16.7.18

DESNUDO Y AUTOPISTA


Poema en prosa de Rodolfo Alonso

 

 

 

 

 

DESNUDO Y AUTOPISTA


(En modesto homenaje a
Aloysius Bertrand y Charles Baudelaire)

Rozando el horizonte, baja, la luna enorme se asoma sin pudor. Altos focos afónicos y la ancha pradera del asfalto lustroso crean el escenario, reluciente, cósmicamente real, sobre el que los fantasmas veloces de los autos no se imaginan como personajes. Pero sí que lo hacen esta noche grandes putas vivaces, esbeltísimas, no menos relucientes, pavoneándose en sus tacos altísimos y que se desplazan, ofreciéndose, agresivamente vestidas de desnudo, con gloriosa pintura de guerra, en las orillas del río tornasolado donde se mezcla el fuerte hedor azul de los aceites y de las naftas quemadas, como un bárbaro incienso, con la rutilante niebla nacarada que acuchillan los faros. Todo se hace espléndido y concreto, un instante cabal generado acaso por el genio inconsciente y preciso de un sueño colectivo, suspendido en el espacio y en el tiempo, a la vez al borde y en el centro de esa ciudad que sigue cabeceando en su vigilia anhelante e insaciable. Casi en la frontera del fluir resplandeciente, de espaldas a las fantásticas figuras, el espectáculo sorprende a alguien que cree pasear su perro y queda en descubierto, absorto, al descubrirlo, desde las bambalinas de su realidad. No lo sabe pero algo está por ocurrir, certero, inevitable, y él está allí tan sólo para verlo. Y para intentar, quizá, que otros vean. Una morena se aparta rozagante volviéndose hacia las sombras de la tierra de nadie, donde no hay más que pastos ralos calcinados de smog y sequedad, entre rezagos, detritus, desperdicios. Ella da unos pocos pasos tensos, elásticos, desde su altura que al mirón se le hace grave y densamente seductora, hacia los árboles escasos que, agrupados, proyectan sus pequeñas sombras, simulacro de selva, sobre un claro irrisorio. El que la ve se imagina un contexto, el contorno: la puta enorme de andar casi desnudo, que en la relativa oscuridad de esa faja sin dueño entre el resplandor y el vecindario ha perdido sus reflejos ficticios, ganando algo que a él le parece diría natural, sanamente animal, y que al volverse –desde lejos, al menos--también se ha vuelto ahora vagamente carnal, tibiamente cercana en su sorprendida y sorprendente intimidad solitaria. Pero ella orgullosa y simplemente se acuclilla, sin dejar por eso de mantener erguida fieramente su cabeza, y aparenta orinar largamente, con la magnífica dejadez de un momento sagrado, permitiendo al hacerlo que la luz entre eléctrica y lunar se deslice como un brillante espejismo sobre su grupa hendida, deliciosa, soberbia, para concluir escurriendo rápidamente hacia arriba de una sola vez el canto superior de su mano derecha entre los muslos. Él se descubre preguntándose, extrañado y extraño, si podría llegar a importarle saber que ha sido vista, o si lo que tal vez él únicamente ha percibido es algo del todo incomprensible o tal vez majestuosamente lejano para ella. Que no sabe entonces que la luna ha llorado esta noche en las orillas de la gran carretera.


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