16.7.18


Poema en prosa de Rodolfo Alonso





UN HORIZONTE QUE RETROCEDE

El altísimo nuba se alzó, en toda su extensión, tan elásticamente como si no hubiera separación, hiato alguno (y, milagrosamente, no lo había) entre su cuerpo esbelto, torneado cuidadosamente por la mismísima intemperie, y aquello que lo animaba. Los hombres de Kau –y esa denominación, a la vez precisa y ambigua, incluía ineludible y naturalmente a las mujeres--, vivían en su cuerpo como lo hacían en la naturaleza, sin percibir distancia alguna con ella.

Sin embargo esa sutil inmersión no era exactamente la misma de que gozaba, por ejemplo, el animal. Casi sin distinción posible, pero con una distensión que implicaba alguna forma de dominio, algún poder que no necesitaba ejercer el poder, los nuba eran hombres con la misma naturalidad, desde la misma naturaleza con que eran animales los animales que no conocían más que la libertad.

Por ello no podían imaginar siquiera, de una manera digamos racional, que había habido quizás, y quizá también mucho tiempo atrás, alguna leve modificación, algún pequeño sobresalto en la cadena de todos los hombres del mundo que los había conducido precisamente allí, a ser nubas en Kau. Y tampoco podían saber, porque de saberlo hubieran sido otros, que Kau no era todo el ancho mundo y que no todos los hombres habían mantenido esa, al parecer, armonía con el cosmos y con su propio cuerpo.

Al mismo tiempo que se pintaba cuidadosamente con ceniza, sin saber acaso que el hacerlo constituía una religión, y que blandía sin aspavientos sus armas de siempre, pequeñas y livianas pero tan eficaces, tal vez sin saber que eso constituía, asimismo, una estrategia y por lo tanto un arte de la matanza, al mismo tiempo que adoptaba muchas veces, en descanso, la pose que iba a adoptar alguna vez dentro de la ventruda vasija funeraria en la que no pensaba nunca, pero también sin saber que eso constituía, digamos, una civilización, el nuba no podía imaginar que había habido alguien llamado César, Atila o Alejandro, ni tampoco, por supuesto, Tersites o Espartaco y que, al igual que él, había respirado alguna vez en el mismo planeta cierto nombrado Adolf Hitler.

La pureza era entonces saludable porque no tenía constancia de ser una pureza y, por lo tanto, al no temer ninguna Moby Dick podía permitirse no ser, aún, feroz. ¿No había entonces ningún mal en el mundo que el nuba creaba al desplazarse armoniosamente junto a sus compañeros, animales u hombres, en su tierra de Kau? ¿O el mal estaba dentro, aletargado, esperando aparecer al soltarse de improviso como un muñeco de resorte?

El nuba concluyó de levantarse, tomó en la mano derecha su corto venablo de hoja ancha y aguzada, cargó sobre sus hombros el peso imperceptible de arco y flechas, miró sin pestañear al horizonte rojizo del alba que él no sabía africana y, sin darse cuenta tampoco, quedó inmortalizado para esta y otras muchas preguntas en una foto de Leni Riefenstahl, esa mujer que se negó a elegir entre Belleza y Mal, para dejarnos –acaso-- las siniestras contestaciones a nosotros.


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