11.11.20

Eugenio Montale, una lección de moral


 



Rodolfo Alonso 




El 12 de octubre pasado se cumplieron ciento veinticuatro años del nacimiento de un gran poeta europeo: Eugenio Montale (1896-1981). Aunque resulte, hoy, difícil concebirlo, a comienzos del siglo XX, el lirismo italiano vivió un periodo fundacional. De tal calibre que fue conocido como “la grande stagione poetica”, donde sólo parecían erguirse las dos cumbres aisladas del (mal llamado) hermetismo: nada menos que Giuseppe Ungaretti (1888-1970) y el único que merece aproximársele: Eugenio Montale.


El nivel de exigencia que esta poesía se hizo a sí misma, en lo estético y ético, indisolublemente, unidos, se intentó devaluar aludiéndola como impenetrable o sellada. Pero, esa experiencia lírica fue, casi de inmediato, valorada y comprendida, tuvo amplísimo eco, se incorporó a la cultura viva, no sólo, de su país, sino, también, de Europa o más allá.


En esa línea intensa y evidente, densa y enriquecedora, está Eugenio Montale, una voz absolutamente original: “Felicidad lograda, se camina / por ti en filo de espada. / Al ojo eres vislumbre que vacila, / para el pie, tenso hielo que se raja; / y no te toque entonces quien más te ama”. Hombre de pocas y fecundas palabras, que, sin apuro, se despliegan en sus tres primeros y hondos libros (Huesos de jibia, Las ocasiones y La tormenta y demás). El Premio Nobel de Literatura, en 1975, vino a coronar, al menos esta vez, una obra y una vida absolutamente despojadas de vanagloria y exhibicionismo.


Cuidadosamente atento a su materia y a su canto, en una demostración de infinito pudor y de casi inefable artesanía, el lirismo de Montale dejó anidado, en la cultura occidental, con esos tres primeros libros indelebles, un fermento, no por silencioso, menos eficaz, una auténtica lección de moral. Que no se aquieta y que no cesa.


El adjetivo hermético no deja de arrastrar diferentes y hasta contrapuestas perspectivas. Una de las cuales podría ser (aunque, superficialmente, claro) el supuesto desinterés, cuando no, la indiferencia por su sociedad y sus semejantes. Pero, ese matiz injusto mal podría caber a Montale. No sólo estampó su firma en aquel legendario manifiesto antifascista de 1925, encabezado por Benedetto Croce. Sino, que, habiendo sido designado, en 1929, director de una célebre y respetada institución científico-literaria, el  Gabinetto Vieusseux, diez años después, el régimen fascista lo dejó cesante al no aceptar ser afiliado.


Contemporáneo ilustre de Ungaretti, aunque algo más joven, Montale no vaciló en afirmar: “Él solo, en su tiempo, logró aprovechar la libertad que ya estaba en el aire, los otros no supieron qué hacer con ella, y cambiaron de oficio o gimieron incomprendidos…”. No es casual, entonces, que Eugenio Montale haya sido de los primeros en advertir las otras dos altas cumbres, decididamente individuales, de aquel gran momento lírico: “la naturaleza más personal y más oscura del mensaje bárbaro de Dino Campana” (1885-1932), un auténtico poeta maldito, y la escondida intensidad melancólica y cotidiana de Umberto Saba (1883-1957).


El mismo Saba, de madre judía, que sólo abandonó su Trieste natal durante aquel período, siniestro, en que se vio obligado a refugiarse en Florencia, donde cambió hasta once veces de domicilio, escapando de las inicuas leyes antisemitas del fascismo (y donde la figura de Ungaretti se ilumina, por haberlo ocultado en su casa), siempre, bajo el temor de ser deportado a la Alemania nazi. A pesar del peligro, Montale lo visitaba casi a diario. Y no sólo eso: lo albergó en su hogar de Roma, así como a otro gran escritor perseguido por el racismo, Carlo Levi.


Como lo hacían, por entonces, otras dos figuras significativas: el piamontés Cesare Pavese (1908-1950) y el siciliano Elio Vittorini (1908-1966), en implícita oposición al régimen, que prohibió la antología Americana del segundo, Montale traduce, entonces, no sólo a Cervantes o Marlowe, sino, también, a grandes escritores norteamericanos como Herman Melville, Mark Twain y William Faulkner.


En las Notas con que cierra su tercer libro, La tormenta y demás, Montale dice, textualmente, sobre uno de sus poemas, para mí, más tocantes, pero, cuya potencia, no obstante, suele ser desapercibida: “La primavera hitleriana. Hitler y Mussolini en Florencia. Velada de gala en el teatro Comunal. Sobre el Arno, una nevada de mariposas blancas”. En cuyo largo texto, acaso nada herméticamente, dice: “Hace poco surcó la avenida volando un enviado infernal / entre un ulular de sicarios, un golfo místico encendido / y empavesado de cruces gamadas lo unció y lo tragó, / se cerraron vidrieras, pobres / e inofensivas aunque también armadas / de cañones y juguetes de guerra…”.


Fue durante la segunda de las tres visitas que Hitler hizo a Mussolini, del 3 al 10 de mayo de 1938. Quizás, recién ahora alcanzo a comprender cabalmente por qué, hace muchos años, en una revista belga, desde el título de un sutil ensayo, ya entonces, lo aludían así: “Una moral de la poesía italiana, Eugenio Montale”.


 


La primavera hitleriana

 


“Ni aquella que a mirar el sol se vuelve…”


(Dante (¿) a Giovanni Quirini)


 


Densa la blanca nube de atolondradas mariposas


gira en redor de lechosos faroles y por los antepechos


tiende en tierra una alfombra donde cruje


el pie como en azúcar: el inminente estío libera


ahora el hielo nocturno que escondía


en las cuevas secretas de la muerta estación,


en los huertos que a estos arenales desde Maiano bajan.


 


Hace poco surcó la avenida volando un enviado infernal


entre un ulular de sicarios, un golfo místico encendido


y empavesado de cruces gamadas lo unció y lo tragó,


se cerraron vidrieras, pobres


e inofensivas aunque también armadas


de cañones y juguetes de guerra,


atrancó el carnicero que adorna


con bayas el hocico de los cabritos muertos,


La fiesta de los benignos matarifes que aún ignoran la sangre


se transmutó en un mugriento rigodón de alas quebradas,


de larvas en crecidas, y el agua roe aún


las orillas y nadie ya más es inocente.


 


¿Todo por nada, entonces? – y las velas


romanas, en San Giovanni, que blanqueaban lentas


el horizonte, y los empeños y los largos adioses


fuertes como un bautismo en la lúgubre espera


de la horda (pero una gema rayó el aire goteando


sobre los hielos y las orillas de tus playas


los ángeles de Tobías, los siete, la simiente


del futuro) y los heliotropos nacidos


de tus manos – quemado todo y absorbido


por un polen que crepita como fuego


y tiene puntas de aguanieve…


¡Oh la llagada


primavera también es fiesta si congela


esta muerte en muerte! Mira aún


a lo alto, Clizia, es tu suerte, tú


que el no cambiado amor cambiada guardas,


hasta que el ciego sol que en ti llevas


en el Otro se ciegue y te destruya


en Él, por todos. Las sirenas quizá, los repiques


que a los monstruos saludan en la noche


de su aquelarre, ya se confunden


con el sonido que del cielo desatado, baja, vence –


con el aliento de un alba que mañana ante todos


de nuevo asome, blanca pero sin alas


de horror, a las arenas abrasadas del sur…


 


(Versión de Rodolfo Alonso)


 


Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista.

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