Un fantasma recorre
México. Un fantasma que en realidad son muchos, demasiados. Sólo desde 2006, no
menos de 10.000 desaparecidos y más de 120.000 asesinados. En los 2 años que
lleva de presidente el neoliberal Peña Nieto (del largamente hegemónico PRI),
ya van 7.000 desapariciones forzadas. Es el trágico balance, trágicamente
provisorio, de la histórica corrupción político-institucional que se ha
ensamblado ahora nada menos que con las sanguinarias bandas del narcotráfico.
Pero una gota más que densa ha
derramado el vaso de sangre que está apurando el pueblo hermano. Y a partir de
la noche del 26 de septiembre, con la ignominiosa desaparición y muy probable
masacre de 43 jóvenes normalistas agrarios en Ayotzinapa, la sociedad mexicana ha
recuperado lo mejor de su legendaria tradición de rebeldía, y a lo largo y ancho
del país continúa expresando masiva y pacíficamente sus más que justos reclamos
de verdad y justicia.
Y para nosotros, los argentinos, que
tanto sufrimos crímenes similares, con la duplicada emoción de que reaparezcan
allí, espontáneamente, algunas de nuestras históricas consignas: “Con vida los
llevaron, con vida los queremos”. Y con el honor de que sea nuestro muy digno
Equipo Argentino de Antropología Forense (que acaba de firmar un convenio
semejante con Vietnam), quien se encuentra trabajando arduamente y ha
identificado ya los restos quemados de uno de los estudiantes desaparecidos.
En semejante contexto, la alegría de
que Argentina fuera por segunda vez “invitada de honor” a la célebre Feria
Internacional del Libro de Guadalajara, la mayor de nuestro idioma, no dejó de
producirme cierta leve aprensión. ¿Cómo podríamos hacer convivir nuestra justificada
euforia con el hondo, desgarrado dolor que sentimos como hermanos de la patria
grande?
Aprensión que pronto fue desechada. Ya en la
prolongada ceremonia de inauguración, entre casi una decena de discursos, y
dejando aparte el memorable texto final de ese gran intelectual que es el italiano
Claudio Magris, galardonado en la ocasión (y con quien coincidimos tanto en La Habana como en su Trieste
natal), el discurso más claro y vehemente me pareció el de nuestro canciller
Héctor Timmerman, que no sólo recordó a los pueblos originarios sino también la
estrecha, profunda, dolorosa relación que ligaba a nuestros desaparecidos con
los del hermano país azteca. (Sin olvidar a los fondos buitre.)
Y ya el primer día surgió de nuestra
delegación un manifiesto de solidaridad fraternal con el agredido pueblo mexicano,
resaltando la relación con nuestra propia historia, que muchos firmamos y que,
me temo, no alcanzó tal vez la debida difusión ni aquí ni allá. Solidaridad que
se volvió a poner de manifiesto en no pocas intervenciones de nuestra
delegación. Invitado por la
Feria a abrir su Salón de la Poesía, me descubrí susurrando
al concluir, no sin respetuosa emoción: “Yo también soy Ayotzinapa”.
Pero
nada fue tan conmovedor como el comienzo de aquella mesa dedicada a la estrecha
relación de nuestro Juan Gelman con los derechos humanos, cuando su viuda Mara
Lamadrid, su nieta recuperada Macarena Gelman y su gran amigo Horacio Verbitsky
no sólo alzaron ambas banderas sino también 43 fotos de otros estudiantes
argentinos, desaparecidos del Colegio Nacional de Buenos Aires.
Estamos seguros de que esta
extraordinaria lucha del pueblo mexicano continuará. Y que, como los
“indignados” españoles, ante la desidia, corrupción y cinismo de sus partidos,
incluso los supuestamente progresistas, será capaz de crear y aún de enarbolar
una nueva fuerza política que pueda llevar sus ideas a la acción.
Porque quizá no todo está perdido. Allí
está, por ejemplo, Cuauhtémoc Cárdenas (hijo del justicieramente legendario
presidente Lázaro Cárdenas, figura ejemplar), que en 1989 abandonó el Partido
Revolucionario Institucional (PRI) para fundar una fuerza destinada a
regenerarse y renovar las viejas banderas, el Partido de la Revolución Democrática
(PRD). El mismo partido al cual acaba de renunciar también ahora, justamente indignado
no sólo por su corrupción y complicidad, sino porque (¡cosa terrible!) era suyo
el alcalde de Iguala, responsable directo de las masacres de Ayotzinapa, de
quien acaba de saberse que no sólo todos sus policías municipales estaban
“aprobados”, sino que se rodeaba además de casi 100 parapoliciales,
Y allí está también Andrés Manuel
López Obrador, a quien le fue robada la presidencia ganada en elecciones y que
ya hace 2 años había renunciado al PRD para fundar su Morena (Movimiento de
Renovación Nacional).
Pero la verdad está ahora en la
calle, Y a la vista de todos. Y nada volverá a ser lo mismo. Sólo el pueblo
mexicano salvará al pueblo mexicano. Porque todos somos, qué duda cabe,
Ayotzinapa.
¿Alguien
podría siquiera imaginar que Borges no conserve los derechos de autor sobre sus
traducciones de Las palmeras salvajes,
de William Faulkner, u Orlando de
Virginia Woolf? ¿O que a Cortázar le ocurra otro tanto con sus versiones de Memorias de Adriano, de Marguerite
Yourcenar, o las obras completas de Poe? Pues bien, esos nombres y títulos son
sólo el atisbo de un elenco tan amplio que resulta legión.
En el mismo país
donde nacieron las primeras traducciones a nuestro idioma de El Capital de Marx (Juan B. Justo), de
las obras completas de Freud (Ludovico Rosenthal), del Ulises de Joyce (J. Salas Subirats) o de los heterónimos de
Fernando Pessoa, por citar sólo algunas, se persiste en redoblar una flagrante
injusticia: los traductores argentinos no pueden mantener ni ejercer sus más
que legítimos derechos de autor. Y sin embargo es en gran medida merced a la
exigente, esforzada y modesta labor de sus traductores que la cultura (y en consecuencia
la entera vida social) argentina ha logrado forjarse, sostenerse –incluso en
las peores circunstancias--, consolidarse y trascender, no sólo más allá de sus
fronteras sino en los dominios y alcances más inesperados.
El 16 de septiembre
del año pasado un grupo de ellos logró dar comienzo a una gesta: varios
diputados presentaron al Parlamento un digno Proyecto de Ley de Traducción Autoral
en Argentina (exp. 6534-D-2013). Un proyecto que llevó un largo trabajo en
equipo. Y que de inmediato conquistó, como era de esperar, la más amplia
adhesión: local, regional e internacional. Desde los iniciales Juan Gelman o
Ricardo Piglia, hasta las intervenciones concretas de Teresa Parodi y Horacio
González.
Ahora sólo faltan
ocho meses para que se repare o se reitere tan grave anomalía. Es el plazo para
que las comisiones de legislación general y de cultura de la Cámara de Diputados se
decidan a avanzar por fin en el tratamiento del valioso proyecto, que de otro
modo pierde estado parlamentario.
Me parece muy justo
que aquí se reconozcan también, como ya ocurre en casi todo el ámbito del idioma,
los innegables derechos de autor que corresponden a los traductores, hasta hoy
burdamente ignorados. La traducción de la gran literatura, de la literatura
entendida como arte, constituye sin duda una creación literaria. Y una forma de
creación quizá más ardua y arriesgada que la propia creación personal. Porque
le agrega, si se es honrado, una nueva exigencia: respetar al otro.
Nada menos que Walter
Benjamin, con su tocante inteligencia, dedicó al tema un texto clave: La tarea del traductor. Y George Steiner
por lo menos dos amplios, fecundos, bellos libros: Después de Babel y Antígonas.
Sin olvidar que fue el brasileñísimo Haroldo de Campos quien supo percibir que,
en lugar de denominarla “transcripción”, deberíamos llamarla “transcreación”.
Cuando
cedimos ciegamente el control de nuestras legendarias grandes editoriales, los
argentinos no sólo sufrimos una lesión económica. Perdimos también nuestro
derecho a ejercer, difundir y consumir nuestra propia tonalidad de la lengua,
nuestra propia densidad, nuestro propio timbre. Con el cual se habían formado
generaciones y generaciones de escritores españoles y latinoamericanos, como
bien lo hizo notar Juan José Saer al rendir merecido homenaje, en su último
libro: Trabajos (2005), titulando
todo un capítulo J. Salas Subirats,
autor de la primera versión del Ulises.
Y fue justamente recordando a Borges, quien una tarde de 1967 en Santa Fe la
consideró “muy mala”, que el joven Saer se animó a replicarle: “Puede ser, pero
si es así, entonces el señor Salas Subirats es el más grande escritor de lengua
castellana.” Lo que implica claramente, con su habitual limpidez, que un buen
traductor es sin duda un autor.
Esta historia no comienza con esas líneas perdidas,
casi tangenciales, de aquel libro inicialmente por encargo que él supo convertir
en texto clave para cualquier argentino honrado: “El río sin orillas”,
donde Juan José Saer (1937-2005) alude de sopetón, como al pasar, a cierto
sauce que visitaba en forma asidua, a orillas del Sena, en una esquina detrás
de Nôtre Dame. Para entonces ya lo habíamos perdido, recientemente, y esa
fidelidad suya a orígenes que me fue dado compartir, esa inesperada presencia
tan activa del árbol que más ama el agua me conmovió superando, con mucho, los
alcances del concepto metáfora.
Nacido en la pequeña
Serodino, de inmigrantes sirios (a los que precisamente dedica “Un río sin
orillas”), la llegada del niño Saer a la ciudad de Santa Fe se me hace como
la de aquellos jóvenes protagonistas campesinos de Cesare Pavese (él mismo nacido
en la casi aldea de Santo Stefano Belbo) que imaginaban rutilante a Turín. Pero
la ciudad de Santa Fe está implantada en eso que llamamos Litoral, mucho más
que región un mundo de aguas y aguas que se entrecruzan a orillas de las
enormes “aguas varonas” del río Paraná, al que da la cara desde enfrente
otra capital homónima, la de Entre Ríos. Pero todo ese mundo de aguas, de luz,
de verdes, donde el sauce se inclina para mojar las hojas de sus largas ramas
en la eterna corriente, constituye un universo de peculiares intensidades y
fecundos matices, al cual sin duda alude, en absoluto retóricamente, el primer
título de Saer: “En la zona”.
No menos hijo de
inmigrantes, nacido porteño pero ya desde niño orgánicamente compelido a
conocer la mayor parte del país en que me habían hecho nacer, llegué a esos
lares de la mano de otro santafesino, Paco Urondo, algo mayor que yo y con el
cual compartíamos entonces una intensa amistad, y también la aventura de una
singular revista de vanguardia: “poesía buenos aires”. Así me tocó conocer
a Hugo Gola, a un casi niño y ya algo rezongón Juan José Saer y, cruzando en
los lanchones el ancho lomo del Paraná, descubrir en su Paraná del otro lado al
inefable Juan L. Ortiz, mucho más que el poeta de esas aguas, de esos ríos, la
prueba viviente de aquello con que nos emocionaba Tristan Tzara: “hacer de la
poesía una manera de vivir”.
El sauce entonces, bellamente emblemático, de tan
tierna y discreta y límpida grandeza, bien podía encarnar como símbolo, como
mito, sin duda a todo eso. Y permítanme recaer en la irremisible obviedad: “En
el aura del sauce” bautizó nada menos que Juan L. Ortiz, a la primera
edición de su poesía completa.
Aquel sucinto apunte de Saer, entonces, ese indicio de lo que para él
significaba, de infancia a infancia, de lo que para su ser más profundo
investía ese sauce que descubrió inclinando, o más bien derramando sobre el
Sena su cabellera verde, me llevó a buscarlo, a buscarlos: a él y a ese prójimo
árbol, durante el primer viaje que me
tocó hacer a París, con la irrefrenable ansiedad de imaginarme compartiendo
todavía con él algo tan inefable como hondo. Y cuando lo encontré exactamente donde dijo, detrás de Nôtre Dame,
y lo descubrí tan alto y amplio y bello, con su verde cabellera bien hundida en
el Sena, casi pierdo el avión porque no podía despegarme del bistró Esmeralda,
que le está haciendo esquina, como si la sombra del querido Juani fuera a venir
a encontrarme, caminando por la vereda de enfrente, hacia el sauce, junto a las
rejas del jardín posterior que continúan el enorme paredón gris de Nôtre Dame,
buscando aquella luz de infancia que nos dio, hasta a mí, porteño claro, el
Litoral. ¿O es que el Mar Dulce, el río sin orillas, el Río de la Plata, no se
hace mezclando al Paraná y al Uruguay? Donde los sauces brillan en su luz que
canta.
Pero esta historia como
suele ocurrir no concluyó así. Uno o dos años después, otra vez en París, lo
primero que se me ocurrió fue ir a reencontrarme con el sauce de Saer sobre el
Sena. Llegué al bistró Esmeralda, miré hacia donde había estado, y sólo
encontré el vacío. De inmediato sentí el dolor de una ardiente injusticia, de
una infamia ultrajante. Al balbuceo entrecortado de mis preguntas, nadie supo
responder con alguna exactitud. No sé entonces si el culpable fue la
acostumbrada desidia municipal o la supuesta razón científica. Sólo sé que el
ancho muñón liso como de guillotina donde había estado el bello árbol, que yo
vi y fotografié pleno de vida, desbordante de vida, era enmarcado por el mismo
cielo donde París había permitido erigirse al único rascacielos que, por ahora,
ofende su perspectiva. Los dioses ciegan a los que quieren perder. Y la luz de
ese sauce sólo intenta cantar ahora en ciertas líneas de poesía y en algunos
testimonios fotográficos.
Para consolarme, quizás,
me dijeron que los sauces reviven, rebrotan, aún de esos muñones burdamente
talados. Confiemos entonces, consolémonos, con otra luz, no menos inefable y no
menos orgánica: la de la resiliencia. O que acaso, también, ¿por qué no?, hasta
los burócratas replanten sauces jóvenes. Así sea.
* Poeta, traductor, ensayista.
16.11.14
Representarán
al país
3
POETAS ARGENTINOS SELECCIONADOS POR LA FERIA DE GUADALAJARA 2014
Tres poetas argentinos, Diana
Bellessi, María Negroni y Rodolfo Alonso han sido especialmente seleccionados
por la Feria Internacional
del Libro de Guadalajara 2014 para representar al país en su renombrado “Salón
de la Poesía”,
de carácter exclusivo y alcance universal.
Cada uno de ellos
realizará una sesión individual de presentación y lectura de sus poemas, previa
introducción a cargo de otro escritor destacado.
Como se recordará,
este año Argentina es el país invitado de honor a la Feria.
“El Salón de la Poesía fue creado por la FIL Guadalajara en 2008, con la
finalidad de dar mayor realce a la poesía dentro de su programa literario. El
público tiene la oportunidad de escuchar de voz de los propios autores una
selección de sus poemas preferidos.
“Se trata de
encuentros que buscan conectar al público con los escritores que dieron origen
a textos inolvidables y que permiten conocer el matiz exacto de cada verso,
esos imperceptibles giros del lenguaje que hacen la diferencia entre simples
palabras y frases que cobran vida y quitan el aliento.”
(Uno) Su amistad con Brasil
es una de las páginas más expresivas de su biografía. ¿En ella se profundiza su
ancestralidad ibérica, como si Brasil y Argentina reivindicasen un estrecho
parentesco, no siempre declarado?
Como a todo lo largo de mi vida, las
cosas simplemente me ocurren, nunca son fruto de un plan o de un proyecto. Yo
me descubrí profundamente ligado con Brasil desde que tengo memoria, desde mis
primeros años.
La contagiosa personalidad y diversidad
de la vida cultural y social del pueblo brasileño, la sensualidad expresiva de
su lenguaje y de su música, me sedujeron pronto. De hecho, los primeros poetas
que traduje fueron los grandes modernistas brasileños. Y a pesar de mi innata
timidez trabé amistad con Carlos Drummond de Andrade y Murilo Mendes, que me hicieron llegar sus libros y sus cartas.
Y ese fue sólo el comienzo.
Desde entonces hasta hoy, traduje y
difundí la gran literatura brasileña en castellano. Y conocí Brasil, invitado a
Bahía, Curitiba, Passo Fundo, Brasilia, Belo Horizonte, Ouro Prêto, Rio. Y
experimenté, así. la maravillosa sensación de sentirme al fin inmerso en ese
planeta vivo que es Brasil.
Sólo mucho más tarde intuí a qué podía
deberse acaso todo eso. De padres gallegos e infancia bilingüe, el primero de
los míos nacido en Buenos Aires, si tuve algún don fue el de lenguas, el de
oído. Nunca necesité aprender portugués. Quizá en mi sangre venían aquellos
trovadores que cantaban en galaico-portugués mucho antes de que existieran las
naciones.
En 1984, tras la dictadura, me tocó
asistir emocionado al primer encuentro de los presidentes Sarney y Alfonsín
donde se cimentó el Mercosur, reuniendo a Argentina con Brasil. Tan sólidamente
que son ahora motor de la
Unasur, entre las nuevas democracias soberanas de
nuestro continente, unidas como nunca y como nunca atentas cada una a su propia
identidad, a su propio camino dentro del destino general, en su gran mayoría
ampliando las libertades constitucionales y los derechos humanos con la
inclusión popular y la justicia social. Me alegra mucho eso.
(Dos) ¿Como primer traductor
de Fernando Pessoa en América Latina, ya daba muestras de cuál iba a ser su
carta de navegación?
Deben
haber sido, supongo, mis primeras traducciones de grandes poetas brasileños lo
que hizo que, siendo tan joven, me pidieran seleccionar y traducir a Pessoa
cuando aún era casi desconocido, incluso en Portugal. Ese mismo año me
encargaron la poesía completa de Cesare Pavese. Y una novela de Marguerite
Duras. Y al año siguiente una amplia antología de Ungaretti. Con sólo eso, de
entrada, era evidente (aunque no lo supiera) que mi destino ya estaba fijado.
Escribir, y también traducir poesía. Que muy probablemente es otra forma de
escribirla, ¿no?.
(Tres) Otra marca de su
trayectoria fue la revista de vanguardia “Poesía Buenos Aires”. ¿Más allá del
gran papel desempeñaado por el grupo, qué subsiste en su poesía?
Como
dije estas cosas me ocurrieron, jamás me las propuse. Introvertido y tímido, a
mitad de la enseñanza secundaria, la noche antes de cumplir mis 17 años me descubrí
convertido en el más joven de la revista
“Poesía Buenos Aires”. Fueron años fecundos y veloces, de entrega y
crecimiento.
En
un clima de humor, nada solemne, a lo largo de una década 30 números de una
revista de vanguardia hecha por jóvenes unieron creación, traducción y
reflexión alrededor de la poesía. Y se dijo que cambiaron la forma de vivir y escribir
poesía, no sólo en la Argentina
sino aún más allá.
Fraternidad
y exigencia, fue lo que sentí me planteaban desde un inicio. Y es lo que siento
me acompañó hasta aquí. Uno era admitido con absoluta libertad, entre bromas y
risas, pero la poesía es una cosa seria.
(Cuatro) Su amistad con
Aldo Pellegrini y todo un régimen de planos y desafíos estéticos que lo llevaría
a los poetas franceses e italianos, ¿permanecen encendidos, como se puede ver
en su libro “Defensa de la Poesía”?
Al mismo tiempo que me integraba en
“Poesía Buenos Aires”, fraternicé con los surrealistas. Entre ellos, Aldo Pellegrini,
figura central, pionero del surrealismo fuera de Europa y en América Latina,
fue muy generoso conmigo. Él me propuso, muy joven, seleccionar y traducir nada
menos que a Pessoa y a Ungaretti.
Pero el contacto, como experiencia
viva, no apenas literaria, con los grandes de la poesía francesa (especialmente
surrealistas) o italiana, junto con lo que bebía en lengua portuguesa, sobre
todo en Brasil pero también en Portugal, surgían tanto de una como de otra
fuente. Y muchas veces eran descubrimientos personales, que se compartían como
una novedad alborozada.
(Cinco) Cito al azar
algunos poetas brasileños que tradujo: Manuel Bandeira, Dante Milano, Cecilia
Meireles, Murilo Mendes, Alphonsus Schmidt, João Cabral, Drummond de Andrade.
¿Su taller de traducción, abierto en todos esos años, continúa activo para
nuestra parte del mundo?
También
traduje a João Guimarães Rosa y a Mário de Andrade (tarea nada fácil). A
Machado de Assis y Olavo Bilac. O a Anibal M. Machado. Y a Clarice Lispector o
Vinicius. Y ese manantial no está cerrado. Todo lo contrario. Editorial Alción
me publicó hace poco dos antologías: “Poesía escogida”, de Drummond, y “La
poesía sopla donde quiere”, de Murilo, en las que cumplo un viejo sueño: reunir
todo lo que traduje de cada uno. Pero Brasil no me abandona. No puede. Y yo
tampoco puedo abandonarlo. De modo que seguiré incurriendo en traducción.
(Seis) Me gustaría
oírlo sobre Juan Gelman, su gran “compañero de viaje”, para usar la expresión
cara a Alceu Amoroso Lima.
Juan
Gelman, pocos años mayor que yo, me acercó su primer libro cuando ya me habían
publicado un par de títulos. Al comienzo no fuimos tan asiduos, nuestras vidas
no siempre se cruzaron. Todo cambió a partir de nuestro reencuentro, a medidos
de 1994, en el caudaloso Festival Internacional de Poesía de Medellín.
Recuerdo
que Juan me invitó casi secretamente a su hotel, donde me dedicó el bello
“Dibaxu”, recién aparecido. A partir de allí, gracias a su desmedida
generosidad, nos descubrimos muy unidos. Juan era un gran poeta, justamente celebrado,
capaz de seguir jugándose en cada nuevo libro, sin decaer en retórica alguna de
sí mismo. Y, algo tanto más extraordinario, absolutamente exento de cualquier
vanidad y devoto servidor de la poesía (“La Señora”, como solía aludirla.) Y al mismo tiempo,
no menos devoto servidor de la amistad, dueño de una amplia y fraternal
acogida, de una cálida hospitalidad de brazos siempre abiertos.
(Siete) Su obra poética se
constituye casi en un plano goetheano, atento a la filología de la “Weltliteratur”, en sintonía con las
lenguas del mundo y de nuestro tiempo. ¿Cuáles serían sus próximos pasos?
No
lo sé. Yo me dejo llevar. Siempre lo he hecho. Jamás hago proyectos. La poesía
me ocurre, insisto. Y al mismo tiempo estoy siempre rodeado de trabajo. Reviso
un nuevo libro con mis poemas de los últimos años: “A flor de labios”. Y trato
de ordenar, para volúmenes colectivos, la totalidad de mis libros de poesía.
(Me cuesta decir “poesía completa”. Me suena a oximoron.) Sólo se editó hasta
ahora un volumen que reúne mis 6 primeros libros, de extrema juventud: “A favor
del viento”.
Y
espero que aparezcan, junto con libros propios, nuevas traducciones en
Argentina, México, Venezuela, Cuba (Éluard, Pessoa y otros, Dino Campana, Mário
de Andrade, Celan y otros poetas alemanes de posguerra, Jacques Prévert,
Guimarães Rosa y otros). Dirijo una nueva colección, “La
Gran Poesía”, para Eduvim (Editorial
Universitaria Villa María). Siempre bilingües, ya salieron mis versiones de
Baudelaire y Dino Campana, y preparan Guillaume Apollinaire. Por supuesto que
irán poetas brasileños.
Tuve
la suerte de ser editado, en Argentina y en más de una decena de países. Pero
muy poco en la España
posmoderna, nada en Portugal y sólo una vez en mi amado Brasil. Allí espera
editor mi reciente: “Poemas pendientes”, con conmovedora introducción de mi
viejo y querido amigo Lêdo Ivo, y espléndidamente traducido por Anderson Braga
Horta.
Pero
sólo debería dar las gracias. Busquemos primero ser dignos del don de la
poesía, y todo lo demás nos será dado por añadidura..
Publicada
originalmente en portugués en el nº 77 de la “Revista Brasileira”
de la Academia Brasileña
de Letras, Rio de Janeiro, diciembre de 2013, pgs. 9 a 13.
Primero me pareció de no creer, casi imposible sólo atreverme a imaginarlo, y cerré y guardé el libro de inmediato, avergonzado de mí mismo. Pero fui y busqué el otro. Lo abrí. Era evidente. No podía creerlo.
Después, tan intrigado como para volver a cerciorarme, los fui a buscar de nuevo, juntos. Los hojeé. Y allí estaba, imposible negarlo. La frase, las palabras y los signos exactos que componían esa frase están allí, prácticamente idénticos. En ambos libros.
Me quedé confundido. En semejante autor eso no podía ser un ardid ni una minucia, ni mucho menos un simplísimo error. Eso a cualquiera iba a pasarle, pero no a El.
Presa de cierto pánico, me arrojé desconfiado pero ansioso a las aguas insondables de la memoria digital, para indagar en esos archivos confusos e infinitos alguna prueba, algún testimonio, algún otro. Algún otro que también se hubiera dado cuenta. Pero no, no había nada. Y tuve que aceptar lo ya evidente: una y otra frase son exactamente iguales.
Se me ocurrió buscar en la primera edición de sus obras completas, que conservo con su firma insegura, de ciego. Si había sido un desliz, allí podría haberlo subsanado. No fue así. Todo seguía igual. Y el hecho resultaba, pues, flagrante. Tan flagrante como impenetrable, en su enceguecedora nitidez.
Porque se trataba de Borges, ese escritor que ejerce el adjetivo como el torero su estocada final. Un escritor en cuya entera obra casi no se repite una palabra. Una obra que congenia exquisita modestia con la exigencia más altiva.
Pero aquí están las pruebas. Y tenía que ser en el justamente memorable cuento “El Sur”, que cierra a toda orquesta ese libro, Ficciones, donde empezó a consolidar su nombre. En la segunda parte que subtituló (precisamente) “Artificios” y fechó en 1944, puede leerse lo siguiente: “Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia”.
Es bello, es preciso, es justo, es tocante. Pero veamos.
No mucho tiempo después –nada menos que en El aleph, libro que como es sabido apareció originalmente en 1949, pero en uno de los cuatro cuentos que le agregó según su Posdata de 1952–, puede leerse en el relato “El hombre en el umbral”, esta otra frase que su personaje Pierre Ménard (¡quien crea el Quijote como por primera vez!) bien pudiera haber reclamado como suya, pero que mi flaca memoria insiste en reiterar del todo semejante a la primera: “Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia”.
¿Qué hacer frente a eso, frente a una cosa así? ¿Yo, descubrirlo en eso, a El? Y peor aún: ¿quién iba a creer que Borges se había copiado literalmente a sí mismo, que había repetido en dos cuentos de temas y asuntos diferentes, casi letra por letra, signo por signo, la misma frase similar? ¿Quién podía imaginar que El, nada menos que Borges, no había hecho de esa repetición una trampa para incautos sino que, directamente, o se le había escapado o tanto le gustó que fue a sabiendas?
Por si fuera poco, además de ese autocitarse, ¡repetirse!, en ambos cuentos también son similares, aunque no ya tan idénticas, las frases precedentes. Donde se cambia de situación y de contexto, pero el protagonista sigue siendo básicamente el mismo. Y hasta con idéntica, o casi idéntica función.
Dice en “El Sur”: “En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo”. Y dice en “El hombre en el umbral”: “A mis pies, inmóvil como una cosa, se acurrucaba en el umbral un hombre muy viejo”. Sólo que aquí intercala, antes de la frase que vimos reiterada en ambos casos, esto acaso imprescindible: “Diré cómo era, porque es parte esencial de la historia”. Lo cual agrava el hecho. O insisto, me parece, puede ser: también lo embebe de ironía.
Nunca sabremos con exactitud, del todo, a ciencia cierta, qué lo movió a El a esa jugada. Nunca sabremos si no se dio cuenta (cosa impensable, aterradora) o, como todo pareciera indicar, lo hizo adrede, a propósito. ¿Y entonces, Borges, estoy diciendo Borges, no tuvo otro remedio que recurrir a la reiteración porque sintió que era el momento justo para hacerlo, que precisamente esas palabras debían estar de nuevo allí?
¿O acaso fue el justo momento el que le demandó, a El, que era eso lo que debía insertarse en ese punto? ¿Lo que correspondía, ahí? ¿Se le puede haber escapado, a El, algo como eso? ¿Lo hizo ex profeso? ¿Quiso demostrarnos que lo de Pierre Ménard seguía siendo, como siempre lo fue, nunca una burla ni una zancadilla sino una demostración, una evidencia?
¡Maten a Borges!, dicen que les gritó Gombrowicz a sus escasos seguidores locales, cuando logró escapar, después de décadas, de su empantanamiento en Buenos Aires, proa a la Europa que iba también a consagrarlo.
¿Maten a Borges? Probablemente una metáfora, una alusión, un símbolo. De cualquier modo, estoy seguro, ni soy yo ni esta leve digresión quien va a lograrlo.
Pero se lee en “El Sur”: “En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia”.
Y al leer “El hombre en el umbral” ineludiblemente El también dice: “A mis pies, inmóvil como una cosa, se acurrucaba en el umbral un hombre muy viejo. Diré cómo era, porque es parte esencial de la historia. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia”.
El mismo caso de que ambos libros sean de escritura consecutiva en pocos años, de 1944 a 1952, primero uno, después el otro, no resuelve el asunto. Es más, lo agrava. Si la reiteración se hizo a propósito, el mismo hecho de ubicarla en su obra inmediata ostenta la honestidad de ofrecernos una pista, demostraría la inocencia con que lo hizo.
Pero también nos deja, al hacerlo, lo nunca imaginado: que El no llegó a darse cuenta. Que no lo percibió, cosa inaudita. ¿Y no se dio cuenta, si así fue, a lo largo de toda su vida? ¿Y en cada reedición de dichos libros? ¿Y en sus obras completas? ¿Reeditadas una y otra vez? No, si lo hizo, lo hizo a sabiendas. Y si no se dio cuenta, peor aún.
¿Matar a Borges? Díganle a Pierre Ménard.
* Poeta, traductor, ensayista.
CON LUIS CERNUDA AÚN,
A 50 AÑOS DE SU MUERTE
Por
Rodolfo Alonso *
En
la tómbola incierta de las conmemoraciones, parece haberle tocado ahora –inesperadamente--
al más secreto y hondo de los poetas andaluces. Siempre discreto y reservado,
siempre fino y distante, Luis Cernuda (1902-1963) supo combatir por la República y pagar con su
exilio interminable en el México fiel, donde encontró la tumba, un 5 de
noviembre de hace medio siglo. Estruendosamente silenciado entre sus
compatriotas, nunca dejó de responder con altivo desdén y finísima ironía al
ninguneo absoluto con el que fue afligido.
Quizá por eso, dedicó uno de sus
poemas memorables (“con unas violetas”) al más ácido y mordaz crítico de la
sociedad española, el agudo cronista Mariano José de Larra. Ese mismo texto que
comienza, tan bellamente, con una de las líneas indelebles del poeta Cernuda:
“Leves, mojadas, melodiosas.”
Cuando aún arreciaba sobre él aquel feroz
silencio, el 27 de octubre de 1968, se me escribió este poema, incluido más
tarde al comenzar mi libro ”Señora Vida”, de 1979, y que hoy me gustaría volver
a dedicarle, en estas nuevas circunstancias.
Es apenas un detalle que el 1º de julio se hayan cumplido veinte años de su muerte. O que con esa misma vida, desarreglada y bohemia si las hubo, llegara a alcanzar los noventa. Lo esencial va más allá. O, mejor dicho, más acá.
Porque a veces basta una línea, unas pocas palabras: “Miraba sin entusiasmo al hombre ancho y oscuro como si lo estuviera soñando así, construido con sustancia de tedio y absurdo”. Y es que cuando nos encontramos ante un escritor de raza, no es difícil descubrir un temple, un temblor, percibir en las palabras un sonido de fondo, un rumor más que expresivo, un retumbo de latir percibido por dentro: desde el cuerpo, en el cuerpo. Mucho más que habilidad o don, mucho más que los supuestos límites de un género: una experiencia encarnada de vida y de lenguaje.
Después de Faulkner y de Arlt y casi al mismo tiempo que Borges, ¿acaso antes que Borges?, el singular uruguayo Juan Carlos Onetti (1904-1994), con un pie en su Montevideo natal y otro en la Buenos Aires que nunca dejó de acunarlo, tal vez sin proponérselo, como emergencia natural, revela un dominio que se intuye propio, a la vez irremediable y leve, incierto y troquelado. Así como existe un envidiable mundo del Caribe, y otro cálidamente brasileño, en realidad varios mundos brasileños, siento que en la cultura latinoamericana hay una cuenca rioplatense, que a los porteños o entrerrianos nos hermana con el Uruguay, y que emite un clima, un matiz propio, al mismo tiempo preciso e impreciso, brumoso y nítido. Una huella, señales.
Pero que en un escritor se da en lenguaje. Quizás a algo así aludía certeramente el también uruguayo crítico Angel Rama cuando afirmó que, al leer a Onetti, se presentía un no muy lejano respirar de cuerpo dormido. Hay un aliento allí, un gran aliento, pero también una presencia orgánica, cálida y de fondo, barrosa –como el barro de los orígenes, oscuro y nutritivo– y oscuramente viva, inquieta y contagiosa. Si alguna vez me pregunté públicamente por qué no había un Juan L. Ortiz del Río de la Plata, ahora puedo intentar contestarme que tal vez no era posible para nosotros. Y que es en algunos narradores de raza donde esa poesía (por supuesto mucho más que un género) ha logrado asomarse. Y consumarse.
Sin resquicios para olvidar de qué estamos hablando: “un mundo hecho, administrado por hombrecitos imbéciles”, “un mundo normal y astuto”, leyendo a Onetti, comulgando en Onetti no es difícil percibir, como en los grandes, en la materia de su texto –que en tanto música del sentido es totalmente lírico– la plena irrupción de la palabra poética, precisa e irradiante: “entro en el temblor del cuerpo, amo la crueldad y la alegría”. Como bien dijo Paul Valéry, la prosa agota su valor de cambio. Y la poesía es aquello que, precisamente, no puede terminar de decirse, de traducirse. Pero que se roza cuando uno es escrito: “Arrastró los pies en la frescura de las baldosas yendo hacia la sombra de la casa, hacia la fluctuante gruta de concordia, destierro y autonomía que excavaba en la sombra el ronquido acuoso, desligado, de la mujer dormida...”. ¿De qué otra manera es posible, honestamente, aludir a la palabra, inmediata y tensa, huidiza e invasora, cargada y neta, de Juan Carlos Onetti? Y él mismo nos respondería, sabio indolente: “Tengo que darles capacidad de olvido, entrañas y rostros inconfundibles”.
(Al recibir en su momento otra bienvenida reedición de Juntacadáveres que, como se lo merece, mantiene su obra indeleble en circulación, no pude evitar ir a mi biblioteca y palpar otra vez aquella primera, modesta, entrañable edición montevideana, que con tamaña dignidad encaró uno de tantos exiliados republicanos españoles en estas playas, Benito Milla. El peso latente de ese pequeño volumen, favorecido con benevolencia por la muy uruguaya Comisión del Papel, siempre me lo hará sentir, como en aquella primera ocasión, incluso físicamente cerca.)
Rodolfo Alonso: “Los poetas no existen, existen los poemas”
Se reeditó completa la famosa revista “poesía buenos aires”, clave para el género y la historia de la vanguardia argentina. Sobre éste y otros temas echa luz el poeta, traductor, ensayista y ex editor argentino Rodolfo Alonso.
La trayectoria del poeta, traductor, ensayista y ex editor argentino Rodolfo Alonso, es tan amplia como notable. Figura reconocida de la poesía iberoamericana, primer traductor en América Latina de Fernando Pessoa (primero a la vez de sus heterónimos en castellano), antologías y libros suyos circulan tanto en Europa como América Latina con renovado interés. Hoy, la colección Reediciones y Antologías de la Biblioteca Nacional ha puesto al alcance de los lectores la reedición facsimilar completa de la célebre revista “poesía buenos aires”. La misma cuenta con un pormenorizado y esclarecedor prólogo suyo. Se trata de un rescate que permite repensar la situación de la poesía contemporánea.
La mítica revista que editó 30 números entre 1950 y 1960 y que se convirtió en el segundo gran movimiento de vanguardia de Argentina, posterior al martinfierrismo de la década del 20, tuvo a Rodolfo Alonso como su miembro más joven del grupo que incluía a figuras como Raúl Gustavo Aguirre, Edgar Bayley y Francisco Madariaga, poetas singulares que permitieron modificar los modos de escribir y vivir la poesía en Argentina.
-¿De qué modo cree que “poesía buenos aires” cambió los modos de escribir y de vivir la poesía en la Argentina?
-Con su ejemplo desinteresado y exigente, para nada magistral. Con su devoción insobornable por la mejor poesía. Por su digna humildad. Por la honestidad que transmitía. Por la sinceridad que compartía. Por la fraternidad que le surgía espontáneamente. Por esa contagiosa empatía donde, en aquellos años y en los años siguientes, hasta el día de hoy, se producía y se produce por su intermedio el milagro del “contacto” de la poesía con tantos jóvenes, del cuerpo o del espíritu. Por su inquebrantable libertad. Porque nunca se traicionó ni traicionó. Y sobre todo, intuyo, “porque no se la creyó”. Porque daba, y daba, y daba, a manos llenas. Y de lo mejor en lo que creía, honestamente.
-¿Cuáles eran las problemáticas cardinales que ustedes denunciaban desde su revista?
-Raúl Gustavo Aguirre, su fundador y director, el hombre que la hizo posible, sin el cual nunca hubiera existido, que se impuso a sí mismo la meta de los 30 números en 10 años, y que le transmitió lo mismo que él era: su entrega, su honradez, su eficacia, su desinterés, su generosidad sin límites, que lo llevó (prueba suprema) a dedicarse a los otros incluso olvidándose de sí mismo, quizás lo resumió algunos años después en sus “Cinco Tesis”: La Poesía no existe. Los poetas no existen. Existen los poemas. Cada poema implica una estética. Cada poema implica una ética.
-¿De que modo piensa que la revista haya influido su poesía?
-Para el adolescente casi niño que yo era cuando me sentí impulsado a acercarme y fui fraternalmente recibido la primera vez, que ya había leído mi Lorca y mi Neruda, y que intuitivamente había descubierto a un entonces casi olvidado Roberto Arlt y a un no demasiado conocido César Vallejo, y poco después a un Macedonio Fernández casi inédito y pura leyenda, aquella convivencia por lo general con jóvenes sólo unos cuantos años mayores, fue fundamental para mi formación humana y artística, que allí no se sabia distinguir y que yo nunca pude distinguir. En un clima de amistad alegre y para nada solemne, donde todo (o más bien casi todo) se tomaba a broma, cada uno descubría nuevos tesoros, nuevos nombres, nuevos poemas, y los compartía. No hubiera sido quien soy, de no haberlos conocido, de no haber vivido aquello.
-Según ha dicho, se trataba de una poesía que “renunciaba al sentimentalismo, a la retórica, a la grandilocuencia, al formalismo y a lo patético”.
-Fue una de las maneras posibles de intentar transmitir el espíritu con que se la vivía, el espíritu con que se vivía. Por esos días, y para muchos de nosotros hasta hoy, se mantenía latente en el aire aquella esperanza de Tristan Tzara: “hacer de la poesía una manera de vivir”. En aquellos tiempos, escribir totalmente en minúsculas y sin ningún punto de puntuación, sin respetar metro ni rima y sin aludir a nada “real”, usual, sentimental, consabido, era tan agresivamente subversivo como la decisión de no colaborar en los grandes suplementos literarios, no presentarse a concursos o no editar con sellos comerciales.
-A veces se tildaba a quienes hacían poesía buenos aires de “afrancesados y europeizantes”, ¿se lo decían, más que nada, por su fuerte vinculación con los surrealistas?
-Es un equívoco, representativo del contexto y de la época. Y para nada general. Es verdad que la mejor poesía francesa tuvo una fuerte presencia en poesía buenos aires, y que no pocos grandes poetas surrealistas en lengua francesa fueron publicados, muchos de ellos por primera vez. Pero también se publicó a poetas en inglés, italiano, portugués, ruso, griego, alemán y otros idiomas. Desde los primeros números, por ejemplo, e inclusive desde aquel único de “Arturo”, estuvieron presentes los poetas latinoamericanos, incluidos los brasileños.
El invencionismo, como el arte concreto, era hijo de la razón, mientras que el surrealismo prefirió siempre al sueño. Pero hubo vasos comunicantes entre ellos. Para dar un claro ejemplo, que me toca muy de cerca, acaso el más original de los surrealistas argentinos, Francisco Madariaga, publicó desde un comienzo en poesía buenos aires, que en aquel nº 13-14 de 1953 lo ubica entre los suyos: los “poetas del espíritu nuevo”. Personalmente, y desde muy joven, tanto él como los otros surrealistas argentinos fueron mis amigos, aunque yo nunca acepté ser llamado “surrealista” justamente por respeto a la integridad de sus valores.
-El 3 de octubre de 1951 no fue un día más para Ud.
-No, por supuesto. Todavía con 16 años, a mitad del secundario en el Colegio Nacional de Buenos Aires, invitado en respuesta a una carta espontánea, esa noche fui recibido en el Palacio do Café, su lugar de reunión en la avenida Corrientes al 700, por Raúl Gustavo Aguirre, Nicolás Espiro, Wolf Roitman y el músico Daniel Saidón. Recuerdo bien la fecha porque Aguirre me dedicó un libro esa noche. Al día siguiente cumplía 17 años. Fui recibido con absoluta naturalidad, fraternalmente, pero después de preguntarme si traía poemas conmigo, allí mismo se los juzgó sin concesiones. Las puertas estaban abiertas, pero la poesía era una cosa seria.
-También la revista hizo un trabajo monumental en la faceta de traducción. Se publicaron poemas de Tzara, Desnos, Artaud, Jacob, Eluard, Joyce, e e cummings, Ungaretti, Pasternak, Arp… Usted tiene la feliz distinción, a pedido de Aldo Pellegrini, de haber realizado la primera traducción latinoamericana de Fernando Pessoa, donde aparecían también por primera vez en castellano todos los heterónimos. ¿Qué tipo de metodología selectiva utilizaban a la hora de incorporar autores?
-No había una estructura más o menos fija, y tampoco ningún proceso predeterminado. Básicamente se compartían con alborozo y en un clima de humor y camaradería los descubrimientos de cada uno. Lo que incluía textos propios y ajenos. La revista nunca hubiera sido realidad sin la extrema generosidad, don de gentes y eficacia de Aguirre. Quien, como bien dijo Móbili, “fue quien llevaba nuestros sueños a la imprenta”. Y no sólo eso: muchas veces, a lo largo de esos años, compartió su dirección con otros aunque, insisto, sin él nada hubiera sido posible.
-Tuvieron colaboradores nacionales muy particulares: la jovencísima Alejandra Pizarnik y Leónidas Lamborghini. Pero fueron participaciones tangenciales, ¿verdad?
-Sí. La revista no tenía dogma ni receta alguna. Se movía con libertad en el ámbito de lo moderno. Eso provocó que, además del grupo más o menos habitual, muchos jóvenes valiosos se acercaran, incluso haciendo sus primeras armas con nosotros. Y no sólo poetas: Néstor Sánchez y Juan José Saer se declararon sus adeptos, y Ricardo Piglia resaltó que era una de las muy pocas revistas que leía de joven. Es casi increíble (y eso continúa) la asombrosa capacidad de irradiación que tenía una revista modesta, artesanal, tan independiente como íntegra, sin apoyo de ninguna clase y que tiraba apenas quinientos ejemplares.
-Hubo también –y como es de esperar en este tipo de proyectos- omisiones: Raúl González Tuñón y Nicolás Olivari, por ejemplo. ¿Intentaron contactarse con ellos?
-Y no sólo ellos, tampoco estuvieron Jorge Luis Borges o Ricardo E. Molinari. No se trataba de omisiones por olvido, sino de preferencias. Nuestros afectos, más que nuestros intereses, se orientaban entonces en otras direcciones: sobre todo Oliverio Girondo y Juan L. Ortiz, a quienes tratamos directamente destacándolos cuando nadie los evocaba, o Macedonio Fernández (a quien me tocó hacer publicar en el último número), y también se dieron los aforismos de Baldomero Fernández Moreno o los poemas místicos de Ricardo Güiraldes.
-¿Podríamos rotular de “paradójico” el hecho que ninguno de los poetas ligados a poesía buenos aires hayan encarado la carrera de Letras?
-No veo por qué. Dado que la revista no se proponía “triunfar”, ni hacer carrera, ni profesionalizarse, Elegimos (o fuimos elegidos por) la tierra de nadie, el lugar de combate más expuesto. Y el menos redituable. En todos los sentidos.
-¿Qué recuerdos personales conserva sobre la personalidad de Raúl Gustavo Aguirre?, ¿siente que su poesía hoy está muy relegada?
-Raúl Gustavo Aguirre fue una figura clave en mi vida. Un hombre de una extraordinaria capacidad, que por amor a la poesía prefirió prodigarse difundiendo a otros y dejándose un poco de lado a sí mismo. Poeta, traductor, ensayista, crítico, editor, docente, y sobre todo amigo, su presencia y su palabra no desaparecerán jamás. Y serán quienes no la perciban los que se lo pierden. Mucha de su obra personal permanece aún inédita. Esperando su momento. Pero sigue viva de mano de mano, de joven en joven, de hermano en hermano. Una editorial universitaria, Eduvim, me ha confiado dirigir una cuidada colección: “La Gran Poesía”. Allí me propongo reeditar las excelentes versiones de Raúl. La primera será Emily Dickinson. Pero habrá más.
-Más de 40 poetas argentinos escribieron en poesía buenos aires. Pero Edgar Bayley era un poeta que lo marcó muy particularmente. Escribe Ud. en el prólogo de la edición facsimilar: “era un astro a la vez próximo y lejano, pero con órbita propia”. ¿Por qué esa “lejanía” a la que alude?
-Esa cifra es fruto de una confusión. Una cosa es haber formado parte del grupo reunido alrededor de poesía buenos aires, y otra distinta haber sido publicado en ella. Como expliqué con respecto al nº 13-14, en él figuraban no sólo los poetas de la revista sino también los madí, los surrealistas, y los de otras tendencias. Cuando Aguirre publica en 1979 su gran antología “El movimiento poesía buenos aires (1950-1960)”, ya había concluido hace rato toda animosidad con los surrealistas, por ejemplo, a una de cuyas figuras principales, Aldo Pellegrini, con quien se había polemizado en ocasión de aquel número, se le dedica dicho libro. La gran generosidad de Aguirre hizo que, en esa antología que él parece dedicar al movimiento, incluye a prácticamente todos los poetas que llegaron a ser publicados en la revista. Por eso la cifra asciende a más de cuarenta cuando, en realidad, difícilmente fueran más de diez los miembros habituales del grupo. En cuanto a la personalidad de Edgar Bayley, un niño grande y un intelectual refinadísimo, un bohemio de ley y un gran poeta, un gran ensayista, un jefe de escuela que jamás se tomaba en serio, no es fácil tarea intentar describirla. Digamos que no se atenía casi a ninguna convención, y que su comportamiento era por lo general fuera, muy fuera de lo corriente. Enorme de tamaño, y enorme de bondad e inteligencia, rezongón e insobornable. Podría pasarme horas hablando de él, de Raúl, de los otros…
Un sobreviviente
-Rodolfo, Ud. ha sido el último poeta sobreviviente del grupo. Han pasado 54 años desde el último número, el 30, aparecido en la primavera de 1960. Haciendo un balance cualitativo, ¿La revista dejó alguna asignatura pendiente?
-La noche de la presentación estaban Osmar Bondoni y Luis Iadarola. Así como Nicolás Espiro, que vino de España, y Jorge Carrol, llegado de Guatemala. Y en Goiania, Brasil, vive una figura muy cercana, el francés Yvan Avena, amigo de los primeros. Es difícil intentar hacer el balance de un milagro. Sólo al sostenido tesón de Aguirre se debe que la revista haya cumplido su apuesta consigo mismo de llegar a 30 números en 10 años. ¿Si todavía hoy continúa sorprendiendo, contagiando, encendiendo, si aún está viva, qué asignatura podríamos reclamarle? En abril Gallimard presentó en París la “Correspondance 1952-1983”, el intercambio de cartas entre René Char y Raúl Gustavo Aguirre que, como dije en el prólogo que me encomendaron desde París, éste mantuvo en secreto durante 30 años, ratificando al hacerlo el compromiso ético de poesía buenos aires de “no devenir institución”. (Respondiendo a un pedido de mi amiga, la viuda de Char, me tocó reencontrar las cartas extraviadas del gran poeta francés, lo que posibilitó aquella edición.) En agosto la Biblioteca Nacional presentó en dos tomos su reedición facsimilar completa, de la que también me encargó su introducción. Y en los próximos días aparece en Europa “La revista argentina de vanguardia poesía buenos aires”, volumen de 300 páginas que desde hace años viene elaborando la investigadora alemana Inke Gunia, y que publicará Iberoamericana Vervuert Verlag, de Madrid-Frankfurt. Y el año que viene Edhasa publica en castellano la correspondencia Char-Aguirre, no sólo con mi prólogo sino también con un epílogo especial. Me parece bastante para aquel sueño de juventud, ¿no es cierto?
-¿Existen resabios de “poesía buenos aires” en la poesía de hoy?
-Es posible. Quizá en los últimos tiempos menos literalmente. Pero ese no fue nunca nuestro propósito. Se trataba más bien de mantener el fuego vivo, pasándolo de mano en mano, sin otra intención. Como descubrí que había dicho el exigente y recoleto gran poeta brasileño Dante Milano, casi premonitoriamente: “La misión del poeta no es la de inventar una nueva poesía, sino la de no dejar que la poesía muera.” Hicieron lo posible. Hicimos lo posible. Fraternidad y exigencia. Así fue. Así sea.
-¿En qué trabaja actualmente?
-Para la editorial universitaria Eduvim corrijo las pruebas de “Lengua viva – Poesía reunida 1968-1993”, que aparecerá próximamente. Se trata de un volumen que reedita cuatro libros míos anteriores: “Señora Vida” (1979), “Sol o sombra” (1982), “Jazmín del país” (1988), y “Música concreta” (1994). Este último recibió en 1997 el Premio Nacional de Poesía, al mismo tiempo que Juan Gelman. Y para Alción Editora también corrijo pruebas de un volumen que reúne mis poemas más recientes, de los últimos cinco años hasta la fecha. Se titula “A flor de labios”, y es de inminente aparición.
-¿Y en cuanto a su reconocida tarea como traductor de distintos idiomas?
-Eduvim debe estar distribuyendo mi antología bilingüe “La razón ardiente”, de Guillaume Apollinaire, tercer título de la colección “La Gran Poesía” que dirijo para ellos. Y para Alción Editora reviso las pruebas de otra antología bilingüe: “La primavera hitleriana y otros poemas”, de Eugenio Montale. Mientras tanto, ya les propuse una antología de Sophia de Mello Breyner Andresen: “Un día blanco y otros poemas”. Y estoy puliendo los originales de otra antología bilingüe, esta vez de René Char. El título ya lo cita: “Vivir, límite inmenso”. En todos los casos, soy responsable de la selección, traducción y prólogo.
-¿Alguna otra novedad, por ejemplo respecto a viajes?
-La Cancillería me ha invitado a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, México, que se realiza a comienzos de diciembre. Participaré, para ellos, en tres de sus actividades como país invitado. Pero la emoción mayor, según acaban de informarme, es que los propios mexicanos de la FIL me han seleccionado, espontáneamente, para inaugurar este año con una sesión individual su prestigioso “Salón de la Poesía”.
Ampliamente reconocido -a partir de su temprana relación con Poesía Buenos Aires- como creador y traductor de poesía, se ha ido perfilando como crítico y ensayista. Junto a su vasta obra poética, con títulos publicados en el país y en el exterior, se destacan sus celebradas traducciones de grandes poetas (Pessoa, Ungaretti, Pavese, Eluard, Montale, Drummond de Andrade, Murilo Mendes, Baudelaire, Apollinaire, Bandeira y tantos otros). Premio Nacional de Poesía, Premio Único Municipal de Ensayo Inédito (por La voz sin amo), Premio Konex, recibió la Orden Alejo Zuloaga de la Universidad de Carabobo Venezuela, y las Palmas Académicas de la Academia Brasileña de Letras. Su libro de poemas: "El arte de callar", obtuvo el Premio Festival Internacional de Poesía de Medellín, Colombia.
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Contacto con el autor:
rodolfoalonso2002@yahoo.com.ar
Rodolfo Alonso con Zelia Gattai (viuda de Jorge Amado) y Helio Jaguaribe, 2006, en la Academia Brasileña de Letras cuando le otorgan las Palmas Académicas
Academia Brasileña de Letras, 2006
Rodolfo Alonso con Nélida Piñón.
Monterrey, 2008
Rodolfo Alonso con Raúl Zurita (foto Javier Narváez)