31.10.20

El libro que fundó al Brasil


 


Por Rodolfo Alonso *

 

 

Precedida por la justiciera aunque tardía abolición de la esclavitud en 1888, la República es proclamada en Brasil al año siguiente. Imaginándose predestinada a un destino de progreso, olvidaba o prefería ignorar que, en el interior del inmenso Brasil, se conservaban vigentes culturas arcaicas, ineludiblemente propias, ligadas y defendidas incluso por los enormes espacios desiertos y áridos. Del sertón nordestino surgió entonces una personalidad singular: Antonio Conselheiro, un líder mesiánico y orgánicamente contrario a la República (el Almanach Hachette de 1897 se animó a considerarlo un profeta que predicaba “el comunismo al mismo tiempo que el restablecimiento de la monarquía”) que, acaso sin habérselo propuesto, se descubrió encabezando enormes multitudes campesinas. Hombres, mujeres, viejos y niños lo seguían, y también bandoleros, y temibles guerreros: los legendarios yagunzos. Conselheiro erigió en la casi miserable aldea de Canudos su “Troya de barro”, como bien iba a decir Euclides da Cunha. Y allí tuvo que ir a enfrentarlo el modernísimo ejército de la República.

          La revuelta vino a confrontar armas tradicionales, cuando no rudimentarias, con los sofisticados productos de la industria bélica germana. Pero también comunidades primitivas, reales, con un proyecto que no las contenía. Le tocó a un ingeniero militar, Euclides da Cunha, un hombre de mundo que actuó en política y  fallecería en un duelo, con inquietudes humanísticas y etnográficas, preocupado por las culturas del interior brasileño para permitir la explotación de sus riquezas, formado y entusiasmado por las propuestas modernizadoras de la República, ser designado en 1897 corresponsal de guerra del periódico “O Estado de São Paulo” para cubrir la campaña de Canudos. Sus partes desde el frente son la materia de Los Sertones (1902), libro que comienza por dos secciones: “La tierra” y “El hombre”, donde se indagan con visión científica el medio y sus protagonistas, para concluir con “La lucha”, gravísima y visionaria denuncia del drama nacional: “Aquella campaña recuerda un reflujo hacia el pasado. Y fue, en la significación integral de la palabra, un crimen”, dice da Cunha en su nota preliminar. Y al concluir: “Canudos no se rindió. Ejemplo único en toda la historia, resistió hasta el agotamiento completo.”

          Libro de iniciación, de irrupción, de excepcional riqueza, apasionante e iluminador, primera mirada sobre la compleja, contradictoria, riquísima personalidad del Brasil pero también atractivo por sí mismo, como todas las obras fundadoras de nuestras literaturas (comenzando entre nosotros por Facundo, su legítimo ancestro, que Sarmiento publicó en 1845) no responde por completo a la preceptiva de ningún género. Y aún no se sabe qué admirar más: si la densidad expresiva, la agudeza político-social o su inusitada fecundidad. De él derivan líneas fundamentales en la gran literatura brasileña, culminando con obras tan ejemplares y diferentes entre sí como Casa grande y senzala, de Gilberto Freyre, en lo sociológico, o la inefable y originalísima novela Gran sertón: veredas, de João Guimarães Rosa, en lo más poéticamente literario, y lingüístico.

(Quizá pueda sorprender, pero es sin duda significativo, que en Argentina la primera versión a nuestro idioma, de Benjamín de Garay, editada por Claridad en 1942 con prólogo de Mariano de Vedia, fuera un encargo oficial para la “Biblioteca de autores brasileños traducidos al castellano” auspiciada por nuestro Ministerio de Justicia e Instrucción Pública mediante una comisión presidida por Ricardo Levene. No siempre primó la desconfianza o el desconocimiento entre nuestros dos grandes países hermanos, basamentos esenciales de la anhelada Patria Grande.)    

 

 

* Poeta, traductor, ensayista.

13.10.20

FOTOGRAFÍAWALTER BENJAMINCHARLES BAUDELAIRE

 



CONTRATAPA

FOTOGRAFÍA WALTER BENJAMIN CHARLES BAUDELAIRE

12 de octubre de 2020

Tomar una foto

Por Rodolfo Alonso *


Charles Baudelaire retratado por Étienne Narjat



¿Por qué, incluso entre muchas otras, a veces con el mismo origen, sólo alguna fotografía en especial nos resulta absolutamente renovadora, relevante? ¿Por qué, entre muchas otras tomadas por el mismo fotógrafo, y a veces en la misma ocasión, sólo una se vuelve para nosotros totalmente conmovedora? ¿Por qué sólo una entre mil fotografías se (nos) vuelve arte?


Pero ¿de qué arte se trata? ¿Qué parte es producto del ojo, de la mente, del espíritu de quien toma la foto? ¿Qué parte es fruto de las cualidades de la máquina? ¿Qué parte es acaso fruto del azar o la casualidad? A diferencia de la pintura, aquí el modelo no es pasivo. ¿Qué parte de una foto lograda no emana del modelo, o de su circunstancia? Allí es donde el concepto de revelar, de revelado, sólo en apariencia puramente técnico, me revela (y valga la redundancia) su más profundo y verdadero sentido: la foto como arte es capaz, en sus más altos logros, de producir una auténtica revelación.


Porque algo más que imagen se pone de manifiesto, se evidencia, en una foto lograda, en una foto que sí podemos llamar “de arte”. Es verdad que la pintura auténtica supo hacerlo, en su propio lenguaje, pero el arte de la foto tuvo, y quizá tiene aún, el suyo.


¿Por qué, incluso entre muchas otras, a veces con el mismo origen, sólo alguna fotografía en especial nos resulta absolutamente renovadora, relevante? ¿Por qué, entre muchas otras tomadas por el mismo fotógrafo, y a veces en la misma ocasión, sólo una se vuelve para nosotros totalmente conmovedora? ¿Por qué sólo una entre mil fotografías se (nos) vuelve arte?



Pero ¿de qué arte se trata? ¿Qué parte es producto del ojo, de la mente, del espíritu de quien toma la foto? ¿Qué parte es fruto de las cualidades de la máquina? ¿Qué parte es acaso fruto del azar o la casualidad? A diferencia de la pintura, aquí el modelo no es pasivo. ¿Qué parte de una foto lograda no emana del modelo, o de su circunstancia? Allí es donde el concepto de revelar, de revelado, sólo en apariencia puramente técnico, me revela (y valga la redundancia) su más profundo y verdadero sentido: la foto como arte es capaz, en sus más altos logros, de producir una auténtica revelación.


Porque algo más que imagen se pone de manifiesto, se evidencia, en una foto lograda, en una foto que sí podemos llamar “de arte”. Es verdad que la pintura auténtica supo hacerlo, en su propio lenguaje, pero el arte de la foto tuvo, y quizá tiene aún, el suyo.


Claro que aquí vuelve a presentarse lo que intuyo el misterio y a la vez lo concreto de la fotografía. La verdadera foto nunca se agota en la reproducción más o menos exacta, más o menos verosímil, de la “realidad”. Más allá de prejuicio alguno, esa es su menor tarea, su tarea menor. Pero la gran fotografía, las fotos únicas, nos descubren, cuando lo logran, cuando se logran, algo siempre más profundo, más hondo, de lo que representan. Nos hacen ver, en realidad, algo de esa realidad que no habíamos percibido: revelan, la revelan. Nos la revelan, sí, más de fondo, pero no apenas en lo superficial, en lo aparente, sino en lo que esa realidad tal vez quiere mostrarnos, al mostrarse. Y se vela, en cambio, cuando no lo quiere.


Tengo la convicción de que, en estas artes de la técnica, las concreciones más reveladoras, las obras más logradas, se dieron (iba a decir “se produjeron”, pero me arrepiento, por la connotación actual) en los momentos más primitivos, iniciales de esas técnicas. Como bien afirmaba Bernhard von Brentano, “un fotógrafo de 1850 se encontraba por vez primera, y durante largo tiempo por última vez, a la altura de su instrumento”.


Walter Benjamin, por supuesto desde otra perspectiva y otra época, advierte que “los estudios más recientes se ciñen al hecho sorprendente de que el esplendor de la fotografía (...) coincida con su primer decenio. Y este decenio es precisamente el que precedió a su industrialización”.


Pero ¿por qué han elegido rostros, retratos, los mejores de esos grandes artistas franceses de mediados del siglo XIX, pioneros legítimos de la fotografía como arte? Se puede sospechar que todavía perduraba en ellos, especialmente en los más sensibles, el influjo que la pintura, de la cual el retrato siempre ha sido un dominio, debe haber tenido en su visión estética. Benjamin, convencido de que el arte humano tuvo un origen de culto, cuando no de magia (¿para qué habría pintado un hombre primitivo su bisonte en la pared más escondida y menos accesible de una caverna, sino para propiciar su caza por medio de la magia simpatética, que representa lo que desea provocar?), sabía también que, a lo largo de su historia, el hombre fue modificando su recepción y aprehensión del arte a medida que se producían grandes cambios en su contexto. Del gran arte de tema religioso que empezó siendo visto siempre con ojo de creyente, se pasó en su momento a la contemplación de la obra como arte, lo que dio comienzo a un largo período de florecimiento.


Hasta que las artes mecánicas, comenzando por la reproducción industrial y la fotografía, produjeron cambios muy profundos en la percepción, no ya de los espectadores más o menos especializados, sino en lo que estaba empezando a denominarse público. En esa línea, el valor de exhibición comienza a erradicar el valor de culto. “Pero este no cede sin resistencia”, dice Benjamin, “Ocupa una última frontera que es el rostro humano. En modo alguno es casual que en los albores de la fotografía el retrato ocupe un lugar central”. ¿Por qué? Y sostiene: “El valor de culto de la imagen tiene su último refugio en el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos”. Y es más: “En las primeras fotografías vibra por vez postrera el aura en la expresión fugaz de una cara humana. Y esto es lo que constituye su belleza melancólica e incomparable”.


Benjamin concluye que, cuando el rostro desaparece de la fotografía, el valor de exhibición se enfrenta, victoriosamente, con el valor de culto. Es como si allí hubiera relumbrado, frente a ese público que ya no lo percibirá cuando a los periódicos se les imponga la foto, y especialmente cuando empiecen a llevar textos al pie, el último resplandor de lo sagrado: un rostro humano.


“Sería prodigioso que un crítico se convirtiera en poeta y es imposible que un poeta no contenga un crítico.” Quien lo afirma es Charles Baudelaire, el padre de la poesía moderna, y va a lanzar su anatema más demoledor sobre la fotografía recién nacida: “Si se permite a la fotografía suplir al arte en algunas de sus funciones, bien pronto lo habrá suplantado o corrompido por completo, gracias a la alianza natural que encontrará en la necesidad de la muchedumbre.”


Y al mismo tiempo, sin duda contradiciéndose, el mismo Baudelaire aceptará muchas larguísimas horas de pose para Nadar, a quien se deben no pocas de sus mejores fotografías. Y aunque no le concediera tantas sesiones, al menos conocido Étienne Narjat, a quien se debe para mí la mas reveladora foto de Baudelaire y, por si fuera poco, la más tocante y expresiva nada menos que de Rimbaud.


Y para siempre nos quedaremos sin respuesta, que no sea la misma foto, para saber si el gran poeta había llegado a intuir que la fotografía siempre seguirá teniendo dos opciones: el arte o el mercado, la industria o la belleza. Y tampoco sabremos si lo conmovieron, qué le dijeron algunas de esas fotos que hablan tanto de él. Y en el primer lenguaje de la técnica, él mismo en pañales, a mediados del siglo XIX.


*Poeta, traductor, ensayista.

Antonio Berni no se vende

 





Rodolfo Alonso 



Antonio Berni "Desocupados1934"

La despiadada ofensiva neoliberal que dañó de raíz la vida social y los derechos de nuestro pueblo y, especialmente, de los más desvalidos, ha venido, por desdicha, a dar un marco de actualidad a estas reflexiones.


Hace más de ocho décadas, en 1934, un artista plástico que ya unía a sus inquietudes estéticas un exigente compromiso ético y político, sintió la necesidad de pintar un cuadro que denunciara la grave crisis que vivía, entonces, nuestro país. El pintor se llamaba Antonio Berni, ese cuadro se tituló Desocupados y ya empezaba a ser noticia: presentado por su autor al Salón Nacional, no fue admitido por el jurado. Con sólo ver la obra es fácil percibir que el rechazo no pudo ser apenas estético, sino, debido a la patente denuncia social implícita en la obra, muy poco digerible para el tipo de gobierno entonces encaramado en el poder. Por otro lado y en inconsciente reconocimiento de culpa, aquel jurado resolvió adquirirle -¿cómo compensación?- un retrato femenino.


Pasaron los años y Berni empezó a ser valorado. Pero, siguió demostrando, en vida y obra, que no era insensible a las deficiencias de nuestra realidad. Basta recordar sus expresivas series de Juanito Laguna y de Ramona Montiel, donde lo artístico y lo humano se confunden, en un hallazgo que, sin duda, tenía su antecedente en las vanguardias, aunque, no siempre, con la misma dirección: el collage con desechos industriales y urbanos se convertía, a la vez, en obra y denuncia, utilizando, literalmente, desechos como materia prima, convirtiendo desechos en arte para devolvernos la imagen de seres humanos convertidos en desechos por una sociedad egoísta. Y de la cual el artista, también, forma parte.


Esa doble actitud, estética y social, fue, al fin, reconocida y, en una época propicia, a mediados de los 80, pudo verse todo el Museo Nacional de Bellas Artes dedicado a una merecida exposición retrospectiva del maestro Antonio Berni. Quién podía dudar, entonces, en medio del entusiasmo con que el país recuperaba la democracia y, con ella, la libertad de expresión y de crítica, que la obra de Antonio Berni, como artista y como hombre, había sido asumida.


Pues bien, unos diez años después, en plenos 90, una conocida galerista pudo exclamar públicamente: “¡Por fin se lo ha reconocido como merece!”. ¿A qué se debía esa repentina exaltación, escrupulosamente recogida en los medios, por supuesto, en la página financiera y no en la, cada vez, más deprimida sección de crítica de arte? Aquel cuadro, Desocupados, que Antonio Berni firmara, como vimos, en 1934, había alcanzado la cotización más alta, entonces, para el arte argentino: fue vendido en 800 mil dólares.


Antonio Berni "El -mundo prometido a Juanito Laguna"-1962.



Adormecidos como estábamos –algunos menos que otros- por la frivolidad posmoderna dominante y envueltos en los valores de un ultra-individualismo, más que pragmático, desolador, cuando (como anticipó en 1935 el visionario Discépolo, con su premonitorio Cambalache) “La panza es reina y el dinero Dios”, puede ser que no se hayan percibido los múltiples significados que esa mera noticia vino a plantearnos, como sociedad y como cultura. Y que no se agotaban en otro trascendido posterior, de la misma exitosa galerista, también recogido por el sector finanzas de un matutino: “Hace diez años sólo valía 25 mil.”


Quiere decir, en términos fríamente crematísticos que, por un lado, alguien había hecho buen negocio y, por el otro, alguien creyó que valía tanto dinero poseer ese objeto. Con qué fin, no lo sabemos. Dudamos que haya sido el simple -aunque sutil- gusto de la contemplación, que, en este caso, iba a ser tan sólo individual o para pocos, pues el cuadro no fue expuesto al público en ningún museo, como sería justo. Pero, casi como una metáfora de la situación del arte, desde aquel momento de nuestra vida social, el hecho se presta a muchas implicancias, incluso, contradictorias.


Por ejemplo, ¿es el precio que logra en su venta, para nuestra cultura, la más alta valoración que le cabe a una obra de arte? La difusión de ese único tipo de evaluación, en un medio donde el principal criterio imperante es el poder del dinero, ¿no modifica la deseable actitud contemplativa que del público puede lograr esa obra? Y la obra misma, ¿no cambia de sentido con ese acto? O, por otro lado, ¿es aceptable que esas cifras se sigan abultando sin que su productor, el artista, obtenga de ello beneficio material alguno? Y, por el contrario, ¿puede el artista -así sea mucho después- aceptar que se evalúe en términos de dinero algo que tuvo otro objetivo? ¿Y cómo convive el artista con eso, no sólo en cuanto a su pasado, sino, también, a su futura producción?


Y lo que es, quizá, más emblemático, ¿cómo puede una obra de arte, cuya finalidad precisa es la denuncia de una situación social donde el poder del dinero termina convirtiendo a amplias masas de personas en desocupados, terminar convirtiéndose, a su vez, en un objeto cuyo valor sólo se tasa, precisamente, en dinero? Y, justamente, cuando, en nuestro propio país, el mismísimo Mariano Grondona confesaba, en su columna internacional de La Nación, el domingo 16 de julio de 1996: “es difícil eludir la conclusión de que la Argentina es el país de Occidente que más sufre el desempleo”. O sea, ¿no se convierte, casi, en una siniestra parábola, en una muestra de humor negro al revés, el hecho de que un cuadro cuyo objetivo explícito es denunciar el drama humano de los Desocupados, se convierta en apetecible botín de caza para compradores millonarios, precisamente, en el momento en que ese mismo país estaba por llegar al clímax en sus índices de desocupación?


Me imagino la sonrisa, levemente burlona, del mismo Antonio Berni si pudiera escucharme. Y sé que alguien dirá: ¿por qué se sigue metiendo en esos bretes?  ¿Para qué traer, ahora, esos problemas?  ¿Qué tiene que ver eso con el arte?  ¿Acaso no está bien que los pintores ganen?  ¿De qué quiere que vivan los artistas?  ¿No le gusta el dinero?  ¿Qué clase de respuesta es la que espera obtener de todo eso?


Y sé que, sinceramente, sólo puedo responderles: lo único que me importa es que se puedan seguir haciendo ese tipo de preguntas. Me importa que sigan las preguntas. Probablemente, como a aquel mismo joven Antonio Berni que, en 1934, sintió la viva necesidad de pintar un cuadro que se iba a llamar Desocupados.


Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista.

5.10.20

LA TANGENCIALIDAD COMO SISTEMA

 


Por Rodolfo Alonso




Existió sin duda toda una tendencia, dentro del fecundo, variado y rico panorama de la poesía argentina del siglo XX 1, que no sólo desdeña las sensualidades del lenguaje sino que aspira a erigir, con su concisa sequedad, una visión tan desacralizada como desesperanzada. Hija del cielo vacío y del mundo sin dioses que la Diosa Razón terminó revelando a los hombres, y que el poder tecnocrático no ha hecho sino volver más aterrador, los autores que de algún modo pueden ser enrolados en ella no se conforman tampoco con la menos divina aventura de la historia y se empeñan de una u otra manera, cada cual a su modo, en un humanismo desesperado, sin salida, y no obstante, cuando se logra, también revelador y, ¿por qué no?, reparador. Es la ladera en uno de cuyos extremos se empina un Girri, y en cuyas estribaciones puede encontrarse también en diferentes meridianos a Giannuzzi, Paita, Castillo, Oteriño, Preler, Godino, Sylvester, por citar sólo algunos pero representativos.

Y a ese linaje admite quizá ser referido Roberto Juarroz (1925-1995), a quien se podría acusar de cualquier cosa menos de falta de persistencia. Su obra, de respetable envergadura, constituye prácticamente desde el comienzo una tozuda y continua indagación sobre verdades últimas, signo de una inquietud prácticamente ajena a los avatares de la Naturaleza y de la Historia (al menos, en apariencia), que no registra en sus libros y poemas más que un solo y mismo título: Poesía vertical, al mismo tiempo quizá ingenuo y ambicioso, y que parece considerar a la poesía antes bien una herramienta de conocimiento que un instrumento de revelación.

Por una reducción al absurdo que no carece de sentido, así como una razón extremadamente razonante nos ha conducido de algún modo a un universo de sinrazón, donde vivimos por ejemplo casi literalmente apartados de la vida, también Juarroz pretende acaso alcanzar un más allá de la razón. Como quisieron asimismo los surrealistas pero, a diferencia de éstos, y obviamente en dirección opuesta, sin abandonar nunca el uso de la razón. Lo que no deja de ofrecer sus riesgos y marca también, quiérase o no, voluntariamente o no, los límites de su aventura, que siempre ha de oscilar sobre el abismo que separa a la prosa filosofante, por lograda que sea (“En el mismo pensar está el vacío” o “La realidad carece de escrúpulos”), de la poesía realmente encarnada (“Así la luz ata la noche” o “La noche está aquí”).

Hay otra virtud que debe serle reconocida. Y es, junto con la constancia, la de no hacer concesiones de ningún tipo. Atenida a su objeto, ni modesta ni orgullosa, su palabra continúa martillando sin pausa contra la rugosa y refractaria realidad, buscando reiteradamente una tercera vía, una quinta dimensión que pueda ser realmente la salida –quizá nunca la coartada-- de tanta angustia (“No hay lenguaje ni fuego ni distancia / ni color ni pasión ni consistencia / ni alrededor ni centro ni abandono / que nos exima de esta coacción constante: / la noche nos aplasta contra la noche”). En tal camino choca, cae y se levanta una y otra vez, como Sísifo, tan terriblemente humano, y también como ese “hombre de la continua obsesión” al que Raúl Gustavo Aguirre (y Pavese antes) identificaba con el poeta. El texto no es siempre, entonces, un universo autónomo y coherente, concretado en sí mismo, un legítimo ser vivo hecho de lenguaje, sino muchas veces el testimonio lacerante de esa lucha, el testimonio de una caída que no es sólo la del artista sino la del hombre mismo y que por eso nos resulta doblemente –humanamente-- tocante.

Si no se ve fraternidad, amor, heroísmo, instinto, dioses, paraíso ni infierno, quizá sólo nos quede (como pide en cierto modo el budismo, como dice Juarroz) “la beatitud de una existencia tangencial” 2, lema que bien podría ostentar toda su obra. Y también la soberana ambición, irrenunciable aunque sin porvenir, de que por lo menos “todo se disfraza de hombre”. A riesgo de perderse, a riesgo de caer en su propia retórica, Juarroz ha sabido continuar su camino –que es sólo aparentemente solitario--, y si rechina a veces, acaso en busca de alguna precisión (como cuando habla de “entremirar ensimismado”, “contornos apelmazados” o “semitextos enlazados”), en otras se logra plenamente, dándonos la conciencia de estar ante un Juarroz auténtico (“Poner junto a la alegría por la hoja que está / la alegría por la hoja que no está / y con ambas construir la alegría / por la hoja que ni está ni no está. // Aunque apenas alcance / para ocupar el espacio / de la hoja que falta en el pensamiento”), y en otras se supera, más allá de sus límites, más allá de sus razones y de su razón, allí donde impera inefable la mismísima poesía (“Reflejo de lo que pasa en lo que pasa. / Ningún espejo fijo. / Cuerpo de agua, / viento en las venas de las cosas. // Universo incompleto: / falta donde mirarse, / falta la voz, el tiempo, el sueño inmóvil, / falta un seguro asilo de la imagen”).



Una desconfianza visceral


En la poesía argentina de la centuria pasada (la poesía de una literatura que había nacido el siglo XIX con dos libros tan contundentemente realistas y comprometidos como El matadero o el Facundo, pero en la cual no deja de circular también aquella inefable “sombra doliente” del Santos Vega), se acentuó en las penúltimas décadas del siglo pasado 3 una vigorosa corriente que podríamos denominar parafilosófica, en la que –al menos a primera vista, en superficie-- la inteligencia y el razonamiento predominan sobre el sentimiento y sobre la pasión. Un ejemplo extremo de esa tendencia bien podría ser la obra de Girri, paradójicamente colmada en vida de un éxito por lo menos institucional en nuestro medio, o (de un modo similar pero a la vez distinto) también la de Juarroz, que supo cobrar en cambio bastante resonancia en el exterior.

En este último, una desconfianza prácticamente visceral ante la vida (“fatal repetición de un sonido inexistente”) 4 y ante el lenguaje (“Las palabras semejan alas disecadas”), se sublima o se aplaca –a mi modesto entender-- mediante la recurrencia a una entrevista (o al menos invocada) tercera posibilidad, tercera salida (“Una soledad dentro. / Otra soledad afuera. / Y en la puerta retumban los llamados. // La mayor soledad / está en la puerta”, “Respiración en el abismo / o respiración del abismo. / Y quizá más todavía: / respirar el abismo”). Ese artificio simpatético se había convertido ya en uno de los hallazgos de Juarroz, le deparó momentos que incluso lo identifican pero, en la reiteración, corre acaso el riesgo de perder su eficacia y de transformarse, además, de percepción en retórica. Y aquella desconfianza (¿la náusea sartreana?) ante la carencia de un asidero último, reflejada en las mismas imposibilidades del lenguaje (“la experiencia sin verbo / de una nada concreta”), sería paradójicamente en sus mismas carencias metáfora de la otra carencia esencial de nuestra condición, con lo que la ausencia habitual de imágenes en esta escritura, su parquedad o sus excesos, y aun sus rebarbas, sus chirridos, se convertirían así --¿reducción al absurdo?-- en significantes (“Decirlo / sin la palabra agreste del lenguaje”).

Señalar entonces los momentos en que nos parece ver a esta escritura prodigarse en lo chocante (“prorrateo abierto del mirar”, “menguado alquitrán”, “espalda de fervor restituido”, “funambulesco histrión”, “caleidoscopio autoverbal”, “las pálidas secuencias retorcidas, / las agendas vigiladas, / las ebriedades ficticias”) cuando no en lo horrísono o en lo directamente prosaico (“publicidad subliminal”, “Segundo y principal”, “la aplicación de una discretísima posología”, “Este ejercicio / debiera ser trasladado a otro lugar. / Aquí no se dan las condiciones / para cumplirlo con éxito”, “En esta situación / es difícil abrir bien las ventanas”), podría en cierta medida haber provocado una agridulce mirada en el autor (“El lugar de la palabra / es siempre otro”), en cuya labor el lenguaje no es más que un instrumento a sabiendas imperfecto para una percepción que se sabe incompleta. Sin embargo, entre la “cruel transparencia” y “la barbarie de la muerte” –dos magníficos hallazgos--, de espaldas a la fraternidad (“esos roces que llamamos los otros”) y la vida social o cotidiana (“la historia o sus flacos sucedáneos”), una ética casi budista (“Hacerse a un lado, abstenerse”, “quedarse al margen”) eleva aquí su árida y ávida –cuando no ácida-- evidencia de una experiencia en los límites que de algún modo se transmite a nosotros, más allá o más acá de sus alcances específicamente literarios. Y, como suele ocurrir en casi toda obra, en algún momento mucho más que en otros: “Recuperar figuras del sueño / como quien gana terreno al mar / y fundar en esa mínima playa / el temblor de un pequeño poema. // Devolver luego el sueño al sueño / y cerrar el circuito, / porque el sueño no puede estar mucho / afuera del sueño. // Así, casi sin haberlo buscado, / quedará entre las palabras del poema / un poco del perfume del fondo.”




1 Estas palabras comenzaron a ser escritas en 1984. Arduo sería intentar actualizarlas a la luz de las últimas décadas. (N. del A.)

2 Esta y todas las otras citas de la primera parte pertenecen a Octava poesía vertical, de Roberto Juarroz, publicada por la editorial Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1984. (N. del A.)

3 Escrito a partir de 1987. (N. del A.)

4 Todas las citas de esta segunda parte pertenecen a Novena poesía vertical / Décima poesía vertical, de Roberto Juarroz , editado por Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1987. (N. del A.)

Revista ·Poesía", Universidad de Carabobo, Venezuela


Revista "Poesía" Unversidad de Carabobo Venezuela

1.10.20

A 70 años de la muerte de Cesare Pavese

 

 

Por Rodolfo Alonso

 

 

Para LA GACETA – Olivos (pcia. de Buenos Aires)

 

 

 

El 27 de agosto de 1950, en Turín, se suicidaba uno de los más grandes escritores italianos del siglo XX. Poco antes dijo: “He trabajado, he dado poesía a los hombres, he compartido las penas de muchos.”

 

 

 

 

Piamontés universal, Cesare Pavese es sin duda uno de los más significativos escritores italianos del siglo XX. Nacido el 9 de setiembre de 1908 en el medio campesino de Santo Stefano Belbo, hijo de un secretario de juzgado en Turín, iba a concluir poniendo fin a su vida (“Palabras no. Un gesto. No escribiré más”, son las líneas finales de su indeleble diario, El oficio de vivir), en un cuarto de hotel en Turín, el 27 de agosto de 1950. Esa vida y esa obra se irían cubriendo (y los argentinos fuimos tal vez de los primeros en percibirlo fuera de Italia) de significados a la vez entrañables y nítidos, donde conviven voces ancestrales y moderna lucidez, cuya riqueza, perfección formal, perdurabilidad y resonancia permiten considerarlo un auténtico clásico.

Dueño de una apasionada inteligencia, una bella sensibilidad y una indomable voluntad de raciocinio, en pocos como en él se reunieron en su época, a la vez como evidencia estética y como testimonio intelectual, por un lado la entereza de un humanismo capaz de pensar y de intentar un mundo para todos (“en medio de la sangre y el fragor de los días que vivimos va articulándose una concepción distinta del hombre. El hombre nuevo será puesto en condiciones de vivir la propia cultura y de reproducirla para los otros, no en abstracto, sino en un intercambio cotidiano y fecundo de vida”). Junto a ello, la devoción por una belleza que no se niega a ninguna verdad, por aparentemente oscura que parezca (“La fuente de la poesía es siempre un misterio, una inspiración, una conmovida perplejidad ante lo irracional, tierra desconocida”). En esa tensión, que no supo dejar fuera a su propia vida, alcanza una hondura y calidad especialmente tocantes. Y aunque el suicidio parece constituir el broche de la angustia, una tozuda, lúcida y fecunda voluntad de vida, de belleza y de trabajo emerge limpiamente de sus palabras.

          Su juventud creció con el fascismo, que lo arrestó el 15 de mayo de 1935 y lo confinó, como opositor político, en Brancaleone Calabro, de donde volvió en marzo de 1936. Pero no cambiado. A la bochinchera y grandilocuente cultura oficial del fascismo supo enfrentarse, lúcidamente, como su impar compañero de generación, Elio Vittorini, con la traducción y el análisis crítico de la gran literatura norteamericana. Heredero de un mundo campesino que nunca cesó de nutrirlo, su primer libro, Trabajar cansa (Solaria, 1936, con reedición aumentada de Einaudi, 1943), es un nuevo ciclo abierto y cerrado por él en la poesía italiana moderna, tanto como una revisión exhaustiva de ese mundo natal, lleno de atavismos que, a pura luz de razón, se convierten en auténticas iluminaciones. Y ese mundo está siempre presente en su gran narrativa. Y hasta en sus resplandecientes ensayos, donde la percepción del claro espacio mítico que es el campo, la viña, el bosque, la sangre, la noche, los astros, se convierte en alimento de esclarecedoras conclusiones.

          Llegó a triunfar en Turín, la gran ciudad de sus sueños de infancia, como intelectual y como artista: pudo ser director literario de la prestigiosa editorial Einaudi, y poco antes de morir recibió el consagratorio Premio Strega. ”Narrar es como nadar”, supo decir, aludiendo a los ritmos combinados con que el nadador desplaza su cuerpo en el agua, y también “Narrar es monótono”, por supuesto en el sentido de la insistencia, de la persistencia en un tono, en un clima, que nunca es puramente verbal aunque está hecho de lenguaje. Las palabras de los hombres a las que supo aludir cálida y sabiamente como “esas tiernas cosas, intratables y vivas”.

          Ítalo Calvino advirtió lo imposible de imaginar hacia dónde habrían llevado a Pavese las inquietudes etnográficas y antropológicas que lo apasionaban. Y percibió su compleja y angustiada personalidad, esa voluntad de razón iluminista que sin embargo no abandona una temblorosa auscultación instintiva. Mucho de ello se advierte en los inteligentes y lúcidos ensayos que reunimos y tradujimos con Hugo Gola, no mucho después de su muerte, con el título de El oficio de poeta (Nueva Visión 1957), donde en El mito escribe: “Antes que fábula, casi maravilloso, el mito fue una simple norma, un comportamiento significativo, un rito que santificó la realidad.  Y fue también el impulso, la carga magnética que pudo, ella sola, inducir a los hombres a realizar obras.”

          Hay en todo Pavese la felicidad del trabajo consumado, esa satisfacción por el logro tras el esfuerzo, pero también la insatisfacción permanente ante el vacío posterior, ante la incapacidad de volver a colmarlo o el temor de no lograrlo. A ese vacío aludió como uno de los motivos de su suicidio, y aunque nunca lo sepamos con exactitud (¿quién podría?), se hace imposible no advertir que el hombre capaz de realizar en sólo 42  años de vida una obra semejante, difícilmente estuviera terminado como artista. El mismo que, horas antes de tomar una trágica decisión, escribía en su diario: “Mi parte pública la he hecho –lo que podía--. He trabajado, he dado poesía a los hombres, he compartido las penas de muchos.”

          No pocas veces reiteró Pavese que consideraba a Diálogos con Leucó “la cosa menos infeliz que yo haya escrito”. ¿Cómo no coincidir con él ante esos diálogos de transido lirismo y honda resonancia, que logran el casi milagroso resurgir, como una moderna fuente de vida, de los fundacionales mitos griegos? Y recordemos que ese libro quedó abierto junto a su lecho, en el cuarto de hotel donde se suicidó. Que su palabra fue escuchada, lo probaron tanto su persistente repercusión como la estima de sus contemporáneos. Emilio Cecchi lo dijo quizá mejor que nadie: “Reconozcamos, una vez más, que de su generación Pavese fue de los espíritus no sólo artísticamente más dotados, sino, en el conjunto de todas las facultades, intelectual y moralmente más ejemplares.”

 

 

 

Rodolfo Alonso -  Poeta, traductor, ensayista. Libro reciente:

 “Ser sed”, poesía reunida 1993-2018 (Eduvim, Córdoba, 2019)

Octavio Paz contra el neoliberalismo





“El mundo que viene es más de dueños que de trabajadores” confesó al periodismo, durante aquel sonado aquelarre de la Organización Mundial de Comercio (OMC) en Buenos Aires, un prominente empresario local. Pero, no fue un rapto de sinceridad: él intentaba escamotear la entonces hecatombe concreta sobre derechos seculares de nuestra clase obrera, con el espejismo de un futuro paraíso, virtual y universal, de “emprendedores”. Por suerte, el lenguaje sigue siendo fecundamente ambiguo. Y, de sus palabras, podíamos extraer el contenido literal, bien patente -por desdicha- para los argentinos, en el siniestro ciclo 2016-2019, del macrismo: todo para los dueños, nada para los que crean su riqueza.


Casi de inmediato, como un reflejo antípoda, recordé otro concepto, también, significativo. En uno de sus diálogos, reunidos en libro (El poeta en su tierra) por Braulio Peralta, confiesa Octavio Paz: “Siempre creí -y creo- que mi interlocutor natural era el intelectual llamado de izquierda. Vengo del pensamiento llamado de izquierda. Fue algo muy importante en mi formación. No sé ahora… (…) …lo único que sé es que mi diálogo -a veces mi discusión- es con ellos. No tengo mucho que hablar con los otros.” Pero, el gran dinero corporativo y los no menos desmedidos medios hegemónicos, intentaron apoderarse de todo Octavio Paz, el célebre escritor mexicano, distorsionando sus tempranas críticas al terror stalinista y su redescubrimiento del auténtico liberalismo para adjudicárselo, domesticado, como a tantos otros conversos hacia la derecha.




Porque Paz, nacido en plena Revolución Mexicana (1914), era hijo de Octavio Paz Solórzano, fundador del Partido Nacional Agrarista, asesor legal de Emiliano Zapata y su representante en EE.UU., involucrado en la reforma agraria y en las transformaciones educativas de José Vasconcelos. Apenas recibido, en 1937, parte a Yucatán con las misiones pedagógicas del legendario presidente Lázaro Cárdenas. Y, también, ese año integra la delegación mexicana al célebre Congreso de Escritores Antifascistas, convocado en Valencia, por los republicanos españoles, mientras arreciaba la guerra civil desatada por el franquismo.


Comenzaba su tarea de escritor, cuyos primeros títulos lo vuelven hombre público. Polemista agudo, convencido humanista, su figura crece como su influjo, entre admiraciones y rechazos. Pero, algo hay que reconocerle: en 1968, tras 24 años de diplomacia renuncia, como rechazo a la feroz represión oficial que dejó muchos muertos y heridos, durante la masacre de Tlatelolco, entre los estudiantes mexicanos.


Medio siglo después de aquel legendario Congreso de Valencia, se invitó a los sobrevivientes. A Octavio Paz eso le provocó un gran texto: El lugar de la prueba. Lo reprodujo el diario La Nación, el 8 de noviembre de 1987. Y, en él, comencé a descubrir una vertiente bien oculta. Dice: “porque la libertad de expresión está en peligro siempre. La amenazan no sólo los gobiernos totalitarios y las dictaduras militares, sino también, en las democracias capitalistas, las fuerzas impersonales de la publicidad y el mercado. Someter las artes y la literatura a las leyes que rigen la circulación de mercancías es una forma de censura no menos nociva y bárbara que la censura ideológica.”


Octavio Paz


En su libro La otra voz / Poesía y fin de siglo, de 1990, el año de su Premio Nobel, Octavio Paz reitera, claramente: “hoy las artes y la literatura se exponen a un peligro distinto: no las amenaza una doctrina o un partido político omnisciente sino un proceso económico sin rostro, sin alma y sin dirección. El mercado es circular, impersonal, imparcial e inflexible.”


Y en otro libro: Al paso, insiste: “Pienso en la solapada dominación del dinero y el comercio en el mundo del arte y la literatura. Las leyes del mercado no son estrictamente aplicables a la literatura, al pensamiento y al arte. Las potencias meramente comerciales, regidas por el criterio del éxito y la venta, tienden a la uniformidad –máscara de la muerte.”


No era algo casual. El 25 de agosto de 1992, leo, en La Nación: “Es muy grave que el relativismo social actual se convierta en un nuevo absolutismo basado en esta idea: las cosas no tienen valor, tienen precio. Este es el camino por el cual una sociedad se destruye.” Y añade: “Cuando yo era joven el gran enemigo del arte eran los Estados autoritarios. Esta amenaza ha sido sustituida por otra mucho más sutil: la amenaza del mercado, que lo relativiza todo. Estas son las grandes amenazas modernas. El mecanismo del mercado no tiene ideología, acepta todas, las usa todas, no respeta ninguna y se sirve de todas ellas.”


Si fuera poco, en Le Nouvel Observateur, poco antes de morir, en 1998, afirma Paz: “Se habló del desastre del autoritarismo, sería preciso hablar del desastre del capitalismo liberal y democrático, en el dominio del pensamiento como en el de la vida cotidiana; la idolatría del dinero, el mercado transformado en valor único que expulsa a todos los otros.”


Podría citar más, pero ya basta. Llegó la hora de pensar a Octavio Paz en su complejidad, sin anteojeras. No quiero decir que tal reiteración sea única (no pocas veces me tocó disentir con él en otras lecturas). Pero, siento que le debemos considerarlo íntegramente, desde nuestra propia perspectiva sí, pero en toda su múltiple riqueza. Así, empezó a ocurrir, donde algunos no lo hubieran esperado: intelectuales cubanos impulsaron un seminario de análisis a fondo para la entera obra de Paz.


Y hay más. En El lugar de la prueba, 50 años después de aquel congreso antifascista, Octavio Paz sólo recuerda esto: “en fin, y ante todo, el trato con los soldados, los campesinos, los obreros, los maestros de escuela, los periodistas, los muchachos y las muchachas, los viejos y las viejas. Con ellos y por ellos aprendí que la palabra fraternidad no es menos preciosa que la palabra libertad: es el pan de los hombres, el pan compartido. Esto que digo no es una figura literaria. Una noche tuve que refugiarme con algunos amigos en una aldea vecina a Valencia mientras la aviación enemiga, detenida por las baterías antiaéreas, descargaba sus bombas en la carretera. El campesino que nos dio albergue, al enterarse de que yo venía de México, un país que ayudaba a los republicanos, salió a su huerta a pesar del bombardeo, cortó un melón y, con un pedazo de pan y un jarro de vino, lo compartió con nosotros.”


¿Alguien capaz de expresar eso no merece que volvamos a pensarlo más a fondo? Sí, ya sé que no era fácil. Que era incómodo, intelectual, disidente, complicado. Pero, ¿es que no se trata justamente de eso? ¿No se trata de seguir soñando un mundo con más libertad y más justicia, con más justicia y libertad?


Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista.