Jueves, 2 de agosto de
2012
Opinión
¿Y quién se va a olvidar de Héctor Tizón?
Por Rodolfo Alonso *
Los años nos permiten, a veces, algunos privilegios. No es
de los menores, a mi humilde entender, haber podido asistir a la realización de
los amigos. Hace ya ciertos años, en la misma entrañable Maimará (donde nació
Jorge Calvetti) la lluvia nos inclinó a refugiarnos, con Héctor Tizón, en uno de
los dos únicos boliches del pueblo. Afuera, sobre el frente de adobe, un
pequeño cartel ingenuamente rústico seguía rezando Los Naranjos. Adentro, en un
ámbito que como el rayo y sólo por un instante me sugirió a Macondo, porque
nadie confunde a la Quebrada, mientras entre las sombras que iban prosperando a
nuestro lado veíamos las pesadas gotas de la tormenta chorreando, desde un
cobertizo de caña, contra la luz de un farol colgado en la pared del patio,
alrededor de una jarra de vino dialogamos una eternidad. O más bien yo lo
escuché hablar a él, que lo hacía magníficamente, con ese tiempo fraternal y
hondo que también solía regalarnos, por ejemplo, desde la galería de su casa en
Yala.
Entre tantas fecundas
palabras suyas, hubo algunas que me quedaron vivamente grabadas, que me
impactaron bien a fondo. Tizón mencionó entonces una fecha redonda en el tiempo
futuro, un mojón en el devenir, digamos equis años, y de inmediato calculó
cuántas novelas podían escribirse en ese lapso.
Bien sabemos que el
tiempo no sólo suele resultar elástico, sino también mañero y engañoso. La
eternidad puede ser un instante, y el tiempo arrastrarse y sobrarnos como para
que imaginemos tener que matarlo. Ahora, a la distancia, me alegra enormemente
no sólo que Tizón haya podido ofrecernos –y ofrecerse– esos hermosos, tocantes
libros trabajados por su vida que fue produciendo desde entonces, con la misma
morosa y honda serenidad con que sabía conversar tan sabrosamente, sino también
que esos libros hayan conseguido el auténtico milagro, y aun en tiempos áridos
y ácidos, de hacerse carne con la apasionada atención de muchísimos lectores.
Los mismos que encontraron en Tierras de frontera,
por ejemplo, bajo la forma de papeles y escritos tantas veces de circunstancia,
surgidos y forjados con la misma intensa expresividad del transcurrir, o como
en ese reciente Memorial de la Puna que él mismo calificó de último, algo así
como la frescura de verde y agua en una siesta, muchas otras verdades del
escritor y el hombre. Esas que Héctor Tizón solía entregarse y entregarnos,
cuando charlaba morosa y largamente entre amigos, junto con la creciente
oscuridad del crepúsculo en su tierra, mientras caía la noche y se abría la
confianza, con todo el tiempo del mundo para la projimidad, las historias y la
fábula.
Se están yendo los míos, mis cercanos mayores. Y me
quedo más solo. Pero eso sí, encendido de recuerdos fecundos.
* Poeta, traductor y ensayista.
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