24.2.13

Entrevista a Rodolfo Alonso

El salto en el vacío




Viernes 08 de febrero de 2013 | Publicado en edición impresa
Poesía

El salto en el vacío

Una selección de poemas y epigramas de Pier Paolo Pasolini muestra la transformación del poeta italiano de las ilusiones de la juventud al desencanto de la década de 1960
Por Alejandro Patat  | LA NACIÓN


Epigramas y otros poemas
Pier Paolo pasolini Alción
Trad.: Rodolfo Alonso
116 páginas
$ 60.


El 15 de noviembre de 1961 Pasolini responde a las objeciones de Carlo Salinari, intelectual inscripto en el Partido Comunista Italiano, a La religión de mi tiempo , que el poeta italiano acaba de publicar. ¿Cómo es posible, sostenía Salinari, que un artista pretenda hacer confluir evangelio y comunismo? La respuesta, puntillosa, es tajante: "El anarquismo, la supervivencia evangélica son elementos irracionales sin los cuales es difícil concebir, en este período histórico, una acción poética". Por "período histórico" Pasolini entiende "la crisis de los años 60" y sus dos fenómenos convergentes: el triunfo incontestable del capitalismo y la "desistencia" revolucionaria. Con "acción poética", Pasolini deja en claro que no existe poesía sin ideología. El libro intentaba describir con voz profética ese "vacío" incolmable al que toda Europa se aventuraba.
Hoy llega a nuestras manos un pequeño volumen, Epigramas y otros poemas , con selección y traducción de Rodolfo Alonso, que recoge parte de La religión de mi tiempo y algunas composiciones del volumen Del diario , escritas en los años 50, y ya traducidas en Argentina por Esteban Nicotra. Si bien estas últimas reenvían a la estación juvenil del poeta, la del homoerotismo de dulce esperanza, en La religión de mi tiempo , el tono cambia bruscamente y abre las puertas a los años de amarga desilusión pasoliniana, anunciado ya en la apertura: "¡Sexo, consolación de la miseria!" Los jóvenes friulanos captados en una mítica belleza antigua son sustituidos por las prostitutas del suburbio, vendidas a poco precio. "De los desechos del mundo nace/ un nuevo mundo, nacen nuevas leyes/ donde no hay más ley, nace un nuevo/ honor donde es honor el deshonor". Para quien recuerde los afanosos versos de Las cenizas de Gramsci y la esperanzada idea del sexo como forma desvinculada de la lógica capitalista, el salto en el "vacío" contemporáneo se hace aún más evidente.
De todos los variados materiales de La religión de mi tiempo , Alonso selecciona los viejos y nuevos epigramas, compuestos entre 1958 y 1960. Ahora bien, no hay que sobrecargar demasiado el tinte incisivo de sus palabras. El tono corrosivo estaba en la atmósfera. Los epigramas a Krushev, al papa, a sus colegas intelectuales son únicos en su réplica pirotécnica, pero no es esa la marca pasoliniana, al menos no la que lo vuelve indispensable. Acaso, su mayor aporte, aquello por lo cual lo leemos y releemos descubriéndolo cada vez, resida en el pacto de sangre que él mismo suscribió con la lengua, no como ambiguo instrumento de comunicación, sino como lenguaje de lo arcano y lo profundo que habita en el ser humano. Frente al triunfo de las culturas de izquierda y de las primeras modas académicas, su voz incómoda sonaba como una especie de memento mori . Pasolini se erguía a sí mismo como un centinela de las infinitas formas del decir: "La lengua es oscura, / no límpida, y la Razón es límpida / no oscura", sentencia en una de las más bellas poesías de la antología. Esa es la clave: la auténtica oscuridad de la lengua poética, acertada e irracional imagen del mundo. Tiene razón Alonso cuando afirma que todos los lenguajes que Pasolini experimentó no fueron más que transformaciones del dictado poético.
El poeta argentino ofrece en este libro una selección personal del Pasolini epigramático. Su larga frecuentación del poeta le consiente una traducción que a veces se acerca y a veces se aleja del original. Pero hay algo notable en el volumen: la voluntad de confundirse con el poeta italiano, a tal punto que por momentos uno no sabe quién de los dos está hablando. Y, al final, como ha pasado otras veces en la tradición argentina, este librito será probablemente el Pasolini de Alonso.

 

2.2.13

No es difícil amar a Leopardi





Opinión

Rodolfo Alonso

No es difícil amar a Leopardi

RODOLFO ALONSO 28 de enero de 2013
No es difícil amar a Giacomo Leopardi. Y no sólo por la tocante y temblorosa precisión de su poesía, de sus ‘Canti’ indelebles, sino también –además– por el hombre que allí se nos revela. Aunque leer ese espléndido logro de una cultura y una lengua, a la altura de la mejor poesía europea, suele hacernos olvidar tanto la identidad nacional que convocó a construir, como el flagrante patetismo de su biografía. Porque el desdichado hijo del conde Monaldo y de la marquesa Adelaida Antici, nacido en Recanati el 29 de junio de 1798, no sólo arrastraba un cuerpo contrahecho y predestinado para la desgracia, sino que murió realmente joven, poco antes de cumplir los 39 años, el 14 de junio de 1837, en el refugio que le había ofrecido en Nápoles uno de sus pocos amigos, el fiel Antonio Ranieri.
Pero aquella fragilidad quizás era sólo aparente. Decidido negador de un supuesto dualismo, su lucidísimo espíritu se aferraba a ese único cuerpo que (a pesar de todo) le daba el mundo. Y en una parábola ejemplar, fue capaz de ofrecernos –y ofrecerse–, con su altísima poesía, una evidencia latente de verdad y belleza. Pero no sólo eso.
Durante buena parte de su existencia fue apuntando en el ‘Zibaldone’, comenzado en el verano de 1817 y que abandona recién en el invierno de 1832, mucho más que un diario de vida o un anotador de reflexiones. Con esa casi despiadada lucidez que el genio italiano guarda para desconcertar a quienes se conforman apenas con postales para turistas, Leopardi erigió allí uno de los testimonios más desoladoramente veraces pero, también, una de las aventuras intelectuales más hondas y abiertas del pensamiento occidental, al que justamente esas páginas contribuyen a poder llamar moderno.
“Jamás me he sentido tan vivo como al amar”, escribió (sin duda de forma luminosa) en una de sus primeras páginas. Pero también, más hacia el final: “Vivir sin uno mismo, disfrutar de algo sin uno mismo, es imposible”. Y si bien no es incierto que los hombres seamos “seres inevitable y esencialmente desdichados”, puede asimismo definirse “el amor a la vida” como “una parte, es decir una operación natural, del amor propio, que necesariamente ha de ser amor de la existencia propia, salvo cuando esta existencia se ha convertido en una pena”. Porque si la enfermedad de pensar, o sea la razón, nos impide ser como niños o como primitivos, pura acción e instinto, nos impide el feliz estado de naturaleza –pero no sólo el que imaginó Rousseau–, las últimas energías que pueden inclinarnos aún hacia la vida no pueden provenir sino de grandes ilusiones, capaces de arrancarnos al letal resplandor de la verdad, a la insaciable avidez de la nada. Esas mismas ilusiones que Leopardi percibe (al menos inicialmente) en la matriz de muchas grandes religiones y de muchos grandes movimientos.
Antes que Baudelaire, que Nietzsche, que Hegel, antes que Freud o el existencialismo, antes que tantos antropólogos o lingüistas de fines de siglo, Giacomo Leopardi se enfrentó con lucidez extrema, por experiencia propia, con las cuestiones clave del hombre definitivamente moderno. Aquel que no es, por supuesto apenas una hoja de calendario. Aquel que bien hubiera podido reiterar, junto con el insospechado San Agustín (354-430) eras antes, que “Mihi quaestio factus sum”, es decir: “He llegado a ser un problema para mí mismo”.
Y lo que es más maravilloso y significativo, este pensamiento de Leopardi, como ocurría cuando aquellos bienaventurados presocráticos que fueron Heráclito, Zenón o Parménides sabían que no puede escindirse al fuego de su calor ni de su llama, no necesitó profesionalizarse como filósofo ni mucho menos apagar su poesía para intentar racionalizarse en un sistema.
Evidencia de uno de los momentos más altos de nuestra condición, reflexión sobre la desdicha y la aventurada ventura que nos hace hombres, el ‘Zibaldone’ bien puede relumbrar (aún con luz negra) junto al inmarcesible resplandor vivo de los ‘Canti’.

http://rodolfoalonso02.blogspot.com
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