“¿Qué puedo decir a todos estos cocoteros?”, afirma
claramente en su veraz Diario íntimo. Y más adelante: “Debemos tenerlo todo. No
puedo conquistarlo todo, pero quiero hacerlo. Permitidme recobrar aliento y
gritar una vez más, ¡Gástate, gástate nuevamente! ¡Corre hasta quedar sin
aliento y morir locamente! Prudencia..., ¡cómo me aburres con tus interminables
bostezos!”
El, francés de París, honesto corredor de Bolsa, estimado
por sus superiores, casado con una austera luterana, padre de varios hijos, iba
a dejarlo todo. Todo, por completo. (“Quiero ir con los salvajes”, dijo a su
amigo, el pintor Georges Daniel de Monfreid, con cuyo respaldo siempre contó.)
¿Qué influencia no habrán tenido en ello su admirada abuela anarquista, Flora
Tristán, o su infancia asombrada en la para él exótica Lima, “ese delicioso
país donde nunca llueve”, o la muerte de su padre, Clovis Gauguin, que sufrió
un colapso cuando desembarcó en Puerto Hambre, sobre el Estrecho de Magallanes,
según denunció su hijo Paul, a consecuencia de la afrenta de un capitán?
Imagino, a la vez, lo difícil que habrá sido ser hijo de
Paul Gauguin. Quizá por eso, uno de ellos, Émile, llegó a afirmar, refiriéndose
al aire de leyenda con que se rodeó a su padre: “Es un lindo cuento. Es una
pena contradecirlo. Pero, ¡ay!, no es verdad”.
Lo cierto es que Paul Gauguin, que por algo se diría
descendiente, por línea materna, “de un Borgia de Aragón, virrey del Perú”,
dejó Francia un día hacia Tahití para convertirse en un mito: el pintor de las
islas y de las gentes maoríes, el visionario del color en vivo, ese rebelde
irreparable que percibió en forma tan clara el genial dramaturgo sueco August
Strindberg, al contestar negativamente la carta donde el pintor le pedía un
prólogo: “¿Qué es él, pues? Es Gauguin, el salvaje, que odia a una civilización
sollozante, una especie de titán que, celoso del Creador, hace en sus horas de
ocio su propia pequeña creación; la criatura que despedaza sus juguetes para
hacer otros con ellos, que abjura y desafía, prefiriendo ver los cielos rojos
antes que verlos azules con la multitud”.
Pero “las islas pierden al hombre”, como bien lo cantó el
poeta brasileño Carlos Drummond de Andrade. Ni Tahití (donde vive tras su
primer y segundo viajes), ni las Marquesas (adonde se establece
definitivamente, por tercera vez, en su Casa de Placer) eran ya el Paraíso Perdido.
Ahí habían llegado también los gendarmes, los funcionarios, la prepotencia, la
desidia, la injusticia, el prejuicio, la torpeza, la ignorancia, para cebarse
en los restos de la maravillosa raza vencida (“Una excelsa moralidad, como se
ve”, protesta Gauguin, en un largo escrito, ante inspectores de paso). Además,
no es fácil dejar atrás años y años, siglos y siglos, de familia y de historia,
de costumbres y manías, que pesan sobre los hombros y en el corazón. Todo eso
trae angustia, dolor, desazón. Pero horas de segura, precisa exaltación, y de
fecunda labor creadora llegarían, también.
“Como veis, mi vida ha estado llena de altibajos y
agitaciones. En mí hay muchas mezclas extrañas. Un rudo marino: ¡así sea! Pero
también hay raza allí, o más bien dos razas.” Quizá por eso, su arte es también
el canto final por una raza pura, noble, fuerte, generosa e infeliz, que fue
sentenciada a perecer: la maorí. Pero, ¿por qué no también un símbolo de
nuestra propia civilización? ¿Y aun de las que la precedieron y de las que
vendrán?
Como lo prueban sus cuadros, su diario, sus libros
(especialmente el bellísimo, inefable Noa noa, donde se refleja el
deslumbramiento experimentado al descubrir Tahití), todos esos mensajes
dirigidos al mundo que había rechazado, abandonándolo, Paul Gauguin quizá no
haya logrado desgajarse nunca del todo. (Por otra parte, y como suele ocurrir,
¿no estarían muchos de los males que maldecía dentro de sí mismo, como esos
“sutiles y finísimos venenos” de que nos habla Juan L. Ortiz?) De alguna
manera, Gauguin seguía recordando a sus semejantes “civilizados”, de alguna
manera pintaba y escribía para ellos, quejándose y hasta despreciándolos, sí,
pero también pensando en volver.
Monfreid, el amigo fiel, disuadió al parecer a Gauguin de
regresar de las Marquesas en sus últimos días, cuando la enfermedad y el
atropello (acababan de condenarlo por defender a un maorí contra un gendarme
inicuo) culminaban su tarea. “Ya no pintaré más...”, llegó a afirmar entonces,
“la pintura ya no puede hacerme vivir”. “¡Padre mío!”, exclamó, “aleja de mí
este cáliz”.
Y Victor Segalen, que pudo asistir al miserable remate de
los pocos bienes y las muchas obras de arte dejadas por Gauguin después de su
muerte, al descubrir el insólito tema del último cuadro, sin firmar aún, casi
inconcluso, que pudo adquirir en la irrisoria suma de siete francos, expresaba
su asombro con estas palabras: “¿Era esto lo que el pintor moribundo recreaba
con nostalgia? Bajo los soles de todos los días, el animador de los dioses
cálidos veía un pueblito bretón bajo la nieve...”
Porque algo había ido cambiando en él, definitivamente. Y
algo había hecho cambiar también, él, en sus semejantes. Sus cuadros contenían
la gracia subyugante y candorosa que deseara, sus colores hablaban hondo, en alta
voz. Y hasta sus escritos, sus palabras de pintor, iban derecho al corazón.
Allí, en toda esa belleza, estaba infusa la magia, la pasión, el encanto, la
vida palpitante que había querido aferrar y poseer.
Paul Gauguin iba a llegar por fin a ser él mismo, indeleble
en su pintura indeleble, a costa de sí mismo, saliendo de la leyenda y
haciéndose arte activo, imperecedero y para todos. Porque, como él fue capaz de
expresar con lúcida certeza: “...Hay muchas cosas que decir, y deben ser
dichas”.
* Poeta, traductor y ensayista
argentino.