

Con quien tanto quería

 

¡Ah gloria de la brisa,

del cielo echado al sol,

del pleno mediodía,

de la tarde callada

 

y de la noche abierta!

¿Son las hojas del son

o el son es de las hojas?

¿Se mecen con el aire

 

o el aire es quien las mece?

Miguel, Miguel, Miguel

Hernández de la tierra,

 

la luna, el sol, la sangre,

Miguel por derramarse

de Hernández derramados.

 

 

 

 

 

Tordo en su día

 

Esta mañana he visto a un tordo

nada mejor podía ocurrirme

para que un día sea

una viva naranja sobre el mundo radiante

 

Esta mañana he visto a un tordo

negro de azul y a ras de tierra

me dio la espalda indiferente

pero pió al volar

 

Esta mañana he visto a un tordo

inesperado y trascendente

mágicamente él

para agregar su brillo

al esplendor de aquella hora

 

que ya no fue fugaz

 

 

 

 

 

Este zorzal

 

En medio de la selva de cemento

este zorzal espléndido consiente

al aire hacerse música. Su música

asiente, enciende, determina, siente

que el pleno mediodía de verano

no es menos complacido y complaciente.

 

 

 

 

 

 

Los poemas incluidos pertenecen a los siguientes libros del autor: Hago el amor (1969), Señora Vida (1979), Sol o sombra (1981), Música concreta (1994), El arte de callar (2003), Poemas pendientes (2007), A flor de labios (2015), Poemas al gusto del día (2019).

  

Rodolfo Alonso

 

Poeta, traductor, ensayista y ex editor argentino. El más joven de la revista “poesía buenos aires”. Publicó más de 25 libros. Primer traductor de Fernando Pessoa en América Latina, a la vez primera con sus heterónimos en castellano. Con Klaus Dieter Vervuert, de los primeros en traducir a Paul Celan. También es suya la primera versión de los dos libros de poesía de Cesare Pavese. Vasta obra como traductor del francés, italiano, portugués, gallego. Editado en Argentina, Bélgica, España, México, Colombia, Francia, Brasil, Venezuela, Italia, Cuba, Chile, Galicia, Inglaterra. Premiado en Argentina, España, Venezuela, Brasil, Colombia.