26.3.12

Berni no se vende


Revista Magenta - Nº 195 marzo 2012

BERNI NO SE VENDE

Por Rodolfo Alonso *

Hace casi ocho décadas, en 1934, un artista que ya unía a sus inquietudes renovadoras un compromiso ético y político, sintió la necesidad de pintar un cuadro que denunciara la grave crisis que se padecía. Era Antonio Berni, ese cuadro se llamó Desocupados y ya era noticia: presentado al Salón Nacional, no fue admitido. Con sólo verlo se percibe que el rechazo no fue apenas estético, sino por la patente denuncia social implícita en la obra. A la vez, y en inconsciente reconocimiento de culpa, el jurado le adquirió -¿en compensación?- un retrato femenino.

Pasó el tiempo y Berni empezó a ser valorado. Pero sin que ocultara, en vida y obra, las injusticias de nuestra sociedad. ¿Cómo olvidar sus series de Juanito Laguna y de Ramona Montiel, donde lo artístico y lo humano se confunden, en un hallazgo que sin duda venía de las vanguardias, aunque ahora en otra dimensión? El collage con desechos industriales y urbanos se convertía a la vez en obra y denuncia, utilizando literalmente desechos como materia prima, convirtiendo desechos en arte para devolver la imagen de seres humanos convertidos en desechos por un mundo egoísta.

Esa doble actitud, estética y social, fue al fin reconocida y, en una época propicia, a mitad de los 80, todo el Museo Nacional de Bellas Artes fue dedicado a una merecida retrospectiva del maestro Antonio Berni. ¿Quién podía dudar, entonces, en el entusiasmo con que recuperábamos la democracia, y con ella la libertad de expresión y de crítica, que la obra de Berni como hombre y artista había sido asumida?

Pues bien, diez años después, en plenos 90, una famosa galerista pudo exclamar públicamente: “¡Por fin se lo ha reconocido como merece!”. ¿A qué se debía esa repentina exaltación, escrupulosamente recogida en los medios, por supuesto en la página financiera y no en la cada vez más deprimida sección de crítica de arte? Aquel cuadro Desocupados, que Antonio Berni firmara como vimos en 1934, había alcanzado la cotización más alta entonces para el arte argentino: fue vendido en 800.000 dólares.

Adormecidos como estábamos -algunos menos que otros- por la frivolidad posmoderna dominante, y envueltos en los valores de un ultra-individualismo más que pragmático, devastador, cuando (como en 1935 anticipó Discépolo con su indeleble Cambalache) “La panza es reina y el dinero Dios”, puede ser que no se hayan percibido los múltiples significados que esa mera noticia venía a plantearnos, como cultura y sociedad. Que acentuó un trascendido posterior de la misma galerista, también recogido por el sector finanzas de un matutino: “Hace diez años sólo valía 25.000.”

Quiere decir, en términos fríamente crematísticos que, por un lado, alguien había hecho buen negocio y, por el otro, alguien creyó que valía tanto dinero poseer ese objeto. Con qué fin, no lo sabemos. Dudamos que haya sido el simple -aunque sutil- gusto de la contemplación, que en este caso iba a ser tan solo individual o para pocos, pues el cuadro se expuso al público en un museo, que sería lo justo. Pero, como metáfora de la situación del arte desde aquel momento, el hecho se presta a muchas implicancias, incluso contradictorias.

Por ejemplo: ¿es el precio que logra en su venta, para nuestra cultura, la más alta valoración que le cabe a una obra de arte? La difusión de ese único tipo de evaluación, en un medio donde el principal criterio imperante era el poder del dinero, ¿no modifica la deseable actitud contemplativa que del público puede lograr esa obra? Y la obra misma, ¿no cambia de sentido con ese acto? O, por otro lado, ¿es aceptable que esas cifras se sigan abultando sin que su productor, el artista, obtenga de ello beneficio material alguno? Y, por el contrario, ¿puede el artista -así sea mucho después- aceptar que se evalúe en términos de dinero algo que tuvo otro objetivo? ¿Y cómo convive el artista con eso, no sólo en cuanto a su pasado, sino también a su futura producción?

Y lo que es quizá más emblemático: ¿cómo puede una obra de arte cuya finalidad precisa es la denuncia de una situación social donde el poder del dinero termina convirtiendo a amplias masas de personas en desocupados, terminar convirtiéndose a su vez en un objeto cuyo valor sólo se tasa precisamente en dinero? Y justamente cuando, en nuestro país, el mismísimo Mariano Grondona confesaba, en su columna internacional de “La Nación” el domingo 16 de julio de 1996: “es difícil eludir la conclusión de que la Argentina es el país de Occidente que más sufre el desempleo”. O sea, ¿no se convierte casi en siniestra parábola, en muestra de humor negro al revés, el hecho de que un cuadro cuyo objetivo explícito es denunciar el drama humano de los “Desocupados”, se convierta en apetecible botín de caza para compradores millonarios, precisamente en el momento en que ese mismo país estaba por llegar al clímax en sus índices de desocupación?

Me imagino la sonrisa levemente burlona del mismo Antonio Berni si pudiera escucharme. Y sé que alguien dirá: ¿por qué se sigue metiendo en esos bretes? ¿Para qué traer ahora esos problemas? ¿Qué tiene que ver eso con el arte? ¿Acaso no está bien que los pintores ganen? ¿De qué quiere que vivan los artistas? ¿No le gusta el dinero? ¿Qué clase de respuesta es la que espera obtener de todo eso?

Y sé que, sinceramente, sólo puedo responderles: lo único que me importa es que se puedan seguir haciendo ese tipo de preguntas. Me importa que sigan las preguntas. Probablemente como a aquel mismo joven Antonio Berni que, en 1934, sintió la viva necesidad de pintar un cuadro que se iba a llamar Desocupados.

* Poeta, traductor, ensayista.

Öleo de Antonio Berni: Los Desocupados______________________________________________________

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