RODOLFO ALONSO EN ITALIA
Con motivo de la aparición de su antología bilingüe “Il rumore del mondo”, publicada por la editorial Ponte Sisto (Roma, 2009), con prólogo de Juan Gelman y traducción de Sara Pagnini, el poeta, traductor y ensayista argentino Rodolfo Alonso, viajará a Italia especialmente invitado.
El libro será presentado en el Circolo delle Vie Nuove, de Florencia, el 27-10; en el Teatro India, de Roma, el 30-10; y en el célebre Café San Marco de Trieste el 5-11, con auspicio del Pen Club e Iniziativa Europea. Participarán en los actos, entre otros, los escritores Martha Canfield, Claudio Magris y Juan Octavio Prenz.
Por otro lado, la editorial Argonauta acaba de publicar en Buenos Aires “Cien poemas escogidos”, del gran poeta italiano Giuseppe Ungaretti, con selección, traducción y prólogo de Rodolfo Alonso.
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RODOLFO ALONSO EN BÉLGICA
Especialmente invitado, el poeta argentino Rodolfo Alonso volverá a representar al país en la XXIV Bienal Internacional de Poesía, que se realizará en Lieja (Bélgica) del 4 al 7 de septiembre próximo. En la oportunidad, el autor dará lectura a su tesis “¿Para qué sirve hoy la poesía?”.
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La Academia Brasileña de Letras acaba de otorgar sus Palmas Académicas al poeta y traductor argentino Rodolfo Alonso. Esta distinción es raramente concedida, y se destina únicamente a jefes de estado, altas personalidades extranjeras o de gobierno, y “hombres de letras de notable merecimiento”. En la oportunidad se distinguió también al célebre antropólogo francés Claude Lévi-Strauss, y anteriormente la había recibido el Presidente de Francia, Jacques Chirac. La ceremonia de entrega se realizará a fin de año, en Rio de Janeiro.
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PREMIO ÚNICO DE ENSAYO INÉDITO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES
Alción Editora publicará La voz sin amo, libro de Rodolfo Alonso que obtuvo recientemente el Premio Único de Ensayo Inédito de la Ciudad de Buenos Aires, con un jurado del que formaban parte María Rosa Lojo, Santiago Kovadloff y Horacio Sanguinetti.
En el Aula Magna del Colegio Nacional Buenos Aires, el 10 de agosto de 2006, se presenta el libro de Ensayos "La voz sin amo" de Rodolfo Alonso. Se refirirán a la obra los escritores Noé Jitrik y Horacio Salas.
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GRAN PREMIO DEL FESTIVAL INTERNACIONAL DE POESÍA DE MEDELLÍN (2006)
El poeta argentino Rodolfo Alonso acaba de recibir, por unanimidad, el Premio Festival Internacional de Poesía de Medellín (Colombia), por su libro “El arte de callar” (Alción, Córdoba, 2003). Dotado con tres mil dólares, el premio será entregado en la próxima edición del célebre Festival, uno de los más concurridos del mundo, del 24 de junio al 2 de julio. El jurado fue integrado por destacados poetas latinoamericanos: el colombiano Juan Manuel Roca, el cubano Norberto Codina y el venezolano William Osuna. "El libro de Alonso se inserta a la vez en lo mejor de su obra y en lo mejor de la lírica hispanoamericana... sobriedad, humor, reflexión, diversos registros que van del epigrama a la elegía, son rasgos de un libro de inquietante belleza", expresó el jurado en el acta que lo hizo acreedor del premio.
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22.10.09
De Cervantes a Gelman
DE CERVANTES A GELMAN
La gloria de la lengua
Por Rodolfo Alonso
En el memorable capítulo sexto del Quijote donde se trata del meticuloso escrutinio de la biblioteca, sin duda un límpido ejemplo de la más acerada, ingeniosa y poco complaciente crítica literaria, Cervantes pone en boca del cura entre inquisidor y adicto estas agudas conclusiones: “y lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento”.
Sentí que esa luminosa conciencia del valor de la gran poesía como encarnada en su lengua, de tal modo convertida en su ser vivo que impediría colmar siempre del todo la tentación de traducirla, que tanto nos ilumina a quien lo dijo, vendría muy a cuento al intentar satisfacer la invitación de añadir algo, presumiblemente nuevo, a la bienvenida catarata de opiniones con que el no menos bienvenido Premio Cervantes otorgado, con tanta justicia y oportunidad, a nuestro Juan Gelman, como era presumible se ha visto rodeado.
Porque nunca ha dejado de resultarme ejemplar la devoción con que Juan Gelman ha sabido mantener siempre, en toda circunstancia, la dignidad de su poesía, de mantenerla fecunda, actuante y hondamente viva en su lenguaje. Fue él mismo, al prologar uno de sus libros de más cabal evidencia en estos asuntos, Dibaxu, quien supo rozar el tema con emocionada precisión: “Quizás este libro apenas sea una reflexión sobre el lenguaje desde su lugar más calcinado, la poesía.” Y es él mismo también quien, hace bien pocos días, y antes de saber nada del premio, vino espontáneamente a reiterármelo al enviarme Exaltaciones, un poema inédito escrito el cercano 16 de noviembre, que se me hace (¿no es evidente?) una auténtica arte poética: ”Esta manía de tocar tus puertas y la ilusión de que se abren. Palabra encerrada en tu cosa, ¿de qué vivís, cómo vivís? ¿Estás conforme con tu perro que nombra al perro? ¿Nunca te desvelás pensando en otra música? ¿Con qué soñás, entonces? Estoy al pie de lo que nunca vas a contestar.”
Con la modestia que lo caracteriza, nunca del todo explícitamente pero por claras alusiones, el mismo autor reivindica con rigor no exento de ternura la vida casi orgánica del lenguaje que es la poesía, vivo en la historia y desde la historia de los hombres que lo hablaron y lo hablan, pero capaz también de la más temblorosa intimidad. La poesía que no es quizá otra cosa que lengua soberana y actuante pero, a la vez, indisolublemente, también lengua que otros hablaron e hicieron, al hablar, con su vivir. Y que debería hoy, también, volverse legítimamente lengua viva, individual y general, de uno y de la especie. Acaso los premios puedan ayudar de alguna manera para eso. Pero sólo lograrían hacerlo si hay antes una gran poesía encarnada, hecha de lenguaje autónomo y vivo. Como sin duda es la de Juan Gelman.
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La gloria de la lengua
Por Rodolfo Alonso
En el memorable capítulo sexto del Quijote donde se trata del meticuloso escrutinio de la biblioteca, sin duda un límpido ejemplo de la más acerada, ingeniosa y poco complaciente crítica literaria, Cervantes pone en boca del cura entre inquisidor y adicto estas agudas conclusiones: “y lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento”.
Sentí que esa luminosa conciencia del valor de la gran poesía como encarnada en su lengua, de tal modo convertida en su ser vivo que impediría colmar siempre del todo la tentación de traducirla, que tanto nos ilumina a quien lo dijo, vendría muy a cuento al intentar satisfacer la invitación de añadir algo, presumiblemente nuevo, a la bienvenida catarata de opiniones con que el no menos bienvenido Premio Cervantes otorgado, con tanta justicia y oportunidad, a nuestro Juan Gelman, como era presumible se ha visto rodeado.
Porque nunca ha dejado de resultarme ejemplar la devoción con que Juan Gelman ha sabido mantener siempre, en toda circunstancia, la dignidad de su poesía, de mantenerla fecunda, actuante y hondamente viva en su lenguaje. Fue él mismo, al prologar uno de sus libros de más cabal evidencia en estos asuntos, Dibaxu, quien supo rozar el tema con emocionada precisión: “Quizás este libro apenas sea una reflexión sobre el lenguaje desde su lugar más calcinado, la poesía.” Y es él mismo también quien, hace bien pocos días, y antes de saber nada del premio, vino espontáneamente a reiterármelo al enviarme Exaltaciones, un poema inédito escrito el cercano 16 de noviembre, que se me hace (¿no es evidente?) una auténtica arte poética: ”Esta manía de tocar tus puertas y la ilusión de que se abren. Palabra encerrada en tu cosa, ¿de qué vivís, cómo vivís? ¿Estás conforme con tu perro que nombra al perro? ¿Nunca te desvelás pensando en otra música? ¿Con qué soñás, entonces? Estoy al pie de lo que nunca vas a contestar.”
Con la modestia que lo caracteriza, nunca del todo explícitamente pero por claras alusiones, el mismo autor reivindica con rigor no exento de ternura la vida casi orgánica del lenguaje que es la poesía, vivo en la historia y desde la historia de los hombres que lo hablaron y lo hablan, pero capaz también de la más temblorosa intimidad. La poesía que no es quizá otra cosa que lengua soberana y actuante pero, a la vez, indisolublemente, también lengua que otros hablaron e hicieron, al hablar, con su vivir. Y que debería hoy, también, volverse legítimamente lengua viva, individual y general, de uno y de la especie. Acaso los premios puedan ayudar de alguna manera para eso. Pero sólo lograrían hacerlo si hay antes una gran poesía encarnada, hecha de lenguaje autónomo y vivo. Como sin duda es la de Juan Gelman.
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Juan Gelman antes y después del Premio Cervantes
Por Rodolfo Alonso
Por supuesto que todos nos congratulamos por este nuevo y merecido galardón: Juan Gelman recibió el Premio Cervantes. Pero esa misma circunstancia, tocante y feliz por cierto, que como bien fue dicho se honra por honrarlo, volvió a acercarme alguna vieja reflexión. Me sigue pareciendo, por ejemplo, que cuando a un poeta le toca convertirse (aún sin proponérselo) en hombre público, no deja de correr sus riesgos. El peor de los cuales, en estas lides, a mi modesto entender, siempre será el malentendido. Pero, haciendo como siempre caso omiso de las razones del mercado y de la buena conciencia, Juan Gelman continúa entregándose a la poesía con feroz fidelidad.
Y si bien es verdad que, ya desde su mismísimo primer título: Violín y otras cuestiones (1956), su innegable lirismo surge ineludiblemente confundido con sus nada conformistas opiniones políticas y sociales, también es cierto que desde allí mismo comienza a hacerse acaso patente la mutua honestidad que ya lo constituye desde entonces y que no le iba a permitir convertirse para nada, en absoluto, apenas en un módico transmisor de consignas.
Desde hace ya mucho tiempo pero cada vez quizá en forma más acusada, Juan Gelman nos va ofreciendo como poeta (sin duda en forma inconsciente) otra gran lección. Que la poesía no surge apenas tironeando de la mera exterioridad del compromiso, así sea conceptual, ni de la mera retórica formal, así sea vanguardista. El poema logrado resulta aquel que logra convertir en cuerpo a su palabra, que logra volverse un ser soberano y autónomo de lenguaje vivo. Porque las recetas, desdichadamente, no engendran milagros.
Cuando ya se han olvidado o simplemente no se perciben las potencias de verdad y fervor que había además en las grandes creaciones de las vanguardias poéticas de comienzos del siglo pasado, y cuando se olvida también la ineludible presencia de sentimientos y pasiones en formas tradicionales que sólo se alcanzan a ver como retóricas, Gelman devuelve a la poesía su extrema, a la vez humilde y ambiciosa condición de experiencia de vida y de lenguaje. Con todo lo que ello implica de inacabamiento, sí, de mestizaje e incluso de angustiosa ansiedad, pero también –como sólo un alto poeta logra hacerlo-- transmitiéndonos esa grandeza doblemente trágica del canto humano y de nuestra humana condición.
Esa tensión, fecunda como tantas otras, entre su doble fidelidad a la poesía y a sus ideas, no se ha manifestado apenas en lo superficial, en lo aparente, en el concepto y, por tratarse de un escritor de raza, se ha trasladado como aliento vivo al cuerpo mismo de su propia escritura, la cuestiona y la sostiene, la inquieta y la alimenta. Y si una prueba de fondo de su autenticidad en tal sentido la manifiesta su absoluta imposibilidad, casi visceral, orgánica, para aprovechar su propia historia, en tantos sentidos trágica, como muchos otros tan diferentes de él manejan hoy sus relaciones públicas o su marketing, si todo nos asegura que la resonancia obtenida ha sido totalmente espontánea, inocente, fruto maduro de las circunstancias y nunca de su voluntad, hay otra prueba más reciente en el mismo sentido. Y es el hecho de que su propia escritura haya ido ahondando legítimamente su experiencia, en el sentido de lo raigalmente humano e incluso metafísico pero, como debe ser, por el libre fluir de su propia espontaneidad creadora, sin artimañas ni dobles intenciones.
Quiero decir que en el merecido éxito de Gelman como poeta, que ha de incluir probablemente también sus vicisitudes de hombres público, que allí se entremezclan en gran medida, el hecho de que él mismo haya ido abandonando ciertas temáticas demasiado evidentes para profundizar en otros sentidos, tal vez menos redituables desde el punto de vista del negocio editorial, no me parece sino otra prueba de aquella doble honestidad a que antes hacía referencia. Y que lo digan si no esos libros ejemplares, en ese y otros sentidos, que son Dibaxu (1994) e Incompletamente (1997). Y que acaba de confirmarnos plenamente con su reciente e indeleble Mundar (2007).
Por una vez, al menos, me fue dado coincidir con lo que afirma un editor en contratapa. Cuando en aquel libro en prosa de Juan Gelman: Miradas (Seix Barral, Buenos Aires, 2005) se alude a su autor como “Gelman, lector apasionado”, recordé de inmediato aquella oportunidad en que volvimos a encontrarnos personalmente, corriendo 1994, en el marco del legendario Festival de Medellín, y pude comprobar que en su mesa de luz lo esperaba un voluminoso tomo de ensayos de Montale.De Paul Celan a George Grosz, entre muchos otros que aparecen en Miradas, de Daniil Kharms a Nikolai Erdman, de Imre Kertész a Gunter Kunert, de Mandelstam a Meyerhold, de André Chénier a Primo Levi, todos ellos investidos con la cruz de su tiempo, artistas que no sólo dan, sino que son testimonio por su belleza y su dolor, por su tragedia y por su arte, acaso es posible leer además, por debajo de cada una de sus vidas, también la historia y la vida de quien entonces los evocaba, el poeta Juan Gelman, comprometido como siempre, sí, pero acaso esta vez con la amarga y saludable dignidad de la experiencia propia, con la dolorosa y fecunda lucidez de lo experimentado en carne propia: “un hecho que para muchos pasa inadvertido: la ideología de un escritor es sólo una parte de su subjetividad, de su experiencia y su vocación expresiva.”
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Contra el Gran Hermano
Por Rodolfo Alonso
¿Alguien recuerda todavía al Ray Bradbury de “Farenheit 451”, ese libro de mediados del siglo pasado que imaginaba un futuro con bomberos quemando minuciosamente hasta el último vestigio de las bibliotecas, consideradas fuente de virus altamente letales para sociedades masificadas hasta el límite? Pues siento mucho decirles que ya hemos superado (y no sólo cronológicamente) incluso a “1984”. El rótulo de una de las metáforas más escalofriantes de ese otro libro-alegato de George Orwell, aquel Gran Hermano que era allí el rostro omnipresente de un líder totalitario que, desde las pantallas ubicuas, controlaba hasta lo más íntimo de una humanidad sometida, hoy ha logrado ser no sólo expropiado sino vaciado de sentido, trastrocado hasta convertirlo –no en la ficción, sino en la realidad-- en el paradigma desolador de un nuevo totalitarismo (el de la banalidad que nos inunda, el del consumo como único valor), frente al cual se agolpan masas de voyeurs ávidos de sorprender una intimidad ficticia, ya que sus protagonistas no son también sino --como quienes los espían-- siervos satisfechos que consienten.
Todavía no consigo diferenciar entre historia personal, con minúscula, e Historia grande, con mayúscula. Ambas historias se entrelazan, para mí, y siempre me pareció que hasta el (en apariencia) más desentendido poema, de amor o de misterio, de encantamiento o de arrobo, se da de forma ineludible en un contexto, que es irremediablemente histórico e íntimo a la vez, al mismo tiempo personal y colectivo. No es sólo como si fuera un telón de fondo, es una interrelación, algo que nos habla y se habla. Hay momentos en que la Historia también puede ser, es de hecho una metáfora. Y por lo tanto puede resultar a la vez deslumbrante y ambigua. Cuando no terrorífica, y siniestra.
Nunca hubo una gran literatura, una auténtica poesía, por culterana, refinada e incluso cortesana que pareciese que no estuviera, de algún modo, por oscuros meandros, íntimamente ligada con una lengua viva hablada por una comunidad, por un pueblo. Mucho me temo que la evidente crisis, no sólo de circulación sino también de producción, de exigencia, de creación, que hoy parece estar viviendo, no sólo entre nosotros, lo que seguimos llamando poesía (es decir, arte de la palabra), no es simplemente el problema de un género literario sino, mucho peor, acaso consecuencia de la dolorosa, grave pérdida de espontaneidad creadora de lenguaje sufrida por los hombres, sometidos a esa avasalladora marea de mediocridad y masificación producida por la civilización del show, por esta sociedad del espectáculo, como bien la definió hace ya tiempo Guy Débord.
Y recordemos, nuevamente, que no usamos el lenguaje, somos lenguaje. Si la crisis de la poesía (de la literatura como arte), mucho me temo, es el síntoma de que algo muy grave está afectando la productividad de lenguaje de la especie, no se trata de un utensilio, de un instrumento que podemos sustituir por otro. Cuanto menos lenguaje somos, somos menos mundo, menos hombre. La mala poesía –el libro-basura-- no resultaría, entonces, lo lamento, tan sólo un problema estético. Sino el síntoma de algo muchísimo más grave: la pérdida de espontánea capacidad creadora de lenguaje por parte de los hombres.
Michel Butor lo dijo muy claramente, a mediados de los sesenta: “El poeta es aquel que tiene conciencia de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro.” En ese caso, también con la atronadora pérdida del silencio, que valoriza con su halo a la palabra. Ese silencio que hoy, en esta sociedad del ruido ensordecedor y ubicuo, se ha vuelto casi subversivo. Sin silencio no se puede pensar, no se puede juzgar, no se puede meditar, no se puede oír lo más profundo de uno mismo, lo que es a la vez individuo y especie, de uno y de todos. Y no se pueden oír tampoco las voces, la voz de la Naturaleza, de nuestra naturaleza. Es más, me animaría a afirmar que sin silencio, intuyo, acaso es imposible que pueda haber gran poesía. O simplemente verdadera literatura, literatura todavía digna de ese nombre.
Con gravísimos riesgos que ya pudo prever quizás, hace no pocos años, el más hondo poeta de nuestra América limpiamente mestiza, ese peruano universal que fue César Vallejo, cuando llegó a preguntarse, por ejemplo, con serenísima grandeza: “¿Y si después de tantas palabras / no sobrevive la palabra?”.
Rodolfo Alonso. Poeta, traductor y ensayista argentino. Premiado en su país y en España, Venezuela, Brasil y Colombia. Acaba de publicar dos libros de ensayo: “La voz sin amo”, con prólogo de Héctor Tizón (Alción, Córdoba, Argentina, 2006) y “República de viento” (Leviatán, Buenos Aires, 2007).
¿Alguien recuerda todavía al Ray Bradbury de “Farenheit 451”, ese libro de mediados del siglo pasado que imaginaba un futuro con bomberos quemando minuciosamente hasta el último vestigio de las bibliotecas, consideradas fuente de virus altamente letales para sociedades masificadas hasta el límite? Pues siento mucho decirles que ya hemos superado (y no sólo cronológicamente) incluso a “1984”. El rótulo de una de las metáforas más escalofriantes de ese otro libro-alegato de George Orwell, aquel Gran Hermano que era allí el rostro omnipresente de un líder totalitario que, desde las pantallas ubicuas, controlaba hasta lo más íntimo de una humanidad sometida, hoy ha logrado ser no sólo expropiado sino vaciado de sentido, trastrocado hasta convertirlo –no en la ficción, sino en la realidad-- en el paradigma desolador de un nuevo totalitarismo (el de la banalidad que nos inunda, el del consumo como único valor), frente al cual se agolpan masas de voyeurs ávidos de sorprender una intimidad ficticia, ya que sus protagonistas no son también sino --como quienes los espían-- siervos satisfechos que consienten.
Todavía no consigo diferenciar entre historia personal, con minúscula, e Historia grande, con mayúscula. Ambas historias se entrelazan, para mí, y siempre me pareció que hasta el (en apariencia) más desentendido poema, de amor o de misterio, de encantamiento o de arrobo, se da de forma ineludible en un contexto, que es irremediablemente histórico e íntimo a la vez, al mismo tiempo personal y colectivo. No es sólo como si fuera un telón de fondo, es una interrelación, algo que nos habla y se habla. Hay momentos en que la Historia también puede ser, es de hecho una metáfora. Y por lo tanto puede resultar a la vez deslumbrante y ambigua. Cuando no terrorífica, y siniestra.
Nunca hubo una gran literatura, una auténtica poesía, por culterana, refinada e incluso cortesana que pareciese que no estuviera, de algún modo, por oscuros meandros, íntimamente ligada con una lengua viva hablada por una comunidad, por un pueblo. Mucho me temo que la evidente crisis, no sólo de circulación sino también de producción, de exigencia, de creación, que hoy parece estar viviendo, no sólo entre nosotros, lo que seguimos llamando poesía (es decir, arte de la palabra), no es simplemente el problema de un género literario sino, mucho peor, acaso consecuencia de la dolorosa, grave pérdida de espontaneidad creadora de lenguaje sufrida por los hombres, sometidos a esa avasalladora marea de mediocridad y masificación producida por la civilización del show, por esta sociedad del espectáculo, como bien la definió hace ya tiempo Guy Débord.
Y recordemos, nuevamente, que no usamos el lenguaje, somos lenguaje. Si la crisis de la poesía (de la literatura como arte), mucho me temo, es el síntoma de que algo muy grave está afectando la productividad de lenguaje de la especie, no se trata de un utensilio, de un instrumento que podemos sustituir por otro. Cuanto menos lenguaje somos, somos menos mundo, menos hombre. La mala poesía –el libro-basura-- no resultaría, entonces, lo lamento, tan sólo un problema estético. Sino el síntoma de algo muchísimo más grave: la pérdida de espontánea capacidad creadora de lenguaje por parte de los hombres.
Michel Butor lo dijo muy claramente, a mediados de los sesenta: “El poeta es aquel que tiene conciencia de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro.” En ese caso, también con la atronadora pérdida del silencio, que valoriza con su halo a la palabra. Ese silencio que hoy, en esta sociedad del ruido ensordecedor y ubicuo, se ha vuelto casi subversivo. Sin silencio no se puede pensar, no se puede juzgar, no se puede meditar, no se puede oír lo más profundo de uno mismo, lo que es a la vez individuo y especie, de uno y de todos. Y no se pueden oír tampoco las voces, la voz de la Naturaleza, de nuestra naturaleza. Es más, me animaría a afirmar que sin silencio, intuyo, acaso es imposible que pueda haber gran poesía. O simplemente verdadera literatura, literatura todavía digna de ese nombre.
Con gravísimos riesgos que ya pudo prever quizás, hace no pocos años, el más hondo poeta de nuestra América limpiamente mestiza, ese peruano universal que fue César Vallejo, cuando llegó a preguntarse, por ejemplo, con serenísima grandeza: “¿Y si después de tantas palabras / no sobrevive la palabra?”.
Rodolfo Alonso. Poeta, traductor y ensayista argentino. Premiado en su país y en España, Venezuela, Brasil y Colombia. Acaba de publicar dos libros de ensayo: “La voz sin amo”, con prólogo de Héctor Tizón (Alción, Córdoba, Argentina, 2006) y “República de viento” (Leviatán, Buenos Aires, 2007).
Temple y temblor de Onetti
Comentario de libros
Temple y temblor de Onetti
por Rodolfo Alonso
Juntacadáveres, de Juan Carlos Onetti
(Seix Barral, Buenos Aires, 2003)
A veces basta una línea, en otras apenas unas pocas palabras: “Miraba sin entusiasmo al hombre ancho y oscuro como si lo estuviera soñando así, construido con sustancia de tedio y absurdo.” Pero cuando nos encontramos ante un escritor de raza, no es difícil descubrir un temple, un temblor, percibir en las palabras escritas un sonido de fondo, un rumor más que expresivo, un retumbo de latir percibido por dentro: desde el cuerpo, en el cuerpo. Mucho más que habilidad o don, mucho más que los supuestos límites de un género: una experiencia encarnada de vida y de lenguaje.
Después de Faulkner y de Arlt, pero también después de Shakespeare y casi al mismo tiempo que Borges, acaso antes que Borges, el singular uruguayo Juan Carlos Onetti, con un pie en su Montevideo natal y otro en la Buenos Aires que nunca dejó de acunarlo, tal vez sin proponérselo, como emergencia orgánica, revela un dominio que se intuye propio, a la vez irremediable y leve, incierto y troquelado. Así como existe un envidiable mundo del Caribe, y otro cálidamente brasileño, en realidad varios mundos brasileños, siento que en la cultura latinoamericana hay una cuenca rioplatense, que nos hermana con el Uruguay, y que emite un clima, un matiz propio, al mismo tiempo preciso e impreciso, brumoso y nítido. Una huella, señales.
Pero que en un escritor se da en lenguaje. Quizás a algo así aludía certeramente el crítico uruguayo Ángel Rama cuando afirmó que, al leer a Onetti, es como si se sintiera el trasfondo de una respiración animal. Hay un aliento allí, un gran aliento (“Narrar es como nadar”, señaló el lúcido Cesare Pavese), pero también una presencia orgánica, cálida y de fondo, barrosa –como el barro de los orígenes, oscuro y nutritivo-- y oscuramente viva, inquieta y contagiosa. Si alguna vez me pregunté públicamente por qué no había un Juan L. Ortiz del Río de la Plata, ahora puedo intentar contestarme que tal vez no era posible para nosotros. Y que es en algunos narradores de raza donde esa poesía (por supuesto mucho más que un género) ha logrado asomarse. Y consumarse.
Sin resquicios para olvidar de qué estamos hablando: “un mundo hecho, administrado por hombrecitos imbéciles”, “un mundo normal y astuto”, leyendo a Onetti, comulgando en Onetti no es difícil percibir, como en los grandes, en el cuerpo de su texto –que en tanto música del sentido es totalmente lírico-- la plena irrupción de la palabra poética, precisa e irradiante: “entro en el temblor del cuerpo, amo la crueldad y la alegría“. Como bien dijo Valéry, la prosa agota su valor de cambio. Y la poesía es aquello que, precisamente, no puede terminar de traducirse. “Arrastró los pies en la frescura de las baldosas yendo hacia la sombra de la casa, hacia la fluctuante gruta de concordia, destierro y autonomía que excavaba en la sombra el ronquido acuoso, desligado, de la mujer dormida...” ¿De qué otra manera es posible, honestamente, aludir a la palabra, tocante y tensa, huidiza e invasora, neta y temblorosa, de Juan Carlos Onetti? Y él mismo nos responde, sabio indolente: “tengo que darles capacidad de olvido, entrañas y rostros inconfundibles”?
(Al recibir esta bienvenida reedición de Juntacadáveres --con portada de un blanco deslumbrante-- que, como se lo merece, mantiene su obra indeleble en circulación, no pude evitar ir a mi biblioteca y palpar otra vez aquella primera, modesta, entrañable edición de la editorial Alfa, Montevideo, diciembre de 1964, que con tamaña dignidad encaraba uno de tantos exiliados republicanos en estas playas, el español Benito Milla. El peso latente de ese pequeño volumen, favorecido con benevolencia por la muy uruguaya Comisión del Papel, siempre me lo hará sentir, como en aquella primera ocasión, físicamente cerca.)
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Temple y temblor de Onetti
por Rodolfo Alonso
Juntacadáveres, de Juan Carlos Onetti
(Seix Barral, Buenos Aires, 2003)
A veces basta una línea, en otras apenas unas pocas palabras: “Miraba sin entusiasmo al hombre ancho y oscuro como si lo estuviera soñando así, construido con sustancia de tedio y absurdo.” Pero cuando nos encontramos ante un escritor de raza, no es difícil descubrir un temple, un temblor, percibir en las palabras escritas un sonido de fondo, un rumor más que expresivo, un retumbo de latir percibido por dentro: desde el cuerpo, en el cuerpo. Mucho más que habilidad o don, mucho más que los supuestos límites de un género: una experiencia encarnada de vida y de lenguaje.
Después de Faulkner y de Arlt, pero también después de Shakespeare y casi al mismo tiempo que Borges, acaso antes que Borges, el singular uruguayo Juan Carlos Onetti, con un pie en su Montevideo natal y otro en la Buenos Aires que nunca dejó de acunarlo, tal vez sin proponérselo, como emergencia orgánica, revela un dominio que se intuye propio, a la vez irremediable y leve, incierto y troquelado. Así como existe un envidiable mundo del Caribe, y otro cálidamente brasileño, en realidad varios mundos brasileños, siento que en la cultura latinoamericana hay una cuenca rioplatense, que nos hermana con el Uruguay, y que emite un clima, un matiz propio, al mismo tiempo preciso e impreciso, brumoso y nítido. Una huella, señales.
Pero que en un escritor se da en lenguaje. Quizás a algo así aludía certeramente el crítico uruguayo Ángel Rama cuando afirmó que, al leer a Onetti, es como si se sintiera el trasfondo de una respiración animal. Hay un aliento allí, un gran aliento (“Narrar es como nadar”, señaló el lúcido Cesare Pavese), pero también una presencia orgánica, cálida y de fondo, barrosa –como el barro de los orígenes, oscuro y nutritivo-- y oscuramente viva, inquieta y contagiosa. Si alguna vez me pregunté públicamente por qué no había un Juan L. Ortiz del Río de la Plata, ahora puedo intentar contestarme que tal vez no era posible para nosotros. Y que es en algunos narradores de raza donde esa poesía (por supuesto mucho más que un género) ha logrado asomarse. Y consumarse.
Sin resquicios para olvidar de qué estamos hablando: “un mundo hecho, administrado por hombrecitos imbéciles”, “un mundo normal y astuto”, leyendo a Onetti, comulgando en Onetti no es difícil percibir, como en los grandes, en el cuerpo de su texto –que en tanto música del sentido es totalmente lírico-- la plena irrupción de la palabra poética, precisa e irradiante: “entro en el temblor del cuerpo, amo la crueldad y la alegría“. Como bien dijo Valéry, la prosa agota su valor de cambio. Y la poesía es aquello que, precisamente, no puede terminar de traducirse. “Arrastró los pies en la frescura de las baldosas yendo hacia la sombra de la casa, hacia la fluctuante gruta de concordia, destierro y autonomía que excavaba en la sombra el ronquido acuoso, desligado, de la mujer dormida...” ¿De qué otra manera es posible, honestamente, aludir a la palabra, tocante y tensa, huidiza e invasora, neta y temblorosa, de Juan Carlos Onetti? Y él mismo nos responde, sabio indolente: “tengo que darles capacidad de olvido, entrañas y rostros inconfundibles”?
(Al recibir esta bienvenida reedición de Juntacadáveres --con portada de un blanco deslumbrante-- que, como se lo merece, mantiene su obra indeleble en circulación, no pude evitar ir a mi biblioteca y palpar otra vez aquella primera, modesta, entrañable edición de la editorial Alfa, Montevideo, diciembre de 1964, que con tamaña dignidad encaraba uno de tantos exiliados republicanos en estas playas, el español Benito Milla. El peso latente de ese pequeño volumen, favorecido con benevolencia por la muy uruguaya Comisión del Papel, siempre me lo hará sentir, como en aquella primera ocasión, físicamente cerca.)
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César Vallejo ha muerto
por Rodolfo Alonso
Como él mismo lo dijo, por anticipado, en un poema tan legítimamente memorable como visionario: Piedra negra sobre una piedra blanca, falleció en París pero sin aguacero, y no un jueves sino un viernes santo. A las 9 y 20 horas del 15 de abril del 2002 se cumplieron sesenta y cuatro años de su muerte. Y sin embargo, cuánta vida nos ha seguido dando. Mi descubrimiento personal, hondo e íntimo, de César Vallejo (1892-1938), fue para mí un acontecimiento extraordinario. No sólo porque me ocurrió en plena adolescencia -alrededor de los quince años- sino también porque, no disponiendo en aquel entonces de ningún antecedente intelectual, literario o académico de ningún tipo, mi primera percepción de su enorme, profundísima poesía fue absolutamente inocente, sin posibilidad concreta de prevención o preconcepto alguno. Y también aislada, individual, como lo son todos los grandes descubrimientos primigenios. (¿Está de más reiterar aquí que algo muy similar me aconteció, casi contemporáneamente, con Roberto Arlt?)
Durante mucho tiempo intuí, sin haber reflexionado sobre el punto, que esa revelación conmocionante se debía a un fulmíneo contacto con la evidencia -en el sentido de Husserl: vivencia de la verdad- en que su uso de la palabra convertía a un poema. Había allí algo encarnado en lenguaje que iba más allá del lenguaje, humanísimo lenguaje humano. Y el sentimiento, bien de fondo, se contagiaba sin posibilidad alguna de retórica, latente en su palabra, viva. Que ello se diera entrañablemente vinculado con dos acontecimientos que también se me volvieron legendarios, siquiera en forma infusa, es decir la guerra civil española, la lucha de aquellos humildes milicianos, los heroicos voluntarios que defendieron a la República, vivida como una personal mitología, y el hecho de que en su sangre se mezclaran --todavía de manera inconsciente para mí-- lo ibérico y lo indígena, no dejaba de incluirse oscuramente en aquel impacto original.
De tal impronta nace acaso que, todavía hoy, me resulte a veces casi doloroso releer a Vallejo. Como si ese contacto desollado, visceral con una verdad insoslayable, con una hominidad ineludible que resulta entre otras cosas su poesía, no haya dejado nunca, así sea de modo irracional, de aludirme muy personalmente. Con los años, por supuesto, otros ingredientes se fueron añadiendo, y de eso me siento obligado a hablar ahora. Junto con aquella adolescencia fueron creciendo también las búsquedas de la propia identidad. Ser argentino, y por lo tanto latinoamericano, como lo soy por nacimiento, no dejó nunca de enhebrarse con mi condición de hijo de inmigrantes, lo que me unía por mi sangre también con otros mundos. Que, como bien dijo Paul Eluard, "están en éste".
Y fue hace ya varios años, en ocasión de una amplia muestra itinerante organizada por el gobierno autonómico gallego, bajo el significativo título de Galicia en América, que otros elementos se agregaron a esta pequeña historia. Allí confirmé algo que sólo había atisbado antes como leyenda y que, como toda leyenda, no había alcanzado nunca la suficiente precisión. La madre de César Vallejo se llamó María de los Santos Mendonza Gurrionero ("de pecho en pecho hacia la madre unánime”), y era hija del sacerdote gallego Joaquín de Mendonza y la india chimú Natividad Gurrionero. Pero no sólo eso. También su padre, Francisco de Paula Vallejo Benítes ("Mi padre, apenas, / en la mañana pajarina, pone / sus setentiocho años, sus setentiocho / ramos de invierno a solear”), no sólo era hijo de otro sacerdote gallego, José Rufo Vallejo, sino que su propia madre también era otra india chimú, Justa Benítes.
Y aunque uno intente resistirse, no hay casi modo de evitarlo. César Vallejo nació en 1892 en una Compostela indoamericana, la peruanísima Santlago de Chuco. Y en su sangre conviven, se confunden, se unifican, por obra del amor o de la pasión que van más allá de toda inhibición, pero no de toda culpa, la morriña insoslayable del gallego trasplantado con la melancolía indeleble del indio sometido. Y los entresijos de la mitología católico-cristiana, ineludiblemente entrelazados con verdaderas, auténticas historias de amor, junto con todo lo que arrastra haber nacido de sangre indígena en el mismísimo meollo del Perú de los Incas.
¿Es posible olvidar, hablando de estos temas, la insoslayable significación que tiene el hecho de que la paradigmática Rosalía de Castro, símbolo vivo pero también históricamente la iniciadora --con la aparición de sus Cantares gallegos-- del resurgimiento cultural del idioma (y con él del pueblo) de Galicia, haya sido también hija natural de un sacerdote? Ese desacomodo existencial, social, incluso cultural, con sus impensadas perspectivas, ese pecado original --a la vez seductor y repelente, pero de cualquier manera marca de los dioses-- ¿puede no ser vincular, fundamental, inquietante? Y así se lo intente mantener oculto porque, dentro de uno, nada puede volverse más manifiesto que lo latente.
¿De dónde sale sino la "Dulce hebrea" de Los heraldos negros (1918) a la cual se le pide "Desclávame mis clavos oh nueva madre mía!", de dónde la amada que se ha "crucificado I sobre los dos maderos curvados de mi beso"? ¿O, incluso, "un viernesanto más dulce que ese beso”? Por supuesto que del lenguaje. (Pero no sólo del lenguaje.) De donde surgió también ese magnífico TriIce que, desde Trujillo, en 1922, agota de antemano muchas de las futuras experiencias de las vanguardias europeas. O aquel que a mí me parece el libro más hondo y tocante -y logrado- que haya producido la guerra civil: España, aparta de mí este cáliz, mucho más que póstumo, y no por casualidad escrito por un hijo de América ("¡Niños del mundo, está I la madre España con su vientre a cuestas!"). Y alrededor del cual la misma agonía del poeta, casi encarnada en la lumbre del mito, vueltos uno solo destino personal y momento histórico, se vuelve asimismo luminosa evidencia, verbo vivo. (Según otro poeta, su amigo Juan Larrea, las últimas palabras de Vallejo fueron: "Me voy a España". Refiriéndose, por supuesto, a la España republicana, que estaba desangrándose también --al mismo tiempo-- en su “agonía mundial”. En la Clínica Arago, donde falleció, los médicos no atinaban a explicar la verdadera causa de su muerte. Pero al año siguiente, 1939, al editarse por fin sus indelebles Poemas humanos, escritos probablemente entre 1930 y 1937, pudieron conocerse estas otras palabras tan suyas, no sólo premonitorias: “En suma, no poseo para expresar mi vida sino mi muerte.” )
¿De dónde salen, digo? De la lengua humana, empapada de vida y también fuente de vida, vida ella misma, instintiva y orgánica, cargada de los humus nutricios de la pequeña historia y de la gran historia, pero también de los instintos y los sueños, de las ansiedades y los deseos de los hombres. De un hombre capaz de ser, a la vez, él mismo y todo lo humano, lo más humano de lo humano, de ser único y general, al mismo tiempo, entre todos los hombres, junto a todos los hombres. La de César Vallejo no es una voz unánime, sino prójima, íntimamente próxima. (Qué otro, sino un gran poeta como él, podía habernos dejado por ejemplo esa sucinta clase –magistral-- de economía política: "la cantidad enorme de dinero que cuesta el ser pobre...". )
Me enorgullezco limpiamente de saber que el primer hombre que me hizo descubrirme latinoamericano llevó en sus venas la sangre de mis antepasados campesinos, y también la noble sangre de los primeros hijos de la América primera, la aborigen, la indígena. Como la lengua, como la vida, toda sangre es espléndidamente mestiza. Sólo la muerte es pura.
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Como él mismo lo dijo, por anticipado, en un poema tan legítimamente memorable como visionario: Piedra negra sobre una piedra blanca, falleció en París pero sin aguacero, y no un jueves sino un viernes santo. A las 9 y 20 horas del 15 de abril del 2002 se cumplieron sesenta y cuatro años de su muerte. Y sin embargo, cuánta vida nos ha seguido dando. Mi descubrimiento personal, hondo e íntimo, de César Vallejo (1892-1938), fue para mí un acontecimiento extraordinario. No sólo porque me ocurrió en plena adolescencia -alrededor de los quince años- sino también porque, no disponiendo en aquel entonces de ningún antecedente intelectual, literario o académico de ningún tipo, mi primera percepción de su enorme, profundísima poesía fue absolutamente inocente, sin posibilidad concreta de prevención o preconcepto alguno. Y también aislada, individual, como lo son todos los grandes descubrimientos primigenios. (¿Está de más reiterar aquí que algo muy similar me aconteció, casi contemporáneamente, con Roberto Arlt?)
Durante mucho tiempo intuí, sin haber reflexionado sobre el punto, que esa revelación conmocionante se debía a un fulmíneo contacto con la evidencia -en el sentido de Husserl: vivencia de la verdad- en que su uso de la palabra convertía a un poema. Había allí algo encarnado en lenguaje que iba más allá del lenguaje, humanísimo lenguaje humano. Y el sentimiento, bien de fondo, se contagiaba sin posibilidad alguna de retórica, latente en su palabra, viva. Que ello se diera entrañablemente vinculado con dos acontecimientos que también se me volvieron legendarios, siquiera en forma infusa, es decir la guerra civil española, la lucha de aquellos humildes milicianos, los heroicos voluntarios que defendieron a la República, vivida como una personal mitología, y el hecho de que en su sangre se mezclaran --todavía de manera inconsciente para mí-- lo ibérico y lo indígena, no dejaba de incluirse oscuramente en aquel impacto original.
De tal impronta nace acaso que, todavía hoy, me resulte a veces casi doloroso releer a Vallejo. Como si ese contacto desollado, visceral con una verdad insoslayable, con una hominidad ineludible que resulta entre otras cosas su poesía, no haya dejado nunca, así sea de modo irracional, de aludirme muy personalmente. Con los años, por supuesto, otros ingredientes se fueron añadiendo, y de eso me siento obligado a hablar ahora. Junto con aquella adolescencia fueron creciendo también las búsquedas de la propia identidad. Ser argentino, y por lo tanto latinoamericano, como lo soy por nacimiento, no dejó nunca de enhebrarse con mi condición de hijo de inmigrantes, lo que me unía por mi sangre también con otros mundos. Que, como bien dijo Paul Eluard, "están en éste".
Y fue hace ya varios años, en ocasión de una amplia muestra itinerante organizada por el gobierno autonómico gallego, bajo el significativo título de Galicia en América, que otros elementos se agregaron a esta pequeña historia. Allí confirmé algo que sólo había atisbado antes como leyenda y que, como toda leyenda, no había alcanzado nunca la suficiente precisión. La madre de César Vallejo se llamó María de los Santos Mendonza Gurrionero ("de pecho en pecho hacia la madre unánime”), y era hija del sacerdote gallego Joaquín de Mendonza y la india chimú Natividad Gurrionero. Pero no sólo eso. También su padre, Francisco de Paula Vallejo Benítes ("Mi padre, apenas, / en la mañana pajarina, pone / sus setentiocho años, sus setentiocho / ramos de invierno a solear”), no sólo era hijo de otro sacerdote gallego, José Rufo Vallejo, sino que su propia madre también era otra india chimú, Justa Benítes.
Y aunque uno intente resistirse, no hay casi modo de evitarlo. César Vallejo nació en 1892 en una Compostela indoamericana, la peruanísima Santlago de Chuco. Y en su sangre conviven, se confunden, se unifican, por obra del amor o de la pasión que van más allá de toda inhibición, pero no de toda culpa, la morriña insoslayable del gallego trasplantado con la melancolía indeleble del indio sometido. Y los entresijos de la mitología católico-cristiana, ineludiblemente entrelazados con verdaderas, auténticas historias de amor, junto con todo lo que arrastra haber nacido de sangre indígena en el mismísimo meollo del Perú de los Incas.
¿Es posible olvidar, hablando de estos temas, la insoslayable significación que tiene el hecho de que la paradigmática Rosalía de Castro, símbolo vivo pero también históricamente la iniciadora --con la aparición de sus Cantares gallegos-- del resurgimiento cultural del idioma (y con él del pueblo) de Galicia, haya sido también hija natural de un sacerdote? Ese desacomodo existencial, social, incluso cultural, con sus impensadas perspectivas, ese pecado original --a la vez seductor y repelente, pero de cualquier manera marca de los dioses-- ¿puede no ser vincular, fundamental, inquietante? Y así se lo intente mantener oculto porque, dentro de uno, nada puede volverse más manifiesto que lo latente.
¿De dónde sale sino la "Dulce hebrea" de Los heraldos negros (1918) a la cual se le pide "Desclávame mis clavos oh nueva madre mía!", de dónde la amada que se ha "crucificado I sobre los dos maderos curvados de mi beso"? ¿O, incluso, "un viernesanto más dulce que ese beso”? Por supuesto que del lenguaje. (Pero no sólo del lenguaje.) De donde surgió también ese magnífico TriIce que, desde Trujillo, en 1922, agota de antemano muchas de las futuras experiencias de las vanguardias europeas. O aquel que a mí me parece el libro más hondo y tocante -y logrado- que haya producido la guerra civil: España, aparta de mí este cáliz, mucho más que póstumo, y no por casualidad escrito por un hijo de América ("¡Niños del mundo, está I la madre España con su vientre a cuestas!"). Y alrededor del cual la misma agonía del poeta, casi encarnada en la lumbre del mito, vueltos uno solo destino personal y momento histórico, se vuelve asimismo luminosa evidencia, verbo vivo. (Según otro poeta, su amigo Juan Larrea, las últimas palabras de Vallejo fueron: "Me voy a España". Refiriéndose, por supuesto, a la España republicana, que estaba desangrándose también --al mismo tiempo-- en su “agonía mundial”. En la Clínica Arago, donde falleció, los médicos no atinaban a explicar la verdadera causa de su muerte. Pero al año siguiente, 1939, al editarse por fin sus indelebles Poemas humanos, escritos probablemente entre 1930 y 1937, pudieron conocerse estas otras palabras tan suyas, no sólo premonitorias: “En suma, no poseo para expresar mi vida sino mi muerte.” )
¿De dónde salen, digo? De la lengua humana, empapada de vida y también fuente de vida, vida ella misma, instintiva y orgánica, cargada de los humus nutricios de la pequeña historia y de la gran historia, pero también de los instintos y los sueños, de las ansiedades y los deseos de los hombres. De un hombre capaz de ser, a la vez, él mismo y todo lo humano, lo más humano de lo humano, de ser único y general, al mismo tiempo, entre todos los hombres, junto a todos los hombres. La de César Vallejo no es una voz unánime, sino prójima, íntimamente próxima. (Qué otro, sino un gran poeta como él, podía habernos dejado por ejemplo esa sucinta clase –magistral-- de economía política: "la cantidad enorme de dinero que cuesta el ser pobre...". )
Me enorgullezco limpiamente de saber que el primer hombre que me hizo descubrirme latinoamericano llevó en sus venas la sangre de mis antepasados campesinos, y también la noble sangre de los primeros hijos de la América primera, la aborigen, la indígena. Como la lengua, como la vida, toda sangre es espléndidamente mestiza. Sólo la muerte es pura.
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Por una ecología de la condición humana
Por una ecología de la condición humana
¿DÓNDE ESTÁ LA POESÍA?
por Rodolfo Alonso
Alberto Luis Ponzo me invita a opinar sobre la “Situación de la poesía en el mundo actual”. Más allá de las bellas intenciones, pensé de inmediato, proponerse reflejar un panorama tan vasto puede llegar a hacernos parecer, al mismo tiempo, irrisorios y utópicos. Desde un punto de vista apenas estadístico, resulta absolutamente imposible. En cuanto a una presumible conceptualización, si queremos que no se convierta en un mero divagar, tendríamos que precisar el significado de algunos términos. Por ejemplo: ¿de qué estamos hablando cuando decimos “poesía”?, ¿a qué se puede aplicar, hoy, con cierta exactitud, el concepto “mundo actual”?
Para no caer --por lo menos en forma desprevenida-- dentro de esas redes casi inexorables, aclaro que intentaré referirme a lo que podríamos definir como poesía escrita, tal como ella se ha venido desarrollando a lo largo de varias centurias en la llamada cultura occidental. Y que el marco dentro del cual pretendo imaginármelo no ha de ser otro sino el contraste, por eludido no menos evidente, entre un sector del planeta ultradesarrollado tecnológicamente, dueño del poder (que hoy incluye la información y la inventiva), y otro espacio mucho más amplio donde conviven --es un decir-- vastos sectores directamente por debajo de los niveles elementales de subsistencia, junto con distintos grados de semi, sub o cuasi desarrollo.
Desde un punto de vista cultural (si es que eso tiene todavía algún sentido), lo que aparenta haberse impuesto sobre el planeta, desde aquel denominado Primer Mundo, no es sólo la sociedad de consumo sino, por vía de los omnipotentes y seductores medios masivos de comunicación, una civilización del espectáculo, una seudocultura light, donde hasta el dolor más íntimo o la tragedia más flagrante terminan por volverse show. En ese contexto, que no es sólo el de la nueva religión del shopping sino también el del auge atronadoramente ensordecedor de los hits del audio y del video, me temo que sin habernos dado cuenta se ha ido produciendo ante nuestros ojos, en las últimas décadas, primero lentamente y luego en forma cada vez más acelerada, una verdadera y profunda mutación cultural: la desaparición del lenguaje como centro de la civilización. Y esa visceral conmoción no se manifiesta tan sólo en los estratos más elevados, donde anida el poder, que ya no es sólo político-económico sino directamente tecno-idolátrico, y donde la publicidad ha sustituido al orador, el videoclip al creador de imágenes, el marketing a la aventura incluso comercial, la ingeniería genética al milagro espontáneo de la vida. Sino que ha alcanzado --aquella grave mutación cultural regresiva de que hablábamos-- a las fuentes del lenguaje humano que, por serlo, es la fuente misma de la hominidad. Y me estoy refiriendo a la devaluación más deletérea: la del lenguaje, que es el umbral mismo de la condición humana.
Hoy, incluso en las grandes ciudades del mundo hiperdesarrollado, cada vez son menos los vocablos con que se maneja una persona. Y, por otro lado, quizás como causa o consecuencia, ya no es por lo general el pueblo, una comunidad con su uso cotidiano la que renueva y da vida (como debería ser, como fue siempre), a un idioma, a una lengua.
Si tal fuera la situación, como creo que lo es, la crisis actual de la poesía --que no es sólo de consumo o difusión sino de esencia y de forma--, no podría entenderse con claridad y hondura sino en función de esta violencia prácticamente universal sobre el lenguaje humano. Nunca, ni aún en los momentos más exquisitos y más alquitarados, pudo haber una gran poesía que no tuviera siempre su raíz, así fuera secretamente, por oscuros meandros y aún sin huellas patentes a la vista, en su contacto con una lengua viva. Es decir con un idioma orgánicamente hablado por un pueblo, orgánicamente empleado para su vida cotidiana por una comunidad. La crisis cada vez más agudizada que hoy va asediando a la poesía en sus aspectos estéticos y socioculturales, no es (a mi modesto entender) por supuesto apenas el problema de un género literario o de un tipo de artista en particular. Eso ya ha ocurrido otras veces, y ha habido momentos de esplendor y otros de repliegue, ha habido especies desaparecidas y también rejuvenecimientos y hasta renacimientos. Pero nunca se había afectado de raíz, en sus mismos orígenes, al lenguaje humano como se lo está afectando en estos tiempos.
Por eso, no es la primera vez que me pregunto: ¿no habrá llegado el momento de plantearse también una ecología del espíritu, de la condición humana? ¿No será precisamente a consecuencia de los mismos defectos de esta civilización llamada occidental, en la práctica apenas tecnolátrica y consumista, que estamos enfocando los daños ecológicos que ella produce solamente en sus aspectos geográficos, económicos, materiales, y no estamos tomando en consideración cuánto le cuesta, qué precio ha tenido todo este maravilloso y a la vez devastador proceso, donde el conflicto no es por supuesto con la mera inventiva científico-técnica sino con su manipulación, en relación con el espíritu del hombre? ¿Qué poesía puede haber, entonces, si se secan las fuentes del lenguaje vivo?
(De La voz sin amo, 2006)
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¿DÓNDE ESTÁ LA POESÍA?
por Rodolfo Alonso
Alberto Luis Ponzo me invita a opinar sobre la “Situación de la poesía en el mundo actual”. Más allá de las bellas intenciones, pensé de inmediato, proponerse reflejar un panorama tan vasto puede llegar a hacernos parecer, al mismo tiempo, irrisorios y utópicos. Desde un punto de vista apenas estadístico, resulta absolutamente imposible. En cuanto a una presumible conceptualización, si queremos que no se convierta en un mero divagar, tendríamos que precisar el significado de algunos términos. Por ejemplo: ¿de qué estamos hablando cuando decimos “poesía”?, ¿a qué se puede aplicar, hoy, con cierta exactitud, el concepto “mundo actual”?
Para no caer --por lo menos en forma desprevenida-- dentro de esas redes casi inexorables, aclaro que intentaré referirme a lo que podríamos definir como poesía escrita, tal como ella se ha venido desarrollando a lo largo de varias centurias en la llamada cultura occidental. Y que el marco dentro del cual pretendo imaginármelo no ha de ser otro sino el contraste, por eludido no menos evidente, entre un sector del planeta ultradesarrollado tecnológicamente, dueño del poder (que hoy incluye la información y la inventiva), y otro espacio mucho más amplio donde conviven --es un decir-- vastos sectores directamente por debajo de los niveles elementales de subsistencia, junto con distintos grados de semi, sub o cuasi desarrollo.
Desde un punto de vista cultural (si es que eso tiene todavía algún sentido), lo que aparenta haberse impuesto sobre el planeta, desde aquel denominado Primer Mundo, no es sólo la sociedad de consumo sino, por vía de los omnipotentes y seductores medios masivos de comunicación, una civilización del espectáculo, una seudocultura light, donde hasta el dolor más íntimo o la tragedia más flagrante terminan por volverse show. En ese contexto, que no es sólo el de la nueva religión del shopping sino también el del auge atronadoramente ensordecedor de los hits del audio y del video, me temo que sin habernos dado cuenta se ha ido produciendo ante nuestros ojos, en las últimas décadas, primero lentamente y luego en forma cada vez más acelerada, una verdadera y profunda mutación cultural: la desaparición del lenguaje como centro de la civilización. Y esa visceral conmoción no se manifiesta tan sólo en los estratos más elevados, donde anida el poder, que ya no es sólo político-económico sino directamente tecno-idolátrico, y donde la publicidad ha sustituido al orador, el videoclip al creador de imágenes, el marketing a la aventura incluso comercial, la ingeniería genética al milagro espontáneo de la vida. Sino que ha alcanzado --aquella grave mutación cultural regresiva de que hablábamos-- a las fuentes del lenguaje humano que, por serlo, es la fuente misma de la hominidad. Y me estoy refiriendo a la devaluación más deletérea: la del lenguaje, que es el umbral mismo de la condición humana.
Hoy, incluso en las grandes ciudades del mundo hiperdesarrollado, cada vez son menos los vocablos con que se maneja una persona. Y, por otro lado, quizás como causa o consecuencia, ya no es por lo general el pueblo, una comunidad con su uso cotidiano la que renueva y da vida (como debería ser, como fue siempre), a un idioma, a una lengua.
Si tal fuera la situación, como creo que lo es, la crisis actual de la poesía --que no es sólo de consumo o difusión sino de esencia y de forma--, no podría entenderse con claridad y hondura sino en función de esta violencia prácticamente universal sobre el lenguaje humano. Nunca, ni aún en los momentos más exquisitos y más alquitarados, pudo haber una gran poesía que no tuviera siempre su raíz, así fuera secretamente, por oscuros meandros y aún sin huellas patentes a la vista, en su contacto con una lengua viva. Es decir con un idioma orgánicamente hablado por un pueblo, orgánicamente empleado para su vida cotidiana por una comunidad. La crisis cada vez más agudizada que hoy va asediando a la poesía en sus aspectos estéticos y socioculturales, no es (a mi modesto entender) por supuesto apenas el problema de un género literario o de un tipo de artista en particular. Eso ya ha ocurrido otras veces, y ha habido momentos de esplendor y otros de repliegue, ha habido especies desaparecidas y también rejuvenecimientos y hasta renacimientos. Pero nunca se había afectado de raíz, en sus mismos orígenes, al lenguaje humano como se lo está afectando en estos tiempos.
Por eso, no es la primera vez que me pregunto: ¿no habrá llegado el momento de plantearse también una ecología del espíritu, de la condición humana? ¿No será precisamente a consecuencia de los mismos defectos de esta civilización llamada occidental, en la práctica apenas tecnolátrica y consumista, que estamos enfocando los daños ecológicos que ella produce solamente en sus aspectos geográficos, económicos, materiales, y no estamos tomando en consideración cuánto le cuesta, qué precio ha tenido todo este maravilloso y a la vez devastador proceso, donde el conflicto no es por supuesto con la mera inventiva científico-técnica sino con su manipulación, en relación con el espíritu del hombre? ¿Qué poesía puede haber, entonces, si se secan las fuentes del lenguaje vivo?
(De La voz sin amo, 2006)
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Un sueño de Baudelaire
Selección, traducción y nota de Rodolfo Alonso
El jueves 13 de marzo de 1856, un poco antes de las cinco de la mañana, al hacer ruido con un mueble, Jeanne Duval despierta a Baudelaire. A quien el sueño que acaban de interrumpir le resulta tan raro como para sentir la irreprimible necesidad de contárselo en detalle a su gran amigo, Charles Asselineau, en una carta que se pone a escribir de inmediato. Disponemos así de un documento tan tocante como estremecedor: un sueño con fecha, narrado por su protagonista. Sería suficiente para volverlo riquísimamente invalorable, especialmente por tratarse de quien se trata: un autor en cuya obra los sueños han tenido un rol fundamental. Pero a ello se añade un contexto no menos estremecedor: recién en ese día que comienza, Baudelaire iba a recibir ejemplares de su primera obra literaria publicada, que desde siempre ansiaba ofrecer a su distante y fría madre como reivindicación de su entero destino. Y ese libro, doblemente sintomático, Histoires extraordinaires, es además la primera traducción de Poe, un artista con el cual se sentirá ineludiblemente identificado, y a quien en el mismo prólogo de esa obra va a relacionar con el otro gran fantasma de su vida: Gérard de Nerval. No es por azar que de ese sueño tan misterioso y tan misteriosamente documentado haya surgido uno de los libros más singulares sobre este singular autor: Histoire extraordinaire, de Michel Butor (Gallimard, París, 1961), que se abre y se entrelaza, enriqueciéndose, en las más diversas pero siempre concomitantes direcciones, pero autodefiniéndose en forma sintomática como “ensayo sobre un sueño de Baudelaire”. En testimonio irrefutable de la hondura con que todo esto caló en la personalidad del gran poeta de Les fleurs du mal, baste ese otro indeleble documento de su amigo Catulle Mendès, recordando una estremecedora noche que pasaron juntos en 1865. Las conclusiones, inevitables y nunca definitivas, permanecen abiertas.
Rodolfo Alonso
CARTA A CHARLES ASSELINEAU
Jueves 13 de marzo de 1856.
“Mi querido amigo,
Puesto que los sueños le divierten, he aquí uno que, estoy seguro, no le disgustará. Son las cinco de la mañana, hace mucho calor. Note que no es sino una de las mil muestras de los sueños por los cuales soy asediado, y no tengo necesidad de decirle que su singularidad completa, su carácter general que es ser absolutamente extraños a mis ocupaciones o a mis aventuras pasionales, me llevan siempre a creer que son un lenguaje jeroglífico del cual no tengo la clave.
Eran (en mi sueño) las dos o las tres de la mañana, y yo me paseaba solo por las calles. Encuentro a Castille, que tenía, creo, muchas compras que hacer, y le digo que la acompañaré y que aprovecharé el coche para hacer una compra personal. Tomamos pues un coche. Yo consideraba como un deber ofrecer a la dueña de una gran casa de prostitución un libro mío que acababa de aparecer. Al mirar mi libro, que yo tenía en la mano, ocurrió que era un libro obsceno, lo que me explicó la necesidad de ofrecer esa obra a esa mujer. Además, en mi espíritu, esa necesidad era en el fondo un pretexto, una ocasión de acostarme, de paso, con una de las muchachas de la casa: lo que implica que, sin la necesidad de ofrecer el libro, yo no hubiera osado ir a una casa semejante.
No digo nada de todo eso a Castille, hago detener el coche a la puerta de esa casa, y dejo a Castille en el coche, prometiéndome no hacerla esperar mucho.
Tan pronto como hube llamado y hube entrado, advierto que mi p... colgaba por la hendidura de mi pantalón desabotonado, y juzgo que es indecente presentarme así aún en un sitio semejante. Además, sintiéndome los pies muy mojados, noto que tengo los pies descalzos, y que los he posado en un charco húmedo, al comienzo de la escalera. ¡Bah!, me digo, los lavaré antes de hacer el amor, y antes de salir de la casa. Subo. A partir de ese momento, ya no se hace más cuestión del libro.
Me encuentro en vastas galerías, que comunica entre sí, -- mal iluminadas, de un carácter triste y ajado, -- como los viejos cafés, los antiguos gabinetes de lectura o las viles casas de juego. Las muchachas, esparcidas a través de esas vastas galerías, conversan con hombres, entre los cuales veo colegiales. Me siento muy triste y muy intimidado; temo que vean mis pies. Los miro, noto que hay uno que lleva un zapato. Algún tiempo después, reparo en que hay dos calzados. Lo que me asombra, es que las paredes de esas vastas galerías están adornadas con dibujos de todas clases, enmarcados. Todos no son obscenos. Hay incluso dibujos de arquitectura y figuras egipcias. Como me siento de más en más intimidado, y no oso abordar a una muchacha, me divierto examinando minuciosamente todos los dibujos.
En una parte alejada de una de esas galerías, encuentro una serie muy singular. En una multitud de pequeños cuadros, veo dibujos, miniaturas, pruebas fotográficas. Representan pájaros coloreados, con plumajes muy brillantes, cuyo ojo está vivo. A veces, no hay más que mitades de pájaros. Representan a veces imágenes de seres extraños, monstruosos, casi amorfos, como aerolitos. En un rincón de cada dibujo, hay una nota: la muchacha tal, con años de edad, ha dado a luz este feto, en tal año. Y otras notas por el estilo.
Se me ocurre reflexionar que ese género de dibujos es bien poco adecuado para dar ideas de amor. Otra reflexión es ésta: no hay verdaderamente en el mundo más que un solo diario, y es El Siglo, que pueda ser tan bruto como para abrir un prostíbulo, y poner allí al mismo tiempo un museo de medicina. En efecto, me digo de pronto, es El Siglo el que ha puesto los fondos para esta especulación de burdel, y el museo de medicina se explica por su manía de progreso, de ciencia, de difusión de las luces. Entonces, reflexiono que la estupidez y la tontería modernas tienen su utilidad misteriosa, y que, a menudo, lo que ha sido hecho para el mal, por una mecánica espiritual, gira hacia el bien.
Admiro en mí mismo la precisión de mi espíritu filosófico. Pero, entre todos esos seres, hay uno que ha vivido. Es un monstruo nacido en la casa y que se mantiene eternamente sobre un pedestal. Aunque vivo, forma parte entonces del museo. No es feo. Su figura es incluso linda, muy curtida, de un color oriental. Hay en él mucho de rosa y de verde. Se mantiene acurrucado, pero en una posición rara y contorsionada. Hay además algo negruzco que gira muchas veces alrededor de sus miembros, como una gruesa serpiente. Le pregunto qué es: me dice que es un apéndice monstruoso que le parte de la cabeza, algo elástico como el caucho, y tan largo, tan largo, que, si lo enrollara sobre su cabeza como un rodete, sería mucho más pesado y absolutamente imposible de llevar: que, desde entonces, está obligado a llevarlo alrededor de sus miembros, lo que, por otra parte, causa un efecto más bello. Converso largamente con el monstruo. Me informa sus fastidios y sus pesares. Hace muchos años que está obligado a mantenerse en esa sala, sobre ese pedestal, por la curiosidad del público. Pero su principal fastidio, es a la hora de comer. Tratándose de un ser vivo, está obligado a comer con las muchachas del establecimiento, -- de caminar vacilante, con su apéndice de caucho, hasta el comedor, -- donde tiene que mantenerlo enrollado a su alrededor, o colocarlo como un paquete de cuerdas sobre una silla, porque, si lo dejara arrastrar por tierra, eso le volcaría la cabeza hacia atrás.
Además, está obligado, él pequeño y encogido, a comer al lado de una muchacha grande y bien hecha. Me da por otra parte todas esas explicaciones sin amargura. No oso tocarlo, pero me intereso en él.
En ese momento (eso ya no es del sueño), mi mujer hace ruido con un mueble en el cuarto, lo que me despierta. Me despierto fatigado, roto, molido en la espalda, las piernas y las caderas. Presumo que dormía en la posición contorsionada del monstruo.
Ignoro si todo eso le parecerá tan grotesco como a mí. Al buen Minet no le sería fácil, supongo, encontrar allí una adaptación moral.
Totalmente suyo.
CH. BAUDELAIRE.”
UNA NOCHE CON BAUDELAIRE (1865)
“De golpe, pero con una voz contenida, casi no articulada, con una voz de confidencia: “¿Ha conocido a Gérard de Nerval? – No, le dije.“ Él continuó: “no estaba loco. Pregúntele a Asselineau. Asselineau le explicará que Gérard no estuvo nunca loco: sin embargo se ha suicidado, se ha ahorcado. Usted sabe, a la puerta de un tabuco, en una calle infame. ¡Ahorcado, se ha ahorcado! ¿Por qué eligió, decidido a morir, la vileza de ese lugar y de un pingajo alrededor del cuello? Hay venenos sutiles, acariciantes, ingeniosos, gracias a los cuales la muerte comienza por la alegría, al menos por el sueño...” Yo no decía nada, no osaba hablar. “¡Pero no, no, continuó él, alzando la voz, casi gritando, no es verdad, no se ha matado, no se ha matado, se han engañado, han mentido! ¡No, no, no estaba loco, no estaba enfermo, no se ha matado! ¡Oh!, ¿no es así?, ¡va a decirle, va a decirle a todo el mundo que no estaba loco, y que no se ha matado, prométame decir que no se ha matado!” Yo prometí todo lo que quería, temblando, en las tinieblas. Cesó de hablar. Pensaba en ir a la cama para acostarme, descansar un poco. No me movía, con miedo de golpear algún mueble, y, también, esperaba no sé qué. De pronto un sollozo estalló, sordo, contenido, como de un corazón que revienta bajo un gran peso. Y no hubo más que un solo sollozo. El miedo me apretó en la inmovilidad. Estaba quebrado, cerraba los ojos para no ver la sombra, delante de mí, en el espejo...
Cuando me desperté, Baudelaire ya no estaba allí...”
CATULLE MENDÈS
(Traducciones de Rodolfo Alonso)
APÉNDICE
CRÍTICOS DE BAUDELAIRE
Rencores literarios
graves agravios grávidos
pequeñeces sin sangre
sombra semen sudor
miserables miserias
gigantes de lo bajo
ciegos cerebros torpes
corazón amarillo
resollando en su barro
Plumas de plomo plano
promotores cambistas
urdiendo maniobrando
Un artista del hambre
sabrá resplandecer
RODOLFO ALONSO
_______________
El jueves 13 de marzo de 1856, un poco antes de las cinco de la mañana, al hacer ruido con un mueble, Jeanne Duval despierta a Baudelaire. A quien el sueño que acaban de interrumpir le resulta tan raro como para sentir la irreprimible necesidad de contárselo en detalle a su gran amigo, Charles Asselineau, en una carta que se pone a escribir de inmediato. Disponemos así de un documento tan tocante como estremecedor: un sueño con fecha, narrado por su protagonista. Sería suficiente para volverlo riquísimamente invalorable, especialmente por tratarse de quien se trata: un autor en cuya obra los sueños han tenido un rol fundamental. Pero a ello se añade un contexto no menos estremecedor: recién en ese día que comienza, Baudelaire iba a recibir ejemplares de su primera obra literaria publicada, que desde siempre ansiaba ofrecer a su distante y fría madre como reivindicación de su entero destino. Y ese libro, doblemente sintomático, Histoires extraordinaires, es además la primera traducción de Poe, un artista con el cual se sentirá ineludiblemente identificado, y a quien en el mismo prólogo de esa obra va a relacionar con el otro gran fantasma de su vida: Gérard de Nerval. No es por azar que de ese sueño tan misterioso y tan misteriosamente documentado haya surgido uno de los libros más singulares sobre este singular autor: Histoire extraordinaire, de Michel Butor (Gallimard, París, 1961), que se abre y se entrelaza, enriqueciéndose, en las más diversas pero siempre concomitantes direcciones, pero autodefiniéndose en forma sintomática como “ensayo sobre un sueño de Baudelaire”. En testimonio irrefutable de la hondura con que todo esto caló en la personalidad del gran poeta de Les fleurs du mal, baste ese otro indeleble documento de su amigo Catulle Mendès, recordando una estremecedora noche que pasaron juntos en 1865. Las conclusiones, inevitables y nunca definitivas, permanecen abiertas.
Rodolfo Alonso
CARTA A CHARLES ASSELINEAU
Jueves 13 de marzo de 1856.
“Mi querido amigo,
Puesto que los sueños le divierten, he aquí uno que, estoy seguro, no le disgustará. Son las cinco de la mañana, hace mucho calor. Note que no es sino una de las mil muestras de los sueños por los cuales soy asediado, y no tengo necesidad de decirle que su singularidad completa, su carácter general que es ser absolutamente extraños a mis ocupaciones o a mis aventuras pasionales, me llevan siempre a creer que son un lenguaje jeroglífico del cual no tengo la clave.
Eran (en mi sueño) las dos o las tres de la mañana, y yo me paseaba solo por las calles. Encuentro a Castille, que tenía, creo, muchas compras que hacer, y le digo que la acompañaré y que aprovecharé el coche para hacer una compra personal. Tomamos pues un coche. Yo consideraba como un deber ofrecer a la dueña de una gran casa de prostitución un libro mío que acababa de aparecer. Al mirar mi libro, que yo tenía en la mano, ocurrió que era un libro obsceno, lo que me explicó la necesidad de ofrecer esa obra a esa mujer. Además, en mi espíritu, esa necesidad era en el fondo un pretexto, una ocasión de acostarme, de paso, con una de las muchachas de la casa: lo que implica que, sin la necesidad de ofrecer el libro, yo no hubiera osado ir a una casa semejante.
No digo nada de todo eso a Castille, hago detener el coche a la puerta de esa casa, y dejo a Castille en el coche, prometiéndome no hacerla esperar mucho.
Tan pronto como hube llamado y hube entrado, advierto que mi p... colgaba por la hendidura de mi pantalón desabotonado, y juzgo que es indecente presentarme así aún en un sitio semejante. Además, sintiéndome los pies muy mojados, noto que tengo los pies descalzos, y que los he posado en un charco húmedo, al comienzo de la escalera. ¡Bah!, me digo, los lavaré antes de hacer el amor, y antes de salir de la casa. Subo. A partir de ese momento, ya no se hace más cuestión del libro.
Me encuentro en vastas galerías, que comunica entre sí, -- mal iluminadas, de un carácter triste y ajado, -- como los viejos cafés, los antiguos gabinetes de lectura o las viles casas de juego. Las muchachas, esparcidas a través de esas vastas galerías, conversan con hombres, entre los cuales veo colegiales. Me siento muy triste y muy intimidado; temo que vean mis pies. Los miro, noto que hay uno que lleva un zapato. Algún tiempo después, reparo en que hay dos calzados. Lo que me asombra, es que las paredes de esas vastas galerías están adornadas con dibujos de todas clases, enmarcados. Todos no son obscenos. Hay incluso dibujos de arquitectura y figuras egipcias. Como me siento de más en más intimidado, y no oso abordar a una muchacha, me divierto examinando minuciosamente todos los dibujos.
En una parte alejada de una de esas galerías, encuentro una serie muy singular. En una multitud de pequeños cuadros, veo dibujos, miniaturas, pruebas fotográficas. Representan pájaros coloreados, con plumajes muy brillantes, cuyo ojo está vivo. A veces, no hay más que mitades de pájaros. Representan a veces imágenes de seres extraños, monstruosos, casi amorfos, como aerolitos. En un rincón de cada dibujo, hay una nota: la muchacha tal, con años de edad, ha dado a luz este feto, en tal año. Y otras notas por el estilo.
Se me ocurre reflexionar que ese género de dibujos es bien poco adecuado para dar ideas de amor. Otra reflexión es ésta: no hay verdaderamente en el mundo más que un solo diario, y es El Siglo, que pueda ser tan bruto como para abrir un prostíbulo, y poner allí al mismo tiempo un museo de medicina. En efecto, me digo de pronto, es El Siglo el que ha puesto los fondos para esta especulación de burdel, y el museo de medicina se explica por su manía de progreso, de ciencia, de difusión de las luces. Entonces, reflexiono que la estupidez y la tontería modernas tienen su utilidad misteriosa, y que, a menudo, lo que ha sido hecho para el mal, por una mecánica espiritual, gira hacia el bien.
Admiro en mí mismo la precisión de mi espíritu filosófico. Pero, entre todos esos seres, hay uno que ha vivido. Es un monstruo nacido en la casa y que se mantiene eternamente sobre un pedestal. Aunque vivo, forma parte entonces del museo. No es feo. Su figura es incluso linda, muy curtida, de un color oriental. Hay en él mucho de rosa y de verde. Se mantiene acurrucado, pero en una posición rara y contorsionada. Hay además algo negruzco que gira muchas veces alrededor de sus miembros, como una gruesa serpiente. Le pregunto qué es: me dice que es un apéndice monstruoso que le parte de la cabeza, algo elástico como el caucho, y tan largo, tan largo, que, si lo enrollara sobre su cabeza como un rodete, sería mucho más pesado y absolutamente imposible de llevar: que, desde entonces, está obligado a llevarlo alrededor de sus miembros, lo que, por otra parte, causa un efecto más bello. Converso largamente con el monstruo. Me informa sus fastidios y sus pesares. Hace muchos años que está obligado a mantenerse en esa sala, sobre ese pedestal, por la curiosidad del público. Pero su principal fastidio, es a la hora de comer. Tratándose de un ser vivo, está obligado a comer con las muchachas del establecimiento, -- de caminar vacilante, con su apéndice de caucho, hasta el comedor, -- donde tiene que mantenerlo enrollado a su alrededor, o colocarlo como un paquete de cuerdas sobre una silla, porque, si lo dejara arrastrar por tierra, eso le volcaría la cabeza hacia atrás.
Además, está obligado, él pequeño y encogido, a comer al lado de una muchacha grande y bien hecha. Me da por otra parte todas esas explicaciones sin amargura. No oso tocarlo, pero me intereso en él.
En ese momento (eso ya no es del sueño), mi mujer hace ruido con un mueble en el cuarto, lo que me despierta. Me despierto fatigado, roto, molido en la espalda, las piernas y las caderas. Presumo que dormía en la posición contorsionada del monstruo.
Ignoro si todo eso le parecerá tan grotesco como a mí. Al buen Minet no le sería fácil, supongo, encontrar allí una adaptación moral.
Totalmente suyo.
CH. BAUDELAIRE.”
UNA NOCHE CON BAUDELAIRE (1865)
“De golpe, pero con una voz contenida, casi no articulada, con una voz de confidencia: “¿Ha conocido a Gérard de Nerval? – No, le dije.“ Él continuó: “no estaba loco. Pregúntele a Asselineau. Asselineau le explicará que Gérard no estuvo nunca loco: sin embargo se ha suicidado, se ha ahorcado. Usted sabe, a la puerta de un tabuco, en una calle infame. ¡Ahorcado, se ha ahorcado! ¿Por qué eligió, decidido a morir, la vileza de ese lugar y de un pingajo alrededor del cuello? Hay venenos sutiles, acariciantes, ingeniosos, gracias a los cuales la muerte comienza por la alegría, al menos por el sueño...” Yo no decía nada, no osaba hablar. “¡Pero no, no, continuó él, alzando la voz, casi gritando, no es verdad, no se ha matado, no se ha matado, se han engañado, han mentido! ¡No, no, no estaba loco, no estaba enfermo, no se ha matado! ¡Oh!, ¿no es así?, ¡va a decirle, va a decirle a todo el mundo que no estaba loco, y que no se ha matado, prométame decir que no se ha matado!” Yo prometí todo lo que quería, temblando, en las tinieblas. Cesó de hablar. Pensaba en ir a la cama para acostarme, descansar un poco. No me movía, con miedo de golpear algún mueble, y, también, esperaba no sé qué. De pronto un sollozo estalló, sordo, contenido, como de un corazón que revienta bajo un gran peso. Y no hubo más que un solo sollozo. El miedo me apretó en la inmovilidad. Estaba quebrado, cerraba los ojos para no ver la sombra, delante de mí, en el espejo...
Cuando me desperté, Baudelaire ya no estaba allí...”
CATULLE MENDÈS
(Traducciones de Rodolfo Alonso)
APÉNDICE
CRÍTICOS DE BAUDELAIRE
Rencores literarios
graves agravios grávidos
pequeñeces sin sangre
sombra semen sudor
miserables miserias
gigantes de lo bajo
ciegos cerebros torpes
corazón amarillo
resollando en su barro
Plumas de plomo plano
promotores cambistas
urdiendo maniobrando
Un artista del hambre
sabrá resplandecer
RODOLFO ALONSO
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Rimbaud, ¿pasado o presente?
RIMBAUD,
¿PASADO O PRESENTE?
Por Rodolfo Alonso
Con una intensidad hasta entonces prácticamente desconocida, con una devoradora pasión tan ineludible como fogosa, un violento y deslumbrante cometa cruzó el cielo por entonces opaco de la cultura europea, allá a mediados altos del siglo XIX, precisamente entre 1854 y 1891. Dentro de ese período, que es el de su corta vida, en el brevísimo instante de unos dos o tres años, otros tantos no demasiado voluminosos libros vinieron sin embargo a trastocar en su totalidad, de raíz, de fondo, no sólo el criterio sino también la práctica de la poesía. Acentuando de manera absoluta, hasta sus últimas consecuencias, una tendencia que había reiniciado magistralmente Baudelaire, le tocó a otro poeta francés, un adolescente de provincias, de no más de quince o dieciseis años, de carácter probablemente poco estable y moral nada rígida, nacido seis años después de los graves sucesos de 1848 y tres años antes de que se publicaran Las Flores del Mal, franquear impetuosamente aquellos límites que intentaron confinar a la poesía para devolverle todos sus dones y sus potencias naturales y ocultas.
Más cerca de la experiencia que de la literatura, y por lo tanto más próxima felizmente a convertirse en una evidencia (aquello que Husserl definiría algo más tarde como “la vivencia de la verdad”) antes que en un mero ejercicio retórico, al mismo tiempo esta escritura sin duda revolucionaria pero también tan precisa como inquietante e infinitamente enriquecedora iba a concretarse --tal como comenzaba a hacerlo contemporáneamente Mallarmé--, en la potenciación de un lenguaje a la vez específicamente poético y deslumbradoramente humano.
Aquellas características del cometa (fugacidad, intensidad, perduración) que asumen tanto la vida como la obra de Jean-Arthur Rimbaud, se acentúan aún dentro de lo acotado de su existencia --tan sólo unos treinta y siete años desde su nacimiento en la ardenesa Charleville hasta su fallecimiento el 10 de noviembre de 1891--, donde el momento digamos de incandescencia se concreta en un período, inicial, y mucho más breve. Entre 1871 y 1873 no sólo escribe alguna correspondencia milagrosamente premonitoria y reveladora, entre ella la indeleble Carta del vidente, sino que también echa a navegar El barco ebrio y el soneto a las Vocales, inscribe para siempre en la historia de la gran poesía universal a Las Iluminaciones y retira de imprenta apenas unos pocos ejemplares de Una Temporada en el Infierno. A la vez, con prisa y sin pausa, vertiginosamente, agota los turbulentos días de su propia vida también signada de significación, desde la estruendosa escapada con Verlaine hasta su proximidad con un acontecimiento tan emblemático como la Comuna que nació en 1870 para ser masacrada al año siguiente.
Prometeico y mesiánico, hijo pródigo y padre fundador, capaz de sumergirse en los abismos más bien a la manera de Orfeo que como el Alighieri, niño prodigio y ángel del mal, mientras las más diversas familias ideológicas, espirituales y estéticas siguen tratando de apropiarse infructuosamente de su contagiosa reverberación, quizás me animaría a sostener con humildad pero no sin firmeza que el único astro que guió a ciencia cierta su destino no fue otro que el de la poesía. Pero una poesía que implicaba por supuesto mucho más que una mera actividad literaria.
En el mejor estilo del “poeta maldito” pagó con su propia vida los límites que traspasó pero también, al mismo tiempo, los vislumbres y las certezas que alcanzó. Y quizás el mejor testimonio de su desdén ejemplar por la equívoca “vida literaria” (denominación contradictoria si las hay) se cifra sin duda en su espontáneo llamado a silencio, y en su también voluntario abandono de toda posibilidad de subsistencia digamos convencional. Un abandono que puede ser también huída o entrega, pero un silencio que sin embargo habla estrepitosamente, un silencio que lo dice todo a grandes voces.
Porque otra característica del fenómeno Rimbaud, como en los más sutiles explosivos, fue su capacidad de efecto retardado. Impreso originalmente en 1872, Las Iluminaciones sólo llega al conocimiento público en 1886, pero justamente a tiempo para influir en el desencadenamiento de la revolución simbolista, que para tantos constituye la culminación de la poesía del siglo XIX. Mientras que Una Temporada en el Infierno, que es de 1873, sólo llega a ser divulgada en 1895. Y la más que significativa Carta del vidente, como es sabido dirigida a Paul Demeny en mayo de 1871, el mismo año en que publica sus iniciales Poesías, recién empieza a ser difundida con más amplitud en 1912, justamente a tiempo para fecundar el corazón y el espíritu de los jóvenes que estaban por desencadenar los grandes movimientos llamados de vanguardia que modificaron raigalmente la poesía y el arte a comienzos del siglo XX.
Nunca quizá como en este caso las circunstancias de una vida por demás tormentosa, turbulenta y convulsionada fueron tomados tan en cuenta para calibrar una obra poética. Y, al mismo tiempo, indisolublemente, pero también de algún modo con carácter antípoda, nunca obra poética alguna llegó a alcanzar una repercusión tan virulenta y prodigiosa, capaz no sólo de influir en las concepciones estéticas sino directamente de transformar las personalidades de aquellos a quienes rozaba. Así se explica, por esta dialéctica entre vida y poesía, pero sobre todo por otra dialéctica también interna, orgánica diría, precisamente de esta obra poética y de esta vida en particular, tanto el carácter sintomático cuando no directamente profético o premonitorio con que una y otra, vida y poesía, no pudieron dejar de verse signadas.
Los hechos, los actos, las anécdotas pueden resultar, en cuanto a su interpretación, quizá tanto o más ambiguos que las mismas palabras. Así se llegó a especular en uno u otro sentido, casi siempre contradictorios entre sí, con respecto a los muchos sucesos como dije nada convencionales de su vida. Que si participó en la legendaria rebelión de la Comuna o fue sólo un contemporáneo que la vio indudablemente con simpatía. Que hasta dónde llegó el alcance de sus intimidades con Verlaine o la intensidad de sus relaciones con una mujer abisinia. Que si pidió la extremaunción antes de morir por haberse convertido o simplemente por no atribular todavía más a su crédula hermana. Y así se llegó también hasta a producir aquel resonante escándalo literario que conmovió a París con el fraguado descubrimiento de un inédito suyo, por supuesto fraudulento, que sirvió sin embargo para desenmascarar a ciertos pretendidos especialistas.
Hay ambigüedades que forman parte del lenguaje porque también forman, me animaría a creer, parte indisoluble de nuestra condición humana. Y de esa ambigüedad, para mi gusto prácticamente orgánica, raigal, constitutiva, que bien puede considerarse de algún modo una carencia, hace la poesía no obstante su cantera. De esa incapacidad del lenguaje humano para decirlo todo claramente, que tanto inquietó en nuestra época a un Ludwig Wittgenstein (“Si el signo y lo designado no fueran idénticos en lo tocante a su pleno contenido lógico, entonces debería haber algo todavía más fundamental que la lógica”), la poesía intenta extraer justamente su capacidad para decirlo todo. En la mismísima obra de Rimbaud, un título como el de Las Iluminaciones, al cual es prácticamente imposible no otorgar un sentido visionario, cuando no místico y hasta en cierto modo heráldico, fue sin embargo subtitulado por su propio autor, en inglés, como Painted plates, lo cual amenaza reducirlas sin más a meras ilustraciones.
Lo que también resulta singular, en la vida de Rimbaud, es la forma directamente irradiante con que las circunstancias concretas de su existencia se entretejen misteriosamente con los acontecimientos digamos históricos y, a la vez, de qué forma también sus propios textos se enhebran con su vida y con su tiempo, e inclusive se adelantan a épocas posteriores. De tal forma que una y otras (vida, época, poesía) se nos van presentando con diversas facetas de acuerdo con la forma en que las percibamos relacionadas entre sí. Es decir que, a la natural ambigüedad como intuimos congénita del lenguaje humano, de la cual justamente la escritura de Rimbaud vino a extraer una de sus vertientes más hondas y fecundas, se le agrega la inevitable disparidad de nuestra percepción individual y de nuestros enfoques, de nuestros ineludibles y felizmente diversos puntos de vista ideológicos, espirituales y/o estéticos.
No ha de ser entonces responsabilidad de una poesía como la de Rimbaud, quien fue capaz de llamarse a sí mismo a silencio, demostrar qué vígencia tiene aún hoy, después de más de cien años de su muerte. Por el contrario, es un problema nuestro, es un grave problema de nuestra civilización y de nuestra cultura y, dentro de ella, muy especialmente de quienes nos creemos destinados a la poesía, demostrar si su ejemplo y su palabra tienen todavía hoy una vida útil y una digna descendencia. Es en nosotros donde se decide si la de Rimbaud es hoy una lengua viva o una lengua muerta.
Porque es aquí y ahora, en este nuevo siglo donde la humanidad prácticamente entera parece haber sido compulsiva o seductoramente impulsada a preferir el tener o el parecer antes que el ser y hasta el hacer, es en medio de esta anomia que quieren presagiarnos posmoderna y que parece quitar todo sentido no sólo a la pasión sino directamente al apasionamiento, donde la rabiosa sed de belleza del adolescente Rimbaud, que supo decir que “Es necesario ser absolutamente moderno”, puede volver a resultarnos fecunda y favorable. Al menos, como contraveneno y como antídoto.
Porque si se trata de un auténtico clásico, en el sentido que me permito asignar a dicho término, es decir alguien capaz de darnos vida, de traernos vida, de seguir siendo fértil en nosotros, no siento que podamos pensar a Rimbaud sino como un acicate y como impulso. Aquel que supo anunciarnos la llegada del “tiempo de los ASESINOS” pero también que vendrían en su estela “otros horribles trabajadores”, aquel que imaginó el primero al poeta como “encargado de la Humanidad” pero que supo percibir al mismo tiempo que “Yo es Otro”, aquel que pudo predecir las más modernas barbaries y al mismo tiempo plantearnos como evidencia concreta la nostalgia de las barbaries inocentes, contra toda opacidad, contra manipulación, desde el ejemplo de su poesía y de su entrega, precisamente porque “Toda luna es atroz y todo sol amargo”, ha de seguir incitándonos a “cambiar la vida”.
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¿PASADO O PRESENTE?
Por Rodolfo Alonso
Con una intensidad hasta entonces prácticamente desconocida, con una devoradora pasión tan ineludible como fogosa, un violento y deslumbrante cometa cruzó el cielo por entonces opaco de la cultura europea, allá a mediados altos del siglo XIX, precisamente entre 1854 y 1891. Dentro de ese período, que es el de su corta vida, en el brevísimo instante de unos dos o tres años, otros tantos no demasiado voluminosos libros vinieron sin embargo a trastocar en su totalidad, de raíz, de fondo, no sólo el criterio sino también la práctica de la poesía. Acentuando de manera absoluta, hasta sus últimas consecuencias, una tendencia que había reiniciado magistralmente Baudelaire, le tocó a otro poeta francés, un adolescente de provincias, de no más de quince o dieciseis años, de carácter probablemente poco estable y moral nada rígida, nacido seis años después de los graves sucesos de 1848 y tres años antes de que se publicaran Las Flores del Mal, franquear impetuosamente aquellos límites que intentaron confinar a la poesía para devolverle todos sus dones y sus potencias naturales y ocultas.
Más cerca de la experiencia que de la literatura, y por lo tanto más próxima felizmente a convertirse en una evidencia (aquello que Husserl definiría algo más tarde como “la vivencia de la verdad”) antes que en un mero ejercicio retórico, al mismo tiempo esta escritura sin duda revolucionaria pero también tan precisa como inquietante e infinitamente enriquecedora iba a concretarse --tal como comenzaba a hacerlo contemporáneamente Mallarmé--, en la potenciación de un lenguaje a la vez específicamente poético y deslumbradoramente humano.
Aquellas características del cometa (fugacidad, intensidad, perduración) que asumen tanto la vida como la obra de Jean-Arthur Rimbaud, se acentúan aún dentro de lo acotado de su existencia --tan sólo unos treinta y siete años desde su nacimiento en la ardenesa Charleville hasta su fallecimiento el 10 de noviembre de 1891--, donde el momento digamos de incandescencia se concreta en un período, inicial, y mucho más breve. Entre 1871 y 1873 no sólo escribe alguna correspondencia milagrosamente premonitoria y reveladora, entre ella la indeleble Carta del vidente, sino que también echa a navegar El barco ebrio y el soneto a las Vocales, inscribe para siempre en la historia de la gran poesía universal a Las Iluminaciones y retira de imprenta apenas unos pocos ejemplares de Una Temporada en el Infierno. A la vez, con prisa y sin pausa, vertiginosamente, agota los turbulentos días de su propia vida también signada de significación, desde la estruendosa escapada con Verlaine hasta su proximidad con un acontecimiento tan emblemático como la Comuna que nació en 1870 para ser masacrada al año siguiente.
Prometeico y mesiánico, hijo pródigo y padre fundador, capaz de sumergirse en los abismos más bien a la manera de Orfeo que como el Alighieri, niño prodigio y ángel del mal, mientras las más diversas familias ideológicas, espirituales y estéticas siguen tratando de apropiarse infructuosamente de su contagiosa reverberación, quizás me animaría a sostener con humildad pero no sin firmeza que el único astro que guió a ciencia cierta su destino no fue otro que el de la poesía. Pero una poesía que implicaba por supuesto mucho más que una mera actividad literaria.
En el mejor estilo del “poeta maldito” pagó con su propia vida los límites que traspasó pero también, al mismo tiempo, los vislumbres y las certezas que alcanzó. Y quizás el mejor testimonio de su desdén ejemplar por la equívoca “vida literaria” (denominación contradictoria si las hay) se cifra sin duda en su espontáneo llamado a silencio, y en su también voluntario abandono de toda posibilidad de subsistencia digamos convencional. Un abandono que puede ser también huída o entrega, pero un silencio que sin embargo habla estrepitosamente, un silencio que lo dice todo a grandes voces.
Porque otra característica del fenómeno Rimbaud, como en los más sutiles explosivos, fue su capacidad de efecto retardado. Impreso originalmente en 1872, Las Iluminaciones sólo llega al conocimiento público en 1886, pero justamente a tiempo para influir en el desencadenamiento de la revolución simbolista, que para tantos constituye la culminación de la poesía del siglo XIX. Mientras que Una Temporada en el Infierno, que es de 1873, sólo llega a ser divulgada en 1895. Y la más que significativa Carta del vidente, como es sabido dirigida a Paul Demeny en mayo de 1871, el mismo año en que publica sus iniciales Poesías, recién empieza a ser difundida con más amplitud en 1912, justamente a tiempo para fecundar el corazón y el espíritu de los jóvenes que estaban por desencadenar los grandes movimientos llamados de vanguardia que modificaron raigalmente la poesía y el arte a comienzos del siglo XX.
Nunca quizá como en este caso las circunstancias de una vida por demás tormentosa, turbulenta y convulsionada fueron tomados tan en cuenta para calibrar una obra poética. Y, al mismo tiempo, indisolublemente, pero también de algún modo con carácter antípoda, nunca obra poética alguna llegó a alcanzar una repercusión tan virulenta y prodigiosa, capaz no sólo de influir en las concepciones estéticas sino directamente de transformar las personalidades de aquellos a quienes rozaba. Así se explica, por esta dialéctica entre vida y poesía, pero sobre todo por otra dialéctica también interna, orgánica diría, precisamente de esta obra poética y de esta vida en particular, tanto el carácter sintomático cuando no directamente profético o premonitorio con que una y otra, vida y poesía, no pudieron dejar de verse signadas.
Los hechos, los actos, las anécdotas pueden resultar, en cuanto a su interpretación, quizá tanto o más ambiguos que las mismas palabras. Así se llegó a especular en uno u otro sentido, casi siempre contradictorios entre sí, con respecto a los muchos sucesos como dije nada convencionales de su vida. Que si participó en la legendaria rebelión de la Comuna o fue sólo un contemporáneo que la vio indudablemente con simpatía. Que hasta dónde llegó el alcance de sus intimidades con Verlaine o la intensidad de sus relaciones con una mujer abisinia. Que si pidió la extremaunción antes de morir por haberse convertido o simplemente por no atribular todavía más a su crédula hermana. Y así se llegó también hasta a producir aquel resonante escándalo literario que conmovió a París con el fraguado descubrimiento de un inédito suyo, por supuesto fraudulento, que sirvió sin embargo para desenmascarar a ciertos pretendidos especialistas.
Hay ambigüedades que forman parte del lenguaje porque también forman, me animaría a creer, parte indisoluble de nuestra condición humana. Y de esa ambigüedad, para mi gusto prácticamente orgánica, raigal, constitutiva, que bien puede considerarse de algún modo una carencia, hace la poesía no obstante su cantera. De esa incapacidad del lenguaje humano para decirlo todo claramente, que tanto inquietó en nuestra época a un Ludwig Wittgenstein (“Si el signo y lo designado no fueran idénticos en lo tocante a su pleno contenido lógico, entonces debería haber algo todavía más fundamental que la lógica”), la poesía intenta extraer justamente su capacidad para decirlo todo. En la mismísima obra de Rimbaud, un título como el de Las Iluminaciones, al cual es prácticamente imposible no otorgar un sentido visionario, cuando no místico y hasta en cierto modo heráldico, fue sin embargo subtitulado por su propio autor, en inglés, como Painted plates, lo cual amenaza reducirlas sin más a meras ilustraciones.
Lo que también resulta singular, en la vida de Rimbaud, es la forma directamente irradiante con que las circunstancias concretas de su existencia se entretejen misteriosamente con los acontecimientos digamos históricos y, a la vez, de qué forma también sus propios textos se enhebran con su vida y con su tiempo, e inclusive se adelantan a épocas posteriores. De tal forma que una y otras (vida, época, poesía) se nos van presentando con diversas facetas de acuerdo con la forma en que las percibamos relacionadas entre sí. Es decir que, a la natural ambigüedad como intuimos congénita del lenguaje humano, de la cual justamente la escritura de Rimbaud vino a extraer una de sus vertientes más hondas y fecundas, se le agrega la inevitable disparidad de nuestra percepción individual y de nuestros enfoques, de nuestros ineludibles y felizmente diversos puntos de vista ideológicos, espirituales y/o estéticos.
No ha de ser entonces responsabilidad de una poesía como la de Rimbaud, quien fue capaz de llamarse a sí mismo a silencio, demostrar qué vígencia tiene aún hoy, después de más de cien años de su muerte. Por el contrario, es un problema nuestro, es un grave problema de nuestra civilización y de nuestra cultura y, dentro de ella, muy especialmente de quienes nos creemos destinados a la poesía, demostrar si su ejemplo y su palabra tienen todavía hoy una vida útil y una digna descendencia. Es en nosotros donde se decide si la de Rimbaud es hoy una lengua viva o una lengua muerta.
Porque es aquí y ahora, en este nuevo siglo donde la humanidad prácticamente entera parece haber sido compulsiva o seductoramente impulsada a preferir el tener o el parecer antes que el ser y hasta el hacer, es en medio de esta anomia que quieren presagiarnos posmoderna y que parece quitar todo sentido no sólo a la pasión sino directamente al apasionamiento, donde la rabiosa sed de belleza del adolescente Rimbaud, que supo decir que “Es necesario ser absolutamente moderno”, puede volver a resultarnos fecunda y favorable. Al menos, como contraveneno y como antídoto.
Porque si se trata de un auténtico clásico, en el sentido que me permito asignar a dicho término, es decir alguien capaz de darnos vida, de traernos vida, de seguir siendo fértil en nosotros, no siento que podamos pensar a Rimbaud sino como un acicate y como impulso. Aquel que supo anunciarnos la llegada del “tiempo de los ASESINOS” pero también que vendrían en su estela “otros horribles trabajadores”, aquel que imaginó el primero al poeta como “encargado de la Humanidad” pero que supo percibir al mismo tiempo que “Yo es Otro”, aquel que pudo predecir las más modernas barbaries y al mismo tiempo plantearnos como evidencia concreta la nostalgia de las barbaries inocentes, contra toda opacidad, contra manipulación, desde el ejemplo de su poesía y de su entrega, precisamente porque “Toda luna es atroz y todo sol amargo”, ha de seguir incitándonos a “cambiar la vida”.
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Pessoa en Argentina
El 30 de noviembre se cumplieron setenta años del nacimiento del gran poeta portugués Fernando Pessoa
Pessoa en Argentina
por Rodolfo Alonso
Poco habría importado a Fernando Pessoa (1888-1935) que sus inquietudes cambiaran de sentido en el contexto de otras épocas. ¿Cómo iba a imaginarse lineal, definitivo, explícito, quien vio hacerse en sí mismo a varios creadores distintos, los heterónimos, de personalidades y obras tan complejas como diferentes? Pero además, en vida, Pessoa no publicó más que un solo título, Mensaje 1 y, cuando mucho, sólo podría darse por concluido otro relato suyo, El banquero anarquista 2.
Cuando Aldo Pellegrini, siendo yo tan joven, me encomendó la primera traducción al castellano (Poemas, Fabril Editora, Buenos Aires, 1961) de los cuatro poetas que hay en Fernando Pessoa, que fue también su publicación inicial en América Latina, recuerdo lo arduo que fue obtener los derechos. Como si sus herederos se avergonzaran de ese extraño desconocido, de vida más que anónima, recluyendo bajo la humilde apariencia de corresponsal extranjero de casas comerciales la gestación de su “drama en gente”, la múltiple y fecunda obra de creación que lo poblaba. Pero recuerdo también, vívidamente, la aceptación inmediata por los lectores, que indujo aquí sucesivas reediciones cuando era todavía un desconocido, incluso en Portugal, anticipando lo ya evidente: Pessoa conquista sus admiradores de uno en uno, de persona a persona, de manera honda, ineludible.
Haber reeditado entonces, textualmente, aquella primicia argentina (Antología poética, Argonauta, Buenos Aires, 2005), bien puede considerarse celebración, no documento. Y abarca también otra lectura posible, más rica y diversificada, no sólo del texto sino de la dimensión y del dominio, local y universal, de esta figura y esa obra. Ahora que una canonización universal (similar a la de Borges, y que misteriosamente lo convirtió en el super-Camoens que había sugerido), confirma la premonitoria afirmación de Adolfo Casais Monteiro, que ya en 1958 lo vio como “el más universal y el más portugués de los poetas de este siglo”, no cesa de sorprenderme la exquisita avidez, la delicada fidelidad con que tantos lectores, en esta era de banalización globalizada y consumismo acrítico, viven como descubrimiento propio, personal, trascendente y enriquecedor, a este gran poeta distante, multifacético, exigente y oculto.
Una de las condiciones de cuyo encanto será siempre el carácter auténticamente enigmático, la irónica altivez de quien supo desnudarse a fondo (¿sólo para sí mismo?): “Trata de seducir con lo que hay en tu silencio”.
1 Mensaje, de Fernando Pessoa, traducción de Rodolfo Alonso (Emecé, Buenos Aires, 2004)
2 El banquero anarquista, de Fernando Pessoa, traducción de Rodolfo Alonso (Emecé, Buenos Aires, 2003).
RODOLFO ALONSO. Poeta, traductor y ensayista argentino. Premio Nacional de Poesía (1997). Orden “Alejo Zuloaga” de la Universidad de Carabobo (Venezuela, 2002). Palmas Académicas de la Academia Brasileña de Letras (2005). Premio Único de Ensayo Inédito de la Ciudad de Buenos Aires (2005).
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Pessoa en Argentina
por Rodolfo Alonso
Poco habría importado a Fernando Pessoa (1888-1935) que sus inquietudes cambiaran de sentido en el contexto de otras épocas. ¿Cómo iba a imaginarse lineal, definitivo, explícito, quien vio hacerse en sí mismo a varios creadores distintos, los heterónimos, de personalidades y obras tan complejas como diferentes? Pero además, en vida, Pessoa no publicó más que un solo título, Mensaje 1 y, cuando mucho, sólo podría darse por concluido otro relato suyo, El banquero anarquista 2.
Cuando Aldo Pellegrini, siendo yo tan joven, me encomendó la primera traducción al castellano (Poemas, Fabril Editora, Buenos Aires, 1961) de los cuatro poetas que hay en Fernando Pessoa, que fue también su publicación inicial en América Latina, recuerdo lo arduo que fue obtener los derechos. Como si sus herederos se avergonzaran de ese extraño desconocido, de vida más que anónima, recluyendo bajo la humilde apariencia de corresponsal extranjero de casas comerciales la gestación de su “drama en gente”, la múltiple y fecunda obra de creación que lo poblaba. Pero recuerdo también, vívidamente, la aceptación inmediata por los lectores, que indujo aquí sucesivas reediciones cuando era todavía un desconocido, incluso en Portugal, anticipando lo ya evidente: Pessoa conquista sus admiradores de uno en uno, de persona a persona, de manera honda, ineludible.
Haber reeditado entonces, textualmente, aquella primicia argentina (Antología poética, Argonauta, Buenos Aires, 2005), bien puede considerarse celebración, no documento. Y abarca también otra lectura posible, más rica y diversificada, no sólo del texto sino de la dimensión y del dominio, local y universal, de esta figura y esa obra. Ahora que una canonización universal (similar a la de Borges, y que misteriosamente lo convirtió en el super-Camoens que había sugerido), confirma la premonitoria afirmación de Adolfo Casais Monteiro, que ya en 1958 lo vio como “el más universal y el más portugués de los poetas de este siglo”, no cesa de sorprenderme la exquisita avidez, la delicada fidelidad con que tantos lectores, en esta era de banalización globalizada y consumismo acrítico, viven como descubrimiento propio, personal, trascendente y enriquecedor, a este gran poeta distante, multifacético, exigente y oculto.
Una de las condiciones de cuyo encanto será siempre el carácter auténticamente enigmático, la irónica altivez de quien supo desnudarse a fondo (¿sólo para sí mismo?): “Trata de seducir con lo que hay en tu silencio”.
1 Mensaje, de Fernando Pessoa, traducción de Rodolfo Alonso (Emecé, Buenos Aires, 2004)
2 El banquero anarquista, de Fernando Pessoa, traducción de Rodolfo Alonso (Emecé, Buenos Aires, 2003).
RODOLFO ALONSO. Poeta, traductor y ensayista argentino. Premio Nacional de Poesía (1997). Orden “Alejo Zuloaga” de la Universidad de Carabobo (Venezuela, 2002). Palmas Académicas de la Academia Brasileña de Letras (2005). Premio Único de Ensayo Inédito de la Ciudad de Buenos Aires (2005).
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À quoi sert aujourd’hui la poésie ?
par Rodolfo Alonso
Si la poésie a encore un sens dans ces temps de misère, c’est celui de continuer à incarner, malgré tout, ce que Wallace Stevens a si justement défini dans ses Adagia : « la joie du langage ». La société de consommation, la société du spectacle, nous a si bien imbus de son atmosphère stridente, démagogique et plate, fausse dans le double sens d’imitation et de malhonnêteté, qu’elle est devenue l’air même que nous respirons, entourés que nous sommes d’une pseudo-culture populiste –non populaire– produite pour nous faire séduire par les grands médias d'incommunication. Avec tous leurs effets délétères sur la spontanéité créatrice des gens. Même sur le langage, en particulier sur le langage.
Le problème est que si le langage humain déchoit, avec lui déchoit la condition humaine. Puisque –j’insiste– nous ne nous servons pas du langage, nous sommes langage. Et moins langage sommes-nous, moins humains, moins hommes. Peut-être sans le percevoir nous avons vécu une mutation, et maintenant nous sommes submergés non seulement dans une civilisation dont le centre n’est plus le langage, mais qui en attaque même les sources. La crise actuelle de la poésie n’est peut-être pas seulement celle d’un simple genre littéraire, mais quelque chose de bien pire : elle est la manifestation maximale d’un manque très profond en ce qui concerne la capacité spontanée des hommes pour créer le langage.
Chaque fois qu’il y a eu une grande poésie, tout alambiquée et élitiste qu’elle semblât, elle était secrètement liée, ne serait-ce que par d’obscurs méandres, à une langue vivante, réellement parlée par un peuple, par une communauté. Face à la possibilité menaçante de l’extinction de la grande littérature, on pourrait se demander si chacun de nous devrait, comme l’a déjà anticipé Ray Bradbury en son Farenheit 451, se cacher pour préserver vivant, appris par cœur, le texte d’un grand livre. Ou suffira-t-il de continuer à écrire le poème ?
Car « le mot ne serait pas délicieux s’il ne signifiât une qualité », n’est-il pas vrai, Gabriel Miró ? Et l’homme qui travaille amoureusement ce langage qui est à la fois le sien et celui de tous, lui appartenant intimement en propre et en même temps à l’espèce, le solitaire qui après tout accomplit la plus significative et la plus nécessaire fonction sociale, a pu être clairement perçu par Michel Butor au début des années 60 : « Le poète est celui qui a conscience que la langue, et avec elle toutes les choses humaines, sont en danger ».
Il me semble évident que la compréhensible et vaillante réaction mondiale des écologistes (à laquelle nous avons vu s’ajouter dernièrement tant de partisans de la paix) a attiré l’attention sur les conséquences délétères que la dépendance suicide par rapport au pouvoir global et la richesse obscène ont eu sur la qualité de la vie humaine, et de la vie tout court, sur notre planète, mettant l’accent sur les préjudices portés à l’environnement, géographiques, concrets, visibles. Mais je crains que l’on n’ait pas encore perçu l’extension du préjudice psychique, culturel, esthétique et essentiellement humain que nous avons subi afin de nous adapter à cette machine démentielle, dont le but délirant et unique est de faire de l’argent, et plus d’argent avec de l’argent, et ainsi de suite jusqu’à l’infini. Et qu’il faudrait donc une lutte écologique en faveur de la condition humaine, de la qualité humaine de la vie humaine. Naturellement, sans abandonner l’autre lutte. C’est vrai qu’il y a un trou dans la couche d’ozone, mais il y a aussi un abîme (sinon un cancer) dans l’esprit.
Comme presque toutes les choses de la planète, la poésie a été aujourd’hui tout à fait désacralisée. Et si telle avait pu être l’intention des avant-gardes du début du XXe. siècle, c’est certain qu’elle ne le fut pas dans le sens actuel. Je ne crois pas, par exemple, que la fontaine-urinoir de Duchamp ait la même longueur d’onde et la même orientation que tant de ces « installations » en froid, et que tant de cet art « conceptuel » étrangement considéré aujourd’hui comme néo-académisme (presque toujours à caractère officiel et sous des patronages multinationaux qui n’ont rien à voir avec, par exemple, un Laurent de Médicis). Après tout, déjà au XVIe. siècle, Francis Bacon pouvait dire : « La vérité naît plus facilement de l’erreur que de la confusion ». Et surtout de l’erreur qui consiste à errer, errants. Au plus profond, dans nos viscères, quand nous restons seuls et que les bruits se taisent et que les lumières s’éteignent, Rimbaud continue à être interrogé, et il nous interroge.
Et pour conclure, du moins maintenant, reprenons encore cette même question d’une innocence accablante, qu’une fois me posa en public un collègue vénézuélien : « Dans cette époque que nous vivons, quelle est, pensez-vous, la mission du poète ? » Comment s’empêcher de dire que nous voudrions que le poète, avec son travail, fût capable en même temps de se réaliser comme personne et d’aider ses frères, d’énoncer la parole nécessaire, indispensable et unique, la parole qui serait à la fois intime et secrète, encore humide du silence des origines, surgissant d’une lisière vierge de l’univers, et en même temps générale, partagée, fraternelle, solidaire, non seulement offerte mais aussi acceptée des autres, qui la feraient sienne et lui donneraient un destin, même si ce destin était celui, pas peu glorieux, de devenir salutairement anonyme, sans auteur et sans temps, incarnée dans le flot de la vie et de l’humain ? Ne pas se trahir, donc, ne pas trahir les autres ; et en plus, ne pas trahir la propre langue, le propre idiome, le son qu’on est venu apporter au monde. Et venant chacun à être l’espèce, aussi splendidement barbare et intuitive que tragiquement conditionnée par les cultures qu’il s’est faites ou que lui ont été imposées. Et devenir aussi, en même temps, la conscience de notre risible quoique démesurée condition. Ce que nous sommes, ce que nous pourrions être, peut-être ce que nous serons. Mais nous savons bien que pour l’instant la seule gloire honnêtement désirable n’est plus celle de vivre dans le cœur des autres, de quelqu’un d’autre, mais, plus humblement, plus sagement, l’honneur et le plaisir, l’angoisse et l’anxiété d’avoir écrit, d’avoir été capable du poème, qui a circulé en nous et maintenant est vivant, parfumé et tiède, chair frissonnante du langage nouveau-né, tremblant et penché, tendu, vers les autres, hypocrites ou non, nos semblables, nos frères.
(Traduction de Graciela Isnardi)
Rodolfo Alonso. Argentin. Poète, traducteur, essayiste, ancien éditeur. Prix National de Poésie (1977). En 2002 il a reçu au Vénézuéla l’Ordre « Alejo Zuloaga », la plus haute distinction décernée par l’Université du Carabobo. Prix Konex de Poésie (2004). Grand Prix d’Honneur de la Fondation Argentine pour la Poésie (2005). Palmes Academiques de l´Academie Brésilienne de Lettres (2005). Prix du Festival International de Poésie de Medellín (2006). Traduit en français par Fernand Verhesen : Poèmes (Le Cormier, Bruxelles 1961), Elle, soudain (L´Harmattan, Paris 1999). Ses derniers livres publiés sont : El arte de callar, (Alcion, Cordoba 2003) ; La otra vida (Anthologie) (Común Presencia, Bogotá 2003) ; Antologia pessoal, éd. Bilingue (Thesaurus, Brasilia 2003) ; Canto hondo, anthologie (Université du Carabobo, Valencia, 2004). A favor del viento, poésie réunie 1952-1956 (Argonauta, Buenos Aires 2004). Ses dernières traductions sont : Estrella de la vida entera, anthologie bilingue de Manuel Bandeira (Adriana Hidalgo, Buenos Aires 2003), El banquero anarquista de Fernando Pessoa (Emecé, Buenos Aires 2003); Poemas escogidos de Giuseppe Ungaretti (común Presencia, Bogotá 2003) ; Mensaje de Fernando Pessoa (Emecé, Buenos Aires 2004) ; Cartas sobre la poesía de Stéphane Mallarmé (Ed. del Copista, Cordoba 2004) ; Diálogo del árbol de Paul Valéry (Ed. del Copista, Córdoba 2004) ; Aforismos y afines de Fernando Pessoa (Emecé, Buenos Aires 2005), Poesía escogida de Olavo Bilac (Ed. de la Flor, Buenos Aires 2005) ; Antología poética de Fernando Pessoa (Argonauta, Buenos Aires 2005) ; Escritos autobiográficos, automáticos y de reflexión personal de Fernando Pessoa (Emecé, Buenos Aires 2005).
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Si la poésie a encore un sens dans ces temps de misère, c’est celui de continuer à incarner, malgré tout, ce que Wallace Stevens a si justement défini dans ses Adagia : « la joie du langage ». La société de consommation, la société du spectacle, nous a si bien imbus de son atmosphère stridente, démagogique et plate, fausse dans le double sens d’imitation et de malhonnêteté, qu’elle est devenue l’air même que nous respirons, entourés que nous sommes d’une pseudo-culture populiste –non populaire– produite pour nous faire séduire par les grands médias d'incommunication. Avec tous leurs effets délétères sur la spontanéité créatrice des gens. Même sur le langage, en particulier sur le langage.
Le problème est que si le langage humain déchoit, avec lui déchoit la condition humaine. Puisque –j’insiste– nous ne nous servons pas du langage, nous sommes langage. Et moins langage sommes-nous, moins humains, moins hommes. Peut-être sans le percevoir nous avons vécu une mutation, et maintenant nous sommes submergés non seulement dans une civilisation dont le centre n’est plus le langage, mais qui en attaque même les sources. La crise actuelle de la poésie n’est peut-être pas seulement celle d’un simple genre littéraire, mais quelque chose de bien pire : elle est la manifestation maximale d’un manque très profond en ce qui concerne la capacité spontanée des hommes pour créer le langage.
Chaque fois qu’il y a eu une grande poésie, tout alambiquée et élitiste qu’elle semblât, elle était secrètement liée, ne serait-ce que par d’obscurs méandres, à une langue vivante, réellement parlée par un peuple, par une communauté. Face à la possibilité menaçante de l’extinction de la grande littérature, on pourrait se demander si chacun de nous devrait, comme l’a déjà anticipé Ray Bradbury en son Farenheit 451, se cacher pour préserver vivant, appris par cœur, le texte d’un grand livre. Ou suffira-t-il de continuer à écrire le poème ?
Car « le mot ne serait pas délicieux s’il ne signifiât une qualité », n’est-il pas vrai, Gabriel Miró ? Et l’homme qui travaille amoureusement ce langage qui est à la fois le sien et celui de tous, lui appartenant intimement en propre et en même temps à l’espèce, le solitaire qui après tout accomplit la plus significative et la plus nécessaire fonction sociale, a pu être clairement perçu par Michel Butor au début des années 60 : « Le poète est celui qui a conscience que la langue, et avec elle toutes les choses humaines, sont en danger ».
Il me semble évident que la compréhensible et vaillante réaction mondiale des écologistes (à laquelle nous avons vu s’ajouter dernièrement tant de partisans de la paix) a attiré l’attention sur les conséquences délétères que la dépendance suicide par rapport au pouvoir global et la richesse obscène ont eu sur la qualité de la vie humaine, et de la vie tout court, sur notre planète, mettant l’accent sur les préjudices portés à l’environnement, géographiques, concrets, visibles. Mais je crains que l’on n’ait pas encore perçu l’extension du préjudice psychique, culturel, esthétique et essentiellement humain que nous avons subi afin de nous adapter à cette machine démentielle, dont le but délirant et unique est de faire de l’argent, et plus d’argent avec de l’argent, et ainsi de suite jusqu’à l’infini. Et qu’il faudrait donc une lutte écologique en faveur de la condition humaine, de la qualité humaine de la vie humaine. Naturellement, sans abandonner l’autre lutte. C’est vrai qu’il y a un trou dans la couche d’ozone, mais il y a aussi un abîme (sinon un cancer) dans l’esprit.
Comme presque toutes les choses de la planète, la poésie a été aujourd’hui tout à fait désacralisée. Et si telle avait pu être l’intention des avant-gardes du début du XXe. siècle, c’est certain qu’elle ne le fut pas dans le sens actuel. Je ne crois pas, par exemple, que la fontaine-urinoir de Duchamp ait la même longueur d’onde et la même orientation que tant de ces « installations » en froid, et que tant de cet art « conceptuel » étrangement considéré aujourd’hui comme néo-académisme (presque toujours à caractère officiel et sous des patronages multinationaux qui n’ont rien à voir avec, par exemple, un Laurent de Médicis). Après tout, déjà au XVIe. siècle, Francis Bacon pouvait dire : « La vérité naît plus facilement de l’erreur que de la confusion ». Et surtout de l’erreur qui consiste à errer, errants. Au plus profond, dans nos viscères, quand nous restons seuls et que les bruits se taisent et que les lumières s’éteignent, Rimbaud continue à être interrogé, et il nous interroge.
Et pour conclure, du moins maintenant, reprenons encore cette même question d’une innocence accablante, qu’une fois me posa en public un collègue vénézuélien : « Dans cette époque que nous vivons, quelle est, pensez-vous, la mission du poète ? » Comment s’empêcher de dire que nous voudrions que le poète, avec son travail, fût capable en même temps de se réaliser comme personne et d’aider ses frères, d’énoncer la parole nécessaire, indispensable et unique, la parole qui serait à la fois intime et secrète, encore humide du silence des origines, surgissant d’une lisière vierge de l’univers, et en même temps générale, partagée, fraternelle, solidaire, non seulement offerte mais aussi acceptée des autres, qui la feraient sienne et lui donneraient un destin, même si ce destin était celui, pas peu glorieux, de devenir salutairement anonyme, sans auteur et sans temps, incarnée dans le flot de la vie et de l’humain ? Ne pas se trahir, donc, ne pas trahir les autres ; et en plus, ne pas trahir la propre langue, le propre idiome, le son qu’on est venu apporter au monde. Et venant chacun à être l’espèce, aussi splendidement barbare et intuitive que tragiquement conditionnée par les cultures qu’il s’est faites ou que lui ont été imposées. Et devenir aussi, en même temps, la conscience de notre risible quoique démesurée condition. Ce que nous sommes, ce que nous pourrions être, peut-être ce que nous serons. Mais nous savons bien que pour l’instant la seule gloire honnêtement désirable n’est plus celle de vivre dans le cœur des autres, de quelqu’un d’autre, mais, plus humblement, plus sagement, l’honneur et le plaisir, l’angoisse et l’anxiété d’avoir écrit, d’avoir été capable du poème, qui a circulé en nous et maintenant est vivant, parfumé et tiède, chair frissonnante du langage nouveau-né, tremblant et penché, tendu, vers les autres, hypocrites ou non, nos semblables, nos frères.
(Traduction de Graciela Isnardi)
Rodolfo Alonso. Argentin. Poète, traducteur, essayiste, ancien éditeur. Prix National de Poésie (1977). En 2002 il a reçu au Vénézuéla l’Ordre « Alejo Zuloaga », la plus haute distinction décernée par l’Université du Carabobo. Prix Konex de Poésie (2004). Grand Prix d’Honneur de la Fondation Argentine pour la Poésie (2005). Palmes Academiques de l´Academie Brésilienne de Lettres (2005). Prix du Festival International de Poésie de Medellín (2006). Traduit en français par Fernand Verhesen : Poèmes (Le Cormier, Bruxelles 1961), Elle, soudain (L´Harmattan, Paris 1999). Ses derniers livres publiés sont : El arte de callar, (Alcion, Cordoba 2003) ; La otra vida (Anthologie) (Común Presencia, Bogotá 2003) ; Antologia pessoal, éd. Bilingue (Thesaurus, Brasilia 2003) ; Canto hondo, anthologie (Université du Carabobo, Valencia, 2004). A favor del viento, poésie réunie 1952-1956 (Argonauta, Buenos Aires 2004). Ses dernières traductions sont : Estrella de la vida entera, anthologie bilingue de Manuel Bandeira (Adriana Hidalgo, Buenos Aires 2003), El banquero anarquista de Fernando Pessoa (Emecé, Buenos Aires 2003); Poemas escogidos de Giuseppe Ungaretti (común Presencia, Bogotá 2003) ; Mensaje de Fernando Pessoa (Emecé, Buenos Aires 2004) ; Cartas sobre la poesía de Stéphane Mallarmé (Ed. del Copista, Cordoba 2004) ; Diálogo del árbol de Paul Valéry (Ed. del Copista, Córdoba 2004) ; Aforismos y afines de Fernando Pessoa (Emecé, Buenos Aires 2005), Poesía escogida de Olavo Bilac (Ed. de la Flor, Buenos Aires 2005) ; Antología poética de Fernando Pessoa (Argonauta, Buenos Aires 2005) ; Escritos autobiográficos, automáticos y de reflexión personal de Fernando Pessoa (Emecé, Buenos Aires 2005).
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¿Para qué sirve hoy la poesía?
por Rodolfo Alonso (Buenos Aires )
Si la poesía tiene todavía algún sentido, en estos tiempos de miseria, es cuando continúa encarnando, a pesar de todo, aquello a lo que Dante aludió con tanta nitidez: “la gloria de la lengua”. La sociedad de consumo, la sociedad del espectáculo, nos han embebido en su atmósfera estridente y demagógicamente chata, falsa en el doble sentido de imitadora y deshonesta, que se ha convertido en el aire que respiramos, en una seudo-cultura populista y no popular producida seductoramente por los grandes medios masivos de incomunicación. Con sus efectos deletéreos sobre la espontaneidad creadora de la gente, inclusive del lenguaje, especialmente del lenguaje.
La cuestión es que si decae el lenguaje humano, decae la condición humana. Porque no usamos el lenguaje, insisto, somos lenguaje. Y cuanto menos lenguaje somos, somos menos humanos, menos hombre. Hemos vivido acaso sin percibirlo una mutación, y ahora estamos inmersos no sólo en una civilización cuyo centro ya no es el lenguaje sino que incluso ataca las fuentes del lenguaje. La crisis actual de la poesía no es entonces quizá tan sólo la de un mero género literario sino que, algo muchísimo peor, es la manifestación máxima de una carencia muy profunda en cuanto a la espontánea capacidad creadora de lenguaje por parte de los hombres.
Cada vez que hubo una gran poesía, por alquitarada y elitista que pareciera, siempre estuvo secretamente ligada, aunque fuera por oscuros meandros, con una lengua viva realmente hablada por un pueblo, por una comunidad. Ante la amenazante posibilidad de extinción de la gran literatura ¿cada uno de nosotros debería, como ya lo anticipó Ray Bradbury en su Fahrenheit 451, esconderse para preservar vivo, aprendido de memoria, el texto de un gran libro? ¿O será suficiente seguir escribiendo el poema?
Porque “la palabra no sería deliciosa si no significase una calidad”, ¿no es cierto, Gabriel Miró? Y el hombre que labra amorosamente el lenguaje que es a la vez suyo y general, íntimamente propio y al mismo tiempo de la especie, el solitario que cumple después de todo la más significativa y necesaria función social, pudo ser nítidamente percibido por Michel Butor, ya a comienzos de la década de los sesenta: “El poeta es aquel que tiene conciencia de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro.”
Me parece sin duda evidente que la comprensible y valerosa reacción mundial de los ecologistas (a la cual hemos visto sumarse hace poco tantos partidarios de la paz) ha logrado, hoy, llamar la atención sobre las consecuencias deletéreas que la adicción suicida por el poder global y la riqueza obscena ha tenido sobre la calidad de la vida humana y de la vida sin más en nuestro planeta, poniendo el acento sobre los daños geográficos, ambientales, concretos y visibles. Pero me temo que todavía no se ha percibido la enormidad del daño psíquico, cultural, estético y esencialmente humano que hemos sufrido para adaptarnos a esta maquinaria que ha enloquecido, cuyo único y delirante objetivo es hacer más dinero del dinero, hasta el infinito. Y que, en consecuencia, sería necesaria también una lucha ecológica a favor de la condición humana, de la calidad humana de la vida humana. Sin abandonar en absoluto lo otro, por supuesto. Hay un agujero de ozono pero también un abismo (si es que no un cáncer) en el espíritu.
Como casi todas las cosas del planeta, la poesía ha sido hoy completamente desacralizada. Y si tal pudo ser acaso el objetivo de las vanguardias de comienzos del siglo XX, seguramente no lo fue en el sentido actual. No creo por ejemplo que la fuente-mingitorio de Duchamp tenga la misma longitud de onda y la misma orientación de sentido que tantas “instalaciones” en frío y tanto supuesto “arte conceptual” hoy extrañamente asumido como neo-academicismo, casi siempre de carácter oficial y con patrocinadores multinacionales que nada tienen que ver, ciertamente, por ejemplo con gente como Lorenzo de Medicis. Después de todo, ya en el siglo XVI, Francis Bacon podía decir que “La verdad surge más fácilmente del error que de la confusión”. Y sobre todo del error que es errar, errante. En lo profundo, en lo visceral, cuando nos quedamos a solas y se acallan los ruidos y se apagan las luminarias, Rimbaud sigue en cuestión, y cuestionándonos.
Y para concluir, al menos por ahora, enfrentemos nuevamente aquella misma consabida pregunta, de una inocencia demoledora, que alguna vez me planteó en público un colega venezolano: “En la época que vivimos, ¿qué misión le asigna usted al poeta?”. ¿Cómo evitarse decir que quisiéramos que el poeta fuera capaz con su trabajo a la vez de realizarse como persona y de ayudar a todos sus hermanos, de enunciar la palabra necesaria, imprescindible y única, la palabra a la vez tan íntima y secreta, húmeda todavía del silencio de los orígenes, emergiendo en una orilla virgen del universo, y a la vez general, compartida, fraterna, solidaria, no tan sólo ofrecida sino también aceptada por los otros, que entonces la harían suya y le darían destino, aunque ese destino fuera el no poco glorioso de volverse saludablemente anónima, ya sin autor ni tiempo, encarnada en el fluir mismo de la vida y de lo humano? Ni traicionarse, pues, ni traicionar a los otros; y además, no traicionar la propia lengua, el propio idioma, el sonido que uno ha venido a traer al mundo. Y siendo uno ser la especie, tan bellamente bárbara e intuitiva como trágicamente condicionada por las culturas que se ha hecho o le han impuesto. Y ser la esperanza de un mañana mejor, la luz de la utopía sin la cual no merece la pena vivir. Y ser también, al mismo tiempo, la conciencia de nuestra irrisoria pero desmedida condición. Lo que somos, lo que podríamos ser, quizá lo que seremos. Pero bien sabemos que, por ahora, la única gloria honestamente deseable ya no es siquiera ni la de vivir en el corazón de los otros, de algún otro, sino más humilde y sabiamente el honor y el placer, la angustia y la ansiedad de haber escrito, de haber sido capaz del poema, que por nosotros circuló y ahora está vivo, fragante y tibio, latente carne de lenguaje, recién amanecido, temblorosamente inclinado, tendido, hacia los otros, hipócritas o no, semejantes, hermanos.
Rodolfo Alonso. Argentino. Poeta, traductor, ensayista, ex editor. Premio Nacional de Poesía. A fines de 2002 recibió en Venezuela la Orden Alejo Zuloaga, máxima distinción que otorga la Universidad de Carabobo. Premio Konex de Poesía. Sus últimos libros publicados son El arte de callar (Alción, Córdoba, 2003); La otra vida, antología (Común Presencia, Bogotá, 2003); Antologia pessoal, bilingüe (Thesaurus, Brasilia, 2003). Sus traducciones más recientes: Estrella de la vida entera, antología bilingüe de Manuel Bandeira (Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2003), El banquero anarquista, de Fernando Pessoa (Emecé, Buenos Aires, 2003); Poemas escogidos, de Giuseppe Ungaretti (Común Presencia, Bogotá, Buenos Aires); Mensaje, de Fernando Pessoa (Emecé, Buenos Aires, 2004).
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Si la poesía tiene todavía algún sentido, en estos tiempos de miseria, es cuando continúa encarnando, a pesar de todo, aquello a lo que Dante aludió con tanta nitidez: “la gloria de la lengua”. La sociedad de consumo, la sociedad del espectáculo, nos han embebido en su atmósfera estridente y demagógicamente chata, falsa en el doble sentido de imitadora y deshonesta, que se ha convertido en el aire que respiramos, en una seudo-cultura populista y no popular producida seductoramente por los grandes medios masivos de incomunicación. Con sus efectos deletéreos sobre la espontaneidad creadora de la gente, inclusive del lenguaje, especialmente del lenguaje.
La cuestión es que si decae el lenguaje humano, decae la condición humana. Porque no usamos el lenguaje, insisto, somos lenguaje. Y cuanto menos lenguaje somos, somos menos humanos, menos hombre. Hemos vivido acaso sin percibirlo una mutación, y ahora estamos inmersos no sólo en una civilización cuyo centro ya no es el lenguaje sino que incluso ataca las fuentes del lenguaje. La crisis actual de la poesía no es entonces quizá tan sólo la de un mero género literario sino que, algo muchísimo peor, es la manifestación máxima de una carencia muy profunda en cuanto a la espontánea capacidad creadora de lenguaje por parte de los hombres.
Cada vez que hubo una gran poesía, por alquitarada y elitista que pareciera, siempre estuvo secretamente ligada, aunque fuera por oscuros meandros, con una lengua viva realmente hablada por un pueblo, por una comunidad. Ante la amenazante posibilidad de extinción de la gran literatura ¿cada uno de nosotros debería, como ya lo anticipó Ray Bradbury en su Fahrenheit 451, esconderse para preservar vivo, aprendido de memoria, el texto de un gran libro? ¿O será suficiente seguir escribiendo el poema?
Porque “la palabra no sería deliciosa si no significase una calidad”, ¿no es cierto, Gabriel Miró? Y el hombre que labra amorosamente el lenguaje que es a la vez suyo y general, íntimamente propio y al mismo tiempo de la especie, el solitario que cumple después de todo la más significativa y necesaria función social, pudo ser nítidamente percibido por Michel Butor, ya a comienzos de la década de los sesenta: “El poeta es aquel que tiene conciencia de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro.”
Me parece sin duda evidente que la comprensible y valerosa reacción mundial de los ecologistas (a la cual hemos visto sumarse hace poco tantos partidarios de la paz) ha logrado, hoy, llamar la atención sobre las consecuencias deletéreas que la adicción suicida por el poder global y la riqueza obscena ha tenido sobre la calidad de la vida humana y de la vida sin más en nuestro planeta, poniendo el acento sobre los daños geográficos, ambientales, concretos y visibles. Pero me temo que todavía no se ha percibido la enormidad del daño psíquico, cultural, estético y esencialmente humano que hemos sufrido para adaptarnos a esta maquinaria que ha enloquecido, cuyo único y delirante objetivo es hacer más dinero del dinero, hasta el infinito. Y que, en consecuencia, sería necesaria también una lucha ecológica a favor de la condición humana, de la calidad humana de la vida humana. Sin abandonar en absoluto lo otro, por supuesto. Hay un agujero de ozono pero también un abismo (si es que no un cáncer) en el espíritu.
Como casi todas las cosas del planeta, la poesía ha sido hoy completamente desacralizada. Y si tal pudo ser acaso el objetivo de las vanguardias de comienzos del siglo XX, seguramente no lo fue en el sentido actual. No creo por ejemplo que la fuente-mingitorio de Duchamp tenga la misma longitud de onda y la misma orientación de sentido que tantas “instalaciones” en frío y tanto supuesto “arte conceptual” hoy extrañamente asumido como neo-academicismo, casi siempre de carácter oficial y con patrocinadores multinacionales que nada tienen que ver, ciertamente, por ejemplo con gente como Lorenzo de Medicis. Después de todo, ya en el siglo XVI, Francis Bacon podía decir que “La verdad surge más fácilmente del error que de la confusión”. Y sobre todo del error que es errar, errante. En lo profundo, en lo visceral, cuando nos quedamos a solas y se acallan los ruidos y se apagan las luminarias, Rimbaud sigue en cuestión, y cuestionándonos.
Y para concluir, al menos por ahora, enfrentemos nuevamente aquella misma consabida pregunta, de una inocencia demoledora, que alguna vez me planteó en público un colega venezolano: “En la época que vivimos, ¿qué misión le asigna usted al poeta?”. ¿Cómo evitarse decir que quisiéramos que el poeta fuera capaz con su trabajo a la vez de realizarse como persona y de ayudar a todos sus hermanos, de enunciar la palabra necesaria, imprescindible y única, la palabra a la vez tan íntima y secreta, húmeda todavía del silencio de los orígenes, emergiendo en una orilla virgen del universo, y a la vez general, compartida, fraterna, solidaria, no tan sólo ofrecida sino también aceptada por los otros, que entonces la harían suya y le darían destino, aunque ese destino fuera el no poco glorioso de volverse saludablemente anónima, ya sin autor ni tiempo, encarnada en el fluir mismo de la vida y de lo humano? Ni traicionarse, pues, ni traicionar a los otros; y además, no traicionar la propia lengua, el propio idioma, el sonido que uno ha venido a traer al mundo. Y siendo uno ser la especie, tan bellamente bárbara e intuitiva como trágicamente condicionada por las culturas que se ha hecho o le han impuesto. Y ser la esperanza de un mañana mejor, la luz de la utopía sin la cual no merece la pena vivir. Y ser también, al mismo tiempo, la conciencia de nuestra irrisoria pero desmedida condición. Lo que somos, lo que podríamos ser, quizá lo que seremos. Pero bien sabemos que, por ahora, la única gloria honestamente deseable ya no es siquiera ni la de vivir en el corazón de los otros, de algún otro, sino más humilde y sabiamente el honor y el placer, la angustia y la ansiedad de haber escrito, de haber sido capaz del poema, que por nosotros circuló y ahora está vivo, fragante y tibio, latente carne de lenguaje, recién amanecido, temblorosamente inclinado, tendido, hacia los otros, hipócritas o no, semejantes, hermanos.
Rodolfo Alonso. Argentino. Poeta, traductor, ensayista, ex editor. Premio Nacional de Poesía. A fines de 2002 recibió en Venezuela la Orden Alejo Zuloaga, máxima distinción que otorga la Universidad de Carabobo. Premio Konex de Poesía. Sus últimos libros publicados son El arte de callar (Alción, Córdoba, 2003); La otra vida, antología (Común Presencia, Bogotá, 2003); Antologia pessoal, bilingüe (Thesaurus, Brasilia, 2003). Sus traducciones más recientes: Estrella de la vida entera, antología bilingüe de Manuel Bandeira (Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2003), El banquero anarquista, de Fernando Pessoa (Emecé, Buenos Aires, 2003); Poemas escogidos, de Giuseppe Ungaretti (Común Presencia, Bogotá, Buenos Aires); Mensaje, de Fernando Pessoa (Emecé, Buenos Aires, 2004).
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Los mil Caminos de Santiago
por Rodolfo Alonso
(poeta argentino de origen gallego)
Para empezar, veamos --o tratemos de ver-- los hechos concretos. El 25 de Julio es el Día de Santiago pero, y al mismo tiempo, también es el Día de Galicia. Y, por decirlo nomás, surgen cuestiones, las que suelen eludirse.
¿Quién pisó nunca la tierra donde se funda el mito? En esa faja incierta que corre entre la historia y la leyenda, en la niebla fundacional de los orígenes (esa misma niebla que para los gallegos se enciende, a la vez, en misteriosos mares del Norte y en la saga interminable de los ciclos artúricos), los pueblos, las comunidades, solían encontrar --o proyectar-- de un modo simbólico, analógico, las raíces de su memoria, las fuentes de su identidad.
Que no siempre representa exactamente lo que dice. Un mito es una evidencia viva, pero más inconsciente que consciente. Ninguna barca de piedra puede sobrenadar las aguas, salvo en la rotunda realidad del sueño. Ninguna mano de hada sumergida emergió de pronto desde el fondo de un lago, también encantado, empuñando nuevamente una espada de destino fabuloso. Si no es en el misterio, bien concreto, de la leyenda madre.
A través del mito los pueblos convertían en símbolo verdades de otro tipo que, acaso, habían rozado sin proponérselo. O en las que se descubrían vivamente reflejados. Bruñida imagen de miedos y temblores, ese mismo espejo devolvía seguridades y autoconciencia. Pero, de todos modos, y por supuesto, semejante dominio siempre estará más cerca de la poesía que de la ciencia, más próximo al instinto que a la inteligencia. Y, quizá también por eso, al mismo tiempo, siempre estará igualmente muy cerca de los límites, al borde, en la inminencia de ser devaluado, manipulado, instrumentado. Con lo cual perdería irremisiblemente su forma, su halo de mito.
Claro que también la concreta Compostela es un Campus Stellae, es decir, literalmente un Campo de Estrellas. En las tierras nunca finalmente del todo descubiertas de América, que también tenía sus propios mitos y sabía precaverse entonces de supuestas conquistas, vinieron a germinar tantas otras Santiago distintas y parientas casi como astros hay en la Vía Láctea. Y hay aquí pues otros Caminos de Santiago que van y vienen, que no sólo van sino que vienen. Y hasta que vienen y van entre sí.
Lo quiera la razón o lo quiera el corazón, Santiago ya no será nunca, apenas, sólo el Matamoros. Al menos, no en Galicia. La dulce tierra madre ha pulido las aristas demasiado violentas de uno de los varios rostros del mito. Y, junto con él, ha convertido a la Catedral de Compostela en poema de piedra, sí, como todavía suelen repetir antes de pensarlo los guías de turismo, sin tomar conciencia a veces de lo que están diciendo.
Sobre las grandes piedras sagradas de los primeros cultos, más bien originales que sólo primitivos, dicen que se construyeron luego los grandes templos de Galicia. Pero las piedras sagradas nunca duermen. Y mucho menos pueden ser asimiladas u ocultadas. Desde la catedral sagrada y consagrada intenta acaso brotar otra vez, por sus raíces de piedra, el sueño inmortal del desdichado Prisciliano. Y convertido en nuevo mito puede mostrarse ahora públicamente, sin riesgo alguno ya, pero también quizá sin trascendencia, en esta nueva Europa posmoderna, confortable, satisfecha y desacralizada.
Lo que era antaño sagrado puede correr ahora el riesgo de volverse turismo, lo que fue mito enfrenta siempre el riesgo de volverse simple, meramente rito, o mera ceremonia, fuente seca.
Pero esta batalla no es de ahora ni de ayer. Es de siempre.
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(poeta argentino de origen gallego)
Para empezar, veamos --o tratemos de ver-- los hechos concretos. El 25 de Julio es el Día de Santiago pero, y al mismo tiempo, también es el Día de Galicia. Y, por decirlo nomás, surgen cuestiones, las que suelen eludirse.
¿Quién pisó nunca la tierra donde se funda el mito? En esa faja incierta que corre entre la historia y la leyenda, en la niebla fundacional de los orígenes (esa misma niebla que para los gallegos se enciende, a la vez, en misteriosos mares del Norte y en la saga interminable de los ciclos artúricos), los pueblos, las comunidades, solían encontrar --o proyectar-- de un modo simbólico, analógico, las raíces de su memoria, las fuentes de su identidad.
Que no siempre representa exactamente lo que dice. Un mito es una evidencia viva, pero más inconsciente que consciente. Ninguna barca de piedra puede sobrenadar las aguas, salvo en la rotunda realidad del sueño. Ninguna mano de hada sumergida emergió de pronto desde el fondo de un lago, también encantado, empuñando nuevamente una espada de destino fabuloso. Si no es en el misterio, bien concreto, de la leyenda madre.
A través del mito los pueblos convertían en símbolo verdades de otro tipo que, acaso, habían rozado sin proponérselo. O en las que se descubrían vivamente reflejados. Bruñida imagen de miedos y temblores, ese mismo espejo devolvía seguridades y autoconciencia. Pero, de todos modos, y por supuesto, semejante dominio siempre estará más cerca de la poesía que de la ciencia, más próximo al instinto que a la inteligencia. Y, quizá también por eso, al mismo tiempo, siempre estará igualmente muy cerca de los límites, al borde, en la inminencia de ser devaluado, manipulado, instrumentado. Con lo cual perdería irremisiblemente su forma, su halo de mito.
Claro que también la concreta Compostela es un Campus Stellae, es decir, literalmente un Campo de Estrellas. En las tierras nunca finalmente del todo descubiertas de América, que también tenía sus propios mitos y sabía precaverse entonces de supuestas conquistas, vinieron a germinar tantas otras Santiago distintas y parientas casi como astros hay en la Vía Láctea. Y hay aquí pues otros Caminos de Santiago que van y vienen, que no sólo van sino que vienen. Y hasta que vienen y van entre sí.
Lo quiera la razón o lo quiera el corazón, Santiago ya no será nunca, apenas, sólo el Matamoros. Al menos, no en Galicia. La dulce tierra madre ha pulido las aristas demasiado violentas de uno de los varios rostros del mito. Y, junto con él, ha convertido a la Catedral de Compostela en poema de piedra, sí, como todavía suelen repetir antes de pensarlo los guías de turismo, sin tomar conciencia a veces de lo que están diciendo.
Sobre las grandes piedras sagradas de los primeros cultos, más bien originales que sólo primitivos, dicen que se construyeron luego los grandes templos de Galicia. Pero las piedras sagradas nunca duermen. Y mucho menos pueden ser asimiladas u ocultadas. Desde la catedral sagrada y consagrada intenta acaso brotar otra vez, por sus raíces de piedra, el sueño inmortal del desdichado Prisciliano. Y convertido en nuevo mito puede mostrarse ahora públicamente, sin riesgo alguno ya, pero también quizá sin trascendencia, en esta nueva Europa posmoderna, confortable, satisfecha y desacralizada.
Lo que era antaño sagrado puede correr ahora el riesgo de volverse turismo, lo que fue mito enfrenta siempre el riesgo de volverse simple, meramente rito, o mera ceremonia, fuente seca.
Pero esta batalla no es de ahora ni de ayer. Es de siempre.
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Discurso de Lieja
Por Rodolfo Alonso
Con esta ponencia participó el autor, especialmente invitado, en la XXI Bienal Internacional de Poesía, realizada en Lieja (Bélgica) del 3 al 7 de septiembre de 1998, bajo el lema “Un Llamado a los Visionarios / El Tercer Milenio / La Poesía y el Hombre del Porvenir”.
Durante el verano septentrional de 1960, refugiado en la campiña provenzal, no lejos de Aix, en los mismos paisajes que habían visto los ojos de Cézanne, el desdichado Maurice Merleau-Ponty, que iba a morir pronto tan joven, y sin poder imaginar por lo tanto que se convertiría en obra póstuma, escribe su breve e intenso “El ojo y el espíritu”. Un texto fundamental, clave, sintomáticamente más cerca de la poesía (o por lo menos de los grandes presocráticos, lo que no es nada casual) que de aquello que solía considerarse entonces literatura filosófica. Y que comienza con estas palabras que, aún hoy, y precisamente aquí, me parecen cada vez más significativas: “La ciencia manipula las cosas y renuncia a habitarlas”. En ese mismo año, 1960, uno de los últimos grandes patriarcas de la gran poesía francesa de este siglo: Saint-John Perse, al recibir merecidamente el Premio Nobel de Literatura, en su discurso de recepción en Estocolmo había aludido al futuro que imaginaba -o deseaba- para la humanidad como doblemente iluminado por la lámpara de la poesía y la lámpara de la ciencia, pero no sin dejar traslucir al hacerlo (acaso de una manera inconsciente) la preocupación que el poderío creciente de esta última, la ciencia, y de algún modo en detrimento de la primera, había producido sin duda en su ánimo.
Hoy, tantas décadas después, casi cumplido el siglo, reunidos fraternalmente en Lieja para imaginarnos juntos la flamante centuria inminente, no he conseguido apartar de mí ambos momentos, no he logrado dejar de sentirme conmovido por ambos recuerdos. Ahora sabemos que lo que debía temerse no era por supuesto la ciencia pura, la vieja y deseable indagación sin compromisos de la verdad científica, sino la ciencia aplicada, la ciencia vuelta práctica, la técnica que se hizo tecnología. Y luego tecnología absolutamente dominante.La “manipulación de las cosas” que Merleau-Ponty atribuía a la ciencia (pero que, como vimos, bien podría anotarse a cuenta de la técnica) se ha vuelto ahora físicamente planetaria, sí, pero también sutilmente seductora, amablemente compulsiva, espiritualmente invasora, confortablemente totalitaria. Casi podríamos decir que, en este mundo, todo se ha vuelto cosa. Y que aquella “renuncia a habitarlas” -de no lejano parentesco con el “poéticamente habita el hombre”, de Hölderlin que tanto inquietó a Heidegger- es de algún modo también toda la desolada experiencia del mundo de hoy, donde la poesía, el arte, las ideologías e incluso las religiones, ya no logran encarnar, volverse humanas (y por lo tanto cultura) al ser encarnadas por los hombres, y corren el gravísimo riesgo de concluir girando en el vacío.
Porque aquella gran ilusión de Saint-John Perse sobre una ciencia iluminada por la poesía y una poesía iluminada por la ciencia, que pudieran alumbrar a su vez los futuros senderos del hombre, desdichadamente no ha tenido lugar, no ha podido concretarse. Y recordemos que el autor de “Elogios” había manifestado esos anhelos cuando Auschwitz e Hiroshima, por ejemplo, ya habían tenido lugar. Y él mismo había vivido, en carne propia, contiguo a aquellas terribles experiencias. Capaces sin embargo, en medio de su dantesca desmesura, de alcanzar cierta diabólica grandeza. ¿Pero qué hacer, en cambio, cómo defenderse, de la liviana y sin embargo precisa e inexorable intromisión con que las cosas fabricadas por la técnica, y ya por esencia inhabitables para el espíritu, han ocupado el lugar antaño ocupado por las cosas, las cosas naturales o las cosas fabricadas directamente por la mano misma del hombre, que entonces sí podía habitarlas, podía habitar poéticamente? Cuando se nos pide volvernos visionarios, es bueno volver a calibrar, pero con ojos de hoy, a los grandes y viejos visionarios del pasado. Y entre ellos se destaca, ineludiblemente, Arthur Rimbaud.
Hace algún tiempo, en el milagroso Festival Internacional de Poesía que congrega todos los años a miles y miles de habitantes de la desangrada Medellín, me plantearon una pregunta tan inocente como demoledora: ¿puede haber, hoy, videntes al estilo de Rimbaud?, que quizá viene al caso también para esta no menos milagrosa Bienal de Lieja donde, casi al filo del nuevo milenio, se nos convoca como visionarios. Tengo una irreprimible, casi innata desconfianza por las grandes palabras y, si es posible, todavía mucho más en este caso. ¿Quién puede, y hoy, en estos tiempos áridos y ácidos, casi planetariamente desacralizados, imaginarse a la altura del meteoro Rimbaud? La videncia, además, por lo menos en mi medio, y no sólo entre poetas, ha adquirido un sospechoso tinte devaluado y chillón, bien lejos de las “Iluminaciones” pero demasiado cerca de los patéticos ardides de un mago de circo pobre.
Debe haber sonado quizás un poco duro decir esto desde Colombia, donde el milagro de la devoción por la poesía es asombroso pero, ya con un enfoque casi universal, ¿quién puede considerarse vidente en medio de este abrumador desierto hipertecnológico y ultraconsumista? Y, lo que acaso es aún peor, ¿de qué sirve ser profeta en tiempos de miserias tan corrosivamente diversas, en tiempos tan estruendosamente sordos? Osando sin embargo reiterar aquí mi respuesta a tal cuestión, lamento tener que revelarme –al menos por el momento- no demasiado optimista. No alcanzo a imaginar una gran poesía sino en evidente o secreta conexión, así sea por vasos comunicantes, con una lengua efectivamente viva, es decir no sólo ejercida, hablada, sino también como consecuencia en constante proceso de digestión y auto-recreación, de destrucción y desarrollo, a la manera de todo organismo viviente.
¿Cómo imaginar entonces un futuro poético para la humanidad si, como intuyo, estamos viviendo (quizá sin darnos cuenta) una auténtica mutación? Porque, después de no pocos siglos de civilización centrada en el lenguaje, mucho me temo que hayamos salido, acaso sin percibirlo, de eso. Pero el lenguaje no es tan sólo un instrumento, una herramienta, que podemos dejar de lado para sustituirla por otra, supuestamente más efectiva, más eficiente. Por el contrario, el lenguaje es el umbral mismo de lo humano, el lenguaje nos constituye: somos lenguaje y somos por el lenguaje. Con lo cual mucho me temo que, por desgracia, la crisis en que hoy se debate la poesía no es simplemente el problema de un género literario, apenas, sino la manifestación de algo más profundo, que afecta tal vez, y en lo esencial, a toda nuestra humana condición. Entonces: ¿sobrevivirá el objeto libro, encontrará la humanidad otras formas de satisfacer su sed de poesía, subsistirá esa sed, aunque no sea escrita? Quieran los dioses depararnos su benevolencia. Porque, en uno de sus manuscritos póstumos, “Fusées”, escrito probablemente entre 1855 y 1862, ese otro auténtico visionario que fue Baudelaire ya nos vaticinaba: “pereceremos por donde hemos creído vivir. La mecánica nos habrá americanizado de tal modo, el progreso habrá atrofiado tan bien en nosotros toda la parte espiritual, que nada, entre las ensoñaciones sanguinarias, sacrílegas o anti-naturales de los utopistas, podrá ser comparado a sus resultados positivos.” Para agregar poco más adelante: “Pero no es particularmente por las instituciones políticas que se manifestará la ruina universal; o el progreso universal; poco me importa el nombre. Será por el envilecimiento de los corazones.”
Y el mismo intelectual latinoamericano que fue capaz de enfrentarse con tantos de sus colegas para denunciar en su momento al totalitarismo mal llamado soviético, el mexicano ctavio POxOcxta Octavio Paz, durante un reportaje para “Le Nouvel Observateur”, poco antes de morir pudo afirmarle a Jacques Julliard: “Tocqueville vio eso bien. Habla de una vulgarización de la vida democrática y hasta de una incompatibilidad entre la poesía y la democracia moderna. La cuestión subsiste. Se habló del desastre del autoritarismo, sería preciso hablar del desastre del capitalismo liberal y democrático, en el dominio del pensamiento como en el de la vida cotidiana; la idolatría del dinero, el mercado transformado en valor único que expulsa a todos los otros.” Eso que, después de todo, en el canto final de “Exilio”, ya había expresado maravillosamente Saint-John Perse: “Huésped precario a la orilla de nuestras ciudades, tú no franquearás el umbral de los Lloyds, donde tu palabra no tiene curso y tu oro carece de valor... / Yo habitaré mi nombre, fue tu respuesta a los cuestionarios del puerto. Y sobre las mesas del cambista, sólo produces confusión. / Como esas grandes monedas de hierro exhumadas por el rayo.” Con tan nítidas palabras, escritas antes de 1942, el creador de “Anábasis” enunciaba ya entonces con total claridad la situación de la poesía frente a las potencias del mercado. Aunque claro que lo hacía con dignísimo gesto, incluso hasta con una sincera altivez, con orgullosa nobleza.
Pero hoy, en cambio, cuando las únicas leyes realmente en vigencia para nuestras sociedades sólo parecen ser las de la oferta y la demanda, el toma y daca, desde semejante punto de vista hasta puede resultar irrisoria la situación de la poesía. La poesía que no se vende, la poesía que no tiene absolutamente ningún mercado, en estos tiempos de tiranía absoluta del mercado. Tanta que, de algún modo parodiando la trágica advertencia de Adorno, hoy podríamos preguntarnos si es posible escribir poesía despues de McDonald’s. De la “civilización” que representa McDonald’s, por supuesto. En el porvenir inmediato, para el siglo XXI, ¿podrá ser muy diferente la situación del poeta? Quizás si, quizás no. No cambiarán, para sus auténticos creadores, las exigencias del poema, que Dante acuñó tan bien como “gloria de la lengua”. Pero es probable que cambien sí las condiciones de su resonancia, de su audiencia, de su significación. Que están ligadas con un contexto cultural, social, humano, cada vez más dominado por las técnicas de seducción masiva, donde el lenguaje es sometido a infinitas tensiones. Con gravísimos riesgos que ya pudo prever, hace no pocos años, el más hondo poeta de nuestra América limpiamente mestiza, ese peruano universal que fue César Vallejo, cuando llegó a preguntarse, por ejemplo, con serenísima grandeza: “¿Y si después de tantas palabras / no sobrevive la palabra? “.
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Con esta ponencia participó el autor, especialmente invitado, en la XXI Bienal Internacional de Poesía, realizada en Lieja (Bélgica) del 3 al 7 de septiembre de 1998, bajo el lema “Un Llamado a los Visionarios / El Tercer Milenio / La Poesía y el Hombre del Porvenir”.
Durante el verano septentrional de 1960, refugiado en la campiña provenzal, no lejos de Aix, en los mismos paisajes que habían visto los ojos de Cézanne, el desdichado Maurice Merleau-Ponty, que iba a morir pronto tan joven, y sin poder imaginar por lo tanto que se convertiría en obra póstuma, escribe su breve e intenso “El ojo y el espíritu”. Un texto fundamental, clave, sintomáticamente más cerca de la poesía (o por lo menos de los grandes presocráticos, lo que no es nada casual) que de aquello que solía considerarse entonces literatura filosófica. Y que comienza con estas palabras que, aún hoy, y precisamente aquí, me parecen cada vez más significativas: “La ciencia manipula las cosas y renuncia a habitarlas”. En ese mismo año, 1960, uno de los últimos grandes patriarcas de la gran poesía francesa de este siglo: Saint-John Perse, al recibir merecidamente el Premio Nobel de Literatura, en su discurso de recepción en Estocolmo había aludido al futuro que imaginaba -o deseaba- para la humanidad como doblemente iluminado por la lámpara de la poesía y la lámpara de la ciencia, pero no sin dejar traslucir al hacerlo (acaso de una manera inconsciente) la preocupación que el poderío creciente de esta última, la ciencia, y de algún modo en detrimento de la primera, había producido sin duda en su ánimo.
Hoy, tantas décadas después, casi cumplido el siglo, reunidos fraternalmente en Lieja para imaginarnos juntos la flamante centuria inminente, no he conseguido apartar de mí ambos momentos, no he logrado dejar de sentirme conmovido por ambos recuerdos. Ahora sabemos que lo que debía temerse no era por supuesto la ciencia pura, la vieja y deseable indagación sin compromisos de la verdad científica, sino la ciencia aplicada, la ciencia vuelta práctica, la técnica que se hizo tecnología. Y luego tecnología absolutamente dominante.La “manipulación de las cosas” que Merleau-Ponty atribuía a la ciencia (pero que, como vimos, bien podría anotarse a cuenta de la técnica) se ha vuelto ahora físicamente planetaria, sí, pero también sutilmente seductora, amablemente compulsiva, espiritualmente invasora, confortablemente totalitaria. Casi podríamos decir que, en este mundo, todo se ha vuelto cosa. Y que aquella “renuncia a habitarlas” -de no lejano parentesco con el “poéticamente habita el hombre”, de Hölderlin que tanto inquietó a Heidegger- es de algún modo también toda la desolada experiencia del mundo de hoy, donde la poesía, el arte, las ideologías e incluso las religiones, ya no logran encarnar, volverse humanas (y por lo tanto cultura) al ser encarnadas por los hombres, y corren el gravísimo riesgo de concluir girando en el vacío.
Porque aquella gran ilusión de Saint-John Perse sobre una ciencia iluminada por la poesía y una poesía iluminada por la ciencia, que pudieran alumbrar a su vez los futuros senderos del hombre, desdichadamente no ha tenido lugar, no ha podido concretarse. Y recordemos que el autor de “Elogios” había manifestado esos anhelos cuando Auschwitz e Hiroshima, por ejemplo, ya habían tenido lugar. Y él mismo había vivido, en carne propia, contiguo a aquellas terribles experiencias. Capaces sin embargo, en medio de su dantesca desmesura, de alcanzar cierta diabólica grandeza. ¿Pero qué hacer, en cambio, cómo defenderse, de la liviana y sin embargo precisa e inexorable intromisión con que las cosas fabricadas por la técnica, y ya por esencia inhabitables para el espíritu, han ocupado el lugar antaño ocupado por las cosas, las cosas naturales o las cosas fabricadas directamente por la mano misma del hombre, que entonces sí podía habitarlas, podía habitar poéticamente? Cuando se nos pide volvernos visionarios, es bueno volver a calibrar, pero con ojos de hoy, a los grandes y viejos visionarios del pasado. Y entre ellos se destaca, ineludiblemente, Arthur Rimbaud.
Hace algún tiempo, en el milagroso Festival Internacional de Poesía que congrega todos los años a miles y miles de habitantes de la desangrada Medellín, me plantearon una pregunta tan inocente como demoledora: ¿puede haber, hoy, videntes al estilo de Rimbaud?, que quizá viene al caso también para esta no menos milagrosa Bienal de Lieja donde, casi al filo del nuevo milenio, se nos convoca como visionarios. Tengo una irreprimible, casi innata desconfianza por las grandes palabras y, si es posible, todavía mucho más en este caso. ¿Quién puede, y hoy, en estos tiempos áridos y ácidos, casi planetariamente desacralizados, imaginarse a la altura del meteoro Rimbaud? La videncia, además, por lo menos en mi medio, y no sólo entre poetas, ha adquirido un sospechoso tinte devaluado y chillón, bien lejos de las “Iluminaciones” pero demasiado cerca de los patéticos ardides de un mago de circo pobre.
Debe haber sonado quizás un poco duro decir esto desde Colombia, donde el milagro de la devoción por la poesía es asombroso pero, ya con un enfoque casi universal, ¿quién puede considerarse vidente en medio de este abrumador desierto hipertecnológico y ultraconsumista? Y, lo que acaso es aún peor, ¿de qué sirve ser profeta en tiempos de miserias tan corrosivamente diversas, en tiempos tan estruendosamente sordos? Osando sin embargo reiterar aquí mi respuesta a tal cuestión, lamento tener que revelarme –al menos por el momento- no demasiado optimista. No alcanzo a imaginar una gran poesía sino en evidente o secreta conexión, así sea por vasos comunicantes, con una lengua efectivamente viva, es decir no sólo ejercida, hablada, sino también como consecuencia en constante proceso de digestión y auto-recreación, de destrucción y desarrollo, a la manera de todo organismo viviente.
¿Cómo imaginar entonces un futuro poético para la humanidad si, como intuyo, estamos viviendo (quizá sin darnos cuenta) una auténtica mutación? Porque, después de no pocos siglos de civilización centrada en el lenguaje, mucho me temo que hayamos salido, acaso sin percibirlo, de eso. Pero el lenguaje no es tan sólo un instrumento, una herramienta, que podemos dejar de lado para sustituirla por otra, supuestamente más efectiva, más eficiente. Por el contrario, el lenguaje es el umbral mismo de lo humano, el lenguaje nos constituye: somos lenguaje y somos por el lenguaje. Con lo cual mucho me temo que, por desgracia, la crisis en que hoy se debate la poesía no es simplemente el problema de un género literario, apenas, sino la manifestación de algo más profundo, que afecta tal vez, y en lo esencial, a toda nuestra humana condición. Entonces: ¿sobrevivirá el objeto libro, encontrará la humanidad otras formas de satisfacer su sed de poesía, subsistirá esa sed, aunque no sea escrita? Quieran los dioses depararnos su benevolencia. Porque, en uno de sus manuscritos póstumos, “Fusées”, escrito probablemente entre 1855 y 1862, ese otro auténtico visionario que fue Baudelaire ya nos vaticinaba: “pereceremos por donde hemos creído vivir. La mecánica nos habrá americanizado de tal modo, el progreso habrá atrofiado tan bien en nosotros toda la parte espiritual, que nada, entre las ensoñaciones sanguinarias, sacrílegas o anti-naturales de los utopistas, podrá ser comparado a sus resultados positivos.” Para agregar poco más adelante: “Pero no es particularmente por las instituciones políticas que se manifestará la ruina universal; o el progreso universal; poco me importa el nombre. Será por el envilecimiento de los corazones.”
Y el mismo intelectual latinoamericano que fue capaz de enfrentarse con tantos de sus colegas para denunciar en su momento al totalitarismo mal llamado soviético, el mexicano ctavio POxOcxta Octavio Paz, durante un reportaje para “Le Nouvel Observateur”, poco antes de morir pudo afirmarle a Jacques Julliard: “Tocqueville vio eso bien. Habla de una vulgarización de la vida democrática y hasta de una incompatibilidad entre la poesía y la democracia moderna. La cuestión subsiste. Se habló del desastre del autoritarismo, sería preciso hablar del desastre del capitalismo liberal y democrático, en el dominio del pensamiento como en el de la vida cotidiana; la idolatría del dinero, el mercado transformado en valor único que expulsa a todos los otros.” Eso que, después de todo, en el canto final de “Exilio”, ya había expresado maravillosamente Saint-John Perse: “Huésped precario a la orilla de nuestras ciudades, tú no franquearás el umbral de los Lloyds, donde tu palabra no tiene curso y tu oro carece de valor... / Yo habitaré mi nombre, fue tu respuesta a los cuestionarios del puerto. Y sobre las mesas del cambista, sólo produces confusión. / Como esas grandes monedas de hierro exhumadas por el rayo.” Con tan nítidas palabras, escritas antes de 1942, el creador de “Anábasis” enunciaba ya entonces con total claridad la situación de la poesía frente a las potencias del mercado. Aunque claro que lo hacía con dignísimo gesto, incluso hasta con una sincera altivez, con orgullosa nobleza.
Pero hoy, en cambio, cuando las únicas leyes realmente en vigencia para nuestras sociedades sólo parecen ser las de la oferta y la demanda, el toma y daca, desde semejante punto de vista hasta puede resultar irrisoria la situación de la poesía. La poesía que no se vende, la poesía que no tiene absolutamente ningún mercado, en estos tiempos de tiranía absoluta del mercado. Tanta que, de algún modo parodiando la trágica advertencia de Adorno, hoy podríamos preguntarnos si es posible escribir poesía despues de McDonald’s. De la “civilización” que representa McDonald’s, por supuesto. En el porvenir inmediato, para el siglo XXI, ¿podrá ser muy diferente la situación del poeta? Quizás si, quizás no. No cambiarán, para sus auténticos creadores, las exigencias del poema, que Dante acuñó tan bien como “gloria de la lengua”. Pero es probable que cambien sí las condiciones de su resonancia, de su audiencia, de su significación. Que están ligadas con un contexto cultural, social, humano, cada vez más dominado por las técnicas de seducción masiva, donde el lenguaje es sometido a infinitas tensiones. Con gravísimos riesgos que ya pudo prever, hace no pocos años, el más hondo poeta de nuestra América limpiamente mestiza, ese peruano universal que fue César Vallejo, cuando llegó a preguntarse, por ejemplo, con serenísima grandeza: “¿Y si después de tantas palabras / no sobrevive la palabra? “.
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Fotos
Rodolfo Alonso en el Festival Internacional de Poesía (Medellín, Colombia) 1997. Foto de Natalia Botero
Milton de Lima Sousa y Rodolfo Alonso en Curutiba (Brasil) en 1997
María Elena Walsh, Rodolfo Alonso y Josefina Robirosa en el Fondo Nacional de las Artes, hacia 1988. Foto Sara Facio
Rodolfo Alonso y el poeta italiano Giuseppe Ungaretti en Buenos Aires, 1967
Visitando a Juan L. en su casa de Paraná, hacia 1955. Francisco (Paco) Urondo, Juan L. Ortíz, Rodolfo Alonso y Hugo Gola
Una típica reunión de la revista "Poesía Buenos Aires", hacia 1956. Rodolfo Alonso, Néstor Bondoni, Paco Urondo, Osmar Luis Bondoni,
Edgar Bayley, Raúl Gustavo Aguirre. De pie, el escultor Jorge Souza,
el diagramador.
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Fotos Rpdolfo Alonso
Desde el abismo argentino
(Indicios para una resistencia cultural)
* “El cosmopolitismo en los hombres y en las ideas, la disolución de viejos núcleos morales, la indiferencia para con los negocios públicos, el olvido creciente de las tradiciones, la corrupción popular del idioma, el desconocimiento de nuestro propio territorio, la falta de solidaridad nacional, el ansia de la riqueza sin escrúpulos, el culto de las jerarquías más innobles, el desdén por las altas empresas, la falta de pasión en las luchas, la venalidad del sufragio, la superstición por los nombres exóticos, el individualismo demoledor, el desprecio por los ideales ajenos, la constante simulación y la ironía canalla, cuanto define la época actual comprueba la necesidad de una reacción poderosa a favor de la conciencia nacional y de las disciplinas civiles.” Sería arduo proponerse una descripción más detallada y precisa de la pesadilla que estamos viviendo los argentinos. Y sin embargo Ricardo Rojas escribió esto en 1909, casi un siglo atrás, un año antes de la enfática celebración oficial del Centenario de la Revolución de Mayo, cuando la Argentina (al menos desde una perspectiva macroeconómica), parecía una potencia en ascenso irrefrenable. Leídas hoy, y sin pretender refrendar el punto de vista del borgiano Pierre Ménard, pero tampoco sin desdeñarlo, no sabemos dilucidar a ciencia cierta si el autor era un auténtico vidente, que podía predecir sin duda alguna el porvenir, o si la realidad actual vino a coincidir, acentuándolas en forma ineludible, con sus diagnósticos precoces.
* Pero, ¡atención! Los actos tienen consecuencias. Y siempre será necesario asumir nuestros propios errores si es que queremos no volver a cometerlos. Pero eso nunca, de ningún modo, deberá servir para que los responsables de nuestra infamia actual puedan acudir al gastado y no menos infame recurso de la supuestamente inexorable incapacidad colectiva para regir nuestro destino. Más bien, contra toda evidencia, habrá que seguir propiciando lo contrario. Porque el único remedio para una democracia débil sólo puede ser más, y mejor, y más honda democracia. Democracia de raíz.
* La sociedad de consumo, que a través de los grandes medios tecnocráticos de (in)comunicación se fue constituyendo en sociedad del espectáculo, se ha vuelto ahora físicamente planetaria, sutilmente seductora, amablemente compulsiva, espiritualmente invasora, confortablemente totalitaria. No necesita violentarnos con la fuerza física: nos rodea, nos envuelve, nos impregna. Y tal es de algún modo la desolada experiencia del mundo de hoy, donde la poesía, el arte, las ideologías e incluso las religiones, ya no logran encarnar, volverse humanas (y por lo tanto cultura) al ser encarnadas por los hombres, y corren el gravísimo riesgo de concluir girando en el vacío.
* Tantálicamente adormilados, si lográramos desprendernos de las pantallas mesmerizantes podríamos constatar que quienes nos dominan ya no necesitan ni ocultar sus manipulaciones. Nuestro desolado país es la prueba de que hoy puede ejercerse el mal impunemente, a la vista de todos, sin guardar las formas. Han sobrepasado incluso sus propios límites. El sistema que pregona basarse en la propiedad privada la viola públicamente. El titular del FMI anuncia que el país fue saqueado por sus propios dirigentes y sigue desayunando. Los bancos nos roban, los jueces nos defraudan, los policías nos matan, los militares nos violan, los empresarios nos saquean, los sindicalistas se venden, los políticos nos venden, y así podríamos seguir. Su omnipotencia cuenta hoy al parecer con nuestro envilecimiento.
* La negación parece un principio fundamental de la psicología humana. Para poder vivir, negamos que somos mortales. Para poder sobrevivir, negamos lo que duele. Pero ese alivio momentáneo no tiene futuro. Es más, no sólo condiciona nuestro presente: lo construye.
* Si no se tiene bien en claro quién, qué, cómo es realmente el enemigo, cualquier batalla está perdida de antemano.
* Las preguntas apropiadas ya son una respuesta.
* Al parecer, Raymond Aron dijo hace mucho tiempo que la Argentina resultaba “la gran desilusión del siglo XX”. Sin duda es un grave diagnóstico. Que debería preocuparnos, aún aceptando su evidente perspectiva eurocéntrica. Pero qué comparación tiene eso con la frase, desesperada y lapidaria, que Ricardo Piglia afirmó haber escuchado en 1959 a Ezequiel Martínez Estrada, uno de los menos complacientes grandes intelectuales argentinos: "La Argentina se tiene que hundir. Se tiene que hundir y desaparecer, no hay que hacer nada para salvarla, si lo merece volverá a reaparecer y si no lo merece es mejor que se pierda.” Ya que estamos en zonas de agrio coraje intelectual, tan ajeno a la coreografía de banalidad y parodia que hoy suele abrumarnos, quiero destacar otra saludable cachetada. En El farmer, Andrés Rivera le hace rezongar a su protagonista (no es casual que sea Rosas) este ácido pronóstico, que los tiempos que vivimos hacen difícil desmentir: “Demoré una vida en reconocer la más simple y pura de las verdades patrióticas: quien gobierna podrá contar, siempre, con la cobardía incondicional de los argentinos.”
* Hay ciertas prevenciones que nunca están de más. (Gato que se quema desconfía hasta de la leche.) No sin alguna razón, por ejemplo, los latinoamericanos solemos estar a la defensiva con respecto a ciertas opiniones que nos llegan del norte, incluso de uno y otro lado del Atlántico, no necesariamente homogéneos. Lo que, con ser saludable, no deja de hacernos correr también el riesgo de deslizarnos, desde la prevención, hacia el prejuicio. Pero nada debería impedirnos prestarle atención a las mismas latitudes. Por venir de quien viene, y desde donde viene, aunque nos inquiete o nos perturbe (¿acaso vernos descubiertos?) no debería sorprendernos alguien tan fraternal como Helio Jaguaribe: “La Argentina es una de las sociedades más cultas y sofisticadas de América latina, con un sistema productivo africano.” Contundente precisión, plena metáfora. Aún sabiendo que la primera parte peca por exceso: la calificación no le cabe ya por desdicha a todo el país, sino más bien tan sólo a algunos sectores de Buenos Aires y alguna otra gran ciudad. Y que la segunda peca por defecto: hay mucha dignidad, mucha grandeza, mucha pasión en África, la cuna de la especie, de donde todos provenimos.
* Si la experiencia nos enseñara algo, sabríamos que es ilusorio soñar que todo estará definitivamente bien una vez derrotado el enemigo presente. Hay otros enemigos. Incluso dentro nuestro.
* Ya lo había advertido lúcidamente Michel Butor hace varias décadas: “El poeta es aquel que se da cuenta de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro”. Y para quien no se anime a aceptar que lo que hoy está en peligro es quizá el sentido mismo de la experiencia humana, baste esta reflexión de Nicholas Negroponte, pope del Massachussets Institut of Tecnology (el legendario M.I.T.), auténtico zar de la inventiva tecnológica norteamericana: “Hoy en día, cuando se habla de computación, no hablamos de computadoras sino de la vida misma.”
* Un gran bonete de la mercadología, Al Ries, el hombre que forma a los manipuladores de las multinacionales que nos forman, desde la ufanía de su poder ilimitado se dejó ir más lejos que ningún crítico: “La guerra del marketing es una actividad intelectual, cuyo campo de batalla es la mente del consumidor.” Aunque iba a fallecer en 1883, cuando todo esto recién despuntaba, Karl Marx parece haber llegado a intuir lúcidamente el mecanismo aunque sin imaginar su dimensión futura: “Hasta hoy pensaba que la formación de los mitos cristianos durante el imperio romano sólo fue posible porque la imprenta no se había inventado aún. Hoy, la prensa diaria y el telégrafo, que difunden sus inventos por todo el universo en un abrir y cerrar de ojos, fabrican en un solo día más mitos que los que antes se creaban en un siglo.” ¿Qué diría, él, entonces, ahora?
* La metáfora, bella, para nada inocente, era de Paul Éluard, y fue acuñada hace más de medio siglo: “Hay otros mundos, pero están en éste”. A la fantasía de un paraíso prometido en el cielo tras la muerte, sugería oponerle la posibilidad concreta de construirlo aquí en la tierra. Hoy, bajo la peste globalizada del pensamiento único, que no se imagina permitirnos más que una misma idea del mundo, podríamos intuir sin embargo que otros mundos subsisten, aunque más no sea en nuestra memoria, en la carne ineludiblemente viva de nuestro pasado, de nuestras experiencias de vida y de cultura.
* “Las industrias culturales de nuestro tiempo, servidas por máquinas de promoción y propaganda apuntadas a tácticas y estrategias de prominencia ideológica que de alguna manera convierten en obsoleto el recurso a las acciones directas, vienen reduciendo a los países menores a un mero papel de figurantes, conduciéndolos a un primer grado de invisibilidad, de inexistencia. Las hegemonías culturales de hoy resultan esencialmente de un proceso duplo y simultáneo de evidenciar lo propio y de ocultar lo ajeno, considerado ya como fatalidad ineluctable y contando con la resignación de las propias víctimas, cuando no con su complicidad.” Deberíamos reflexionar a fondo sobre estas transparentes palabras del portugués José Saramago. ¿Hubiera podido asolarse y saquearse nuestro país, de una forma tan intensa y exhaustiva, sin haber conseguido anular antes hasta el más mínimo resquicio de pensamiento y voluntad nacional? ¿Es decir, sin que lo hubiéramos, nosotros, permitido?
* El gran novelista André Malraux, que pasó de militante revolucionario a ministro de Cultura con De Gaulle, nunca dejó de ver la realidad con lucidez. Y ya en los años sesenta advirtió que “nuestra civilización vive en lo sensacional como la griega vivió en la mitología”. Pero la inmensa marea de mediocridad estruendosa, de banalidad lustrosa que nos envuelve como un magma, no es inocua. Su objetivo es producir consumidores compulsivos, acríticos. O, en su defecto, desechos. Por eso uno de los últimos grandes humanistas europeos, George Steiner, dice: “Hoy, la censura es el mercado”. Y, por si fuera poco, escuchemos al Octavio Paz a quien los seudoliberales de esta época aparentan rendir culto, pero de quien se cuidan muy bien de difundir esta verdad de a puño: “porque la libertad de expresión está en peligro siempre. La amenazan no sólo los gobiernos totalitarios y las dictaduras militares, sino también, en las democracias capitalistas, las fuerzas impersonales de la publicidad y del mercado. Someter las artes y la literatura a las leyes que rigen la circulación de mercancías es una forma de censura no menos nociva y bárbara que la censura ideológica”.
* No es insólito que un joven intelectual norteamericano resulte capaz de miradas desinhibidas al imperio. Dice el novelista Jonathan Franzen: “Entre literatura y mercado, el amor perdido nunca fue considerable. La economía de consumo ama el producto que se cotiza bien, se gasta rápido o es susceptible de una mejora permanente, y que ofrece alguna ganancia marginal con cada mejora. Para una economía como ésta, la actualidad que nunca deja de ser actual no es solamente un producto inferior; es un producto antitético.” ”Si ni siquiera uno, siendo novelista, tiene ganas de leer, ¿cómo puede esperar que el otro lea libros?” “El novelista tienen cada vez más cosas para decir a lectores que cada vez tiene menos tiempo para leer: ¿dónde encontrar la energía para comprometerse con una cultura en crisis cuando la crisis consiste en la imposibilidad de comprometerse con la cultura?” Deberíamos, por lo menos, ser capaces de similar agudeza. Y de aguantar las consecuencias.
* Siento que en la cultura latinoamericana hay una cuenca rioplatense, que nos hermana con el Uruguay, y que emite un clima, un matiz propio, al mismo tiempo preciso e impreciso, brumoso y nítido. Una huella, señales. Pero también es cierto que, a diferencia de Montevideo, que lo vive intensamente, Buenos Aires es una de las pocas ciudades del mundo que está de espaldas a su espejo de agua. No voy a caer en psicoanálisis silvestre, pero parece evidente que eso debe tener algún significado, latente y acaso manifiesto. Más que una cuestión de identidad, podría afectarnos un problema de legimitidad. Que en estos momentos salta desgraciadamente a la vista. ¿Y si no fuéramos capaces de poseer como adultos nuestra realidad, si no nos sintiéramos dignos de poseerla? Ése sería el misterio. Por ejemplo, ¿cómo no tenemos una relación más íntima con semejante río? ¿Cómo no lo hicimos nuestro? (No hay un Juan L. Ortiz del Río de la Plata.) ¿Cómo no perciben nuestros ojos la belleza cambiante de ese río tan enorme que mereció ser considerado mar, cómo no lavamos nuestra mirada en esos grandes ámbitos de cielo y de agua viva, de colores tamizados y tocantes, que son uno y miles a lo largo del día y de la noche? ¿Cómo, y por qué, elegimos vivir de espaldas a tanta belleza? ¿Porque no somos capaces de verla? ¿O porque no nos creemos dignos de ella? ¿O, lo que sería acaso mucho más terrible, directamente porque no nos la merecemos?
* Toda superficialidad es insidiosa. Toda generalización es fascista.
* La resistencia cultural es una cosa demasiado seria para dejarla solamente en manos de supuestos especialistas. El máximo ejemplo de una resistencia cultural eficaz y ambiciosa en la Argentina me parece, hoy, el de los trabajadores que se han hecho cargo de mantener funcionando las empresas sentenciadas.
* A lo largo de la historia, podrían visualizarse por lo menos dos maneras de resistirse a un período de oscurantismo cultural: la abstención o la intervención. Negarse a ser cómplice o tratar de modificar las cosas. Las grandes religiones monoteístas por ejemplo, derivan de aquellos profetas solitarios que aunque retirándose al desierto, lograron convertirlo en caja de resonancia para sus vozarrones tempestuosos, e incidir así sobre las ciudades que los habían rechazado. Hoy el contexto es absolutamente diferente. Ningún Van Gogh, ningún Poe, ningún Nerval, ningún Rimbaud puede imaginar ya a su sacrificio o su silencio convertido en valor por la estrepitosa industria cultural. Como señala Pierre Bourdieu: “es la televisión la que define el juego: los temas de los que hay que hablar; y qué personas son importantes y cuáles no. Alienante para el resto de la profesión, la televisión está ella misma alienada, porque vive muy particularmente sometida a las imposiciones del mercado.” ¿Podría dejar de tener eso en cuenta, si se propone ser mínimamente eficaz, una política activa (e, incluso, pasiva) de resistencia cultural?
* Considero haber dado pruebas suficientes de que las cuestiones con el lenguaje, su decadencia, casi su aniquilación como potencia orgánica, no me preocupan sólo estéticamente. ¿Cómo evitar, por ejemplo, que nos confundan con aquellos que pregonan la resistencia cultural en los medios del sistema, para terminar ofreciendo (no menos inconscientemente) a las editoras multinacionales un bestseller más sobre el asunto? ¿Cómo revertir el doble sinsentido de que secretarios de la cultura oficial anuncien su intención de apoyar la industria cultural? ¿O que en medio de la pauperización de toda una sociedad emerja, en nuestro Parlamento, un proyecto de ley que bajo la declamada defensa de los llamados bienes culturales en realidad encubre el descarado apoyo a las grandes empresas que los pervierten? La industria cultural, cuyo objetivo es el lucro masivo, mimetizada con la sociedad del espectáculo, seductora aplanadora de la diversidad y el genio, es objetivamente el enemigo natural de la auténtica cultura, espontánea y diversa.
* Es como si se hubieran sobrepasado las peores predicciones de 1984, Un nuevo mundo feliz o Fahrenheit 451. Y sin embargo, hace setenta años, en 1932, Paul Valéry ya lo había previsto: “existen máquinas que dispensan de la atención, que dispensan del trabajo paciente y difícil del espíritu; cuanto más avancemos, tanto más se multiplicarán los métodos de simbolización y de grafía rápida. Esos métodos tienen a suprimir el esfuerzo de razonar.” (E incluso llegó a percibir, visionariamente, que el enemigo no nos conquistaría solamente desde el exterior: “estamos despavoridos por esa incoherencia de excitaciones que nos obsesiona y de la cual acabamos por tener necesidad.")
* ¿Cuándo se construirán las tres escuelas de provincia cuyo importe donó Belgrano al Triunvirato? Hubo una cuarta, en Bolivia, que funciona hace mucho.
* Yo he visto (algo casi imposible para mí de imaginar) desaparecer socialmente, diluirse al tango, que acunó mi infancia. Y que era como el aire mismo que nos rodeaba. Y no consigo, ni explicarme los motivos ni aceptar los remedos importados que pretenden suplantarlo. ¿Cómo es posible que ocurra algo así? ¿Qué algo tan esencial, tan vivo, tan actuante, se nos vaya como humo? Apenas intuyo que quizá algo tenemos que ver, como cultura, como manera de vivir, con el Zelig que protagoniza el inteligentísimo film de Woody Allen: nos convertimos en lo que nos deslumbra, pero sólo para volver a hacerlo de inmediato, ante una nueva incitación. Un destino de mímesis. No menos trágico que otros. O como el de esos herederos abrumados por tesoros que no se sienten capaces de empuñar, y a quienes sólo se les ocurre derrochar riquezas y talento. O permitir que otros lo hagan.
* Quieran los dioses depararnos su benevolencia. Porque, en uno de sus manuscritos póstumos, Fusées, escrito probablemente entre 1855 y 1862, ese otro auténtico visionario que fue Baudelaire ya nos vaticinaba: “pereceremos por donde hemos creído vivir. La mecánica nos habrá americanizado de tal modo, el progreso habrá atrofiado tan bien en nosotros toda la parte espiritual, que nada, entre las ensoñaciones sanguinarias, sacrílegas o anti-naturales de los utopistas, podrá ser comparado a sus resultados positivos.” Para agregar poco más adelante: “Pero no es particularmente por las instituciones políticas que se manifestará la ruina universal; o el progreso universal; poco me importa el nombre. Será por el envilecimiento de los corazones.”
* Al comenzar un texto clave, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, que tanto tiene que ver con estos temas, el indeleble Walter Benjamin acuña unas palabras que siguen conmoviéndome: “Los conceptos que seguidamente introducimos por primera vez en la teoría del arte se distinguen de los usuales en que resultan por completo inútiles para los fines del fascismo.” Me sentiría orgulloso de no haberlo desdicho.
(Buenos Aires, octubre del 2002)
* “El cosmopolitismo en los hombres y en las ideas, la disolución de viejos núcleos morales, la indiferencia para con los negocios públicos, el olvido creciente de las tradiciones, la corrupción popular del idioma, el desconocimiento de nuestro propio territorio, la falta de solidaridad nacional, el ansia de la riqueza sin escrúpulos, el culto de las jerarquías más innobles, el desdén por las altas empresas, la falta de pasión en las luchas, la venalidad del sufragio, la superstición por los nombres exóticos, el individualismo demoledor, el desprecio por los ideales ajenos, la constante simulación y la ironía canalla, cuanto define la época actual comprueba la necesidad de una reacción poderosa a favor de la conciencia nacional y de las disciplinas civiles.” Sería arduo proponerse una descripción más detallada y precisa de la pesadilla que estamos viviendo los argentinos. Y sin embargo Ricardo Rojas escribió esto en 1909, casi un siglo atrás, un año antes de la enfática celebración oficial del Centenario de la Revolución de Mayo, cuando la Argentina (al menos desde una perspectiva macroeconómica), parecía una potencia en ascenso irrefrenable. Leídas hoy, y sin pretender refrendar el punto de vista del borgiano Pierre Ménard, pero tampoco sin desdeñarlo, no sabemos dilucidar a ciencia cierta si el autor era un auténtico vidente, que podía predecir sin duda alguna el porvenir, o si la realidad actual vino a coincidir, acentuándolas en forma ineludible, con sus diagnósticos precoces.
* Pero, ¡atención! Los actos tienen consecuencias. Y siempre será necesario asumir nuestros propios errores si es que queremos no volver a cometerlos. Pero eso nunca, de ningún modo, deberá servir para que los responsables de nuestra infamia actual puedan acudir al gastado y no menos infame recurso de la supuestamente inexorable incapacidad colectiva para regir nuestro destino. Más bien, contra toda evidencia, habrá que seguir propiciando lo contrario. Porque el único remedio para una democracia débil sólo puede ser más, y mejor, y más honda democracia. Democracia de raíz.
* La sociedad de consumo, que a través de los grandes medios tecnocráticos de (in)comunicación se fue constituyendo en sociedad del espectáculo, se ha vuelto ahora físicamente planetaria, sutilmente seductora, amablemente compulsiva, espiritualmente invasora, confortablemente totalitaria. No necesita violentarnos con la fuerza física: nos rodea, nos envuelve, nos impregna. Y tal es de algún modo la desolada experiencia del mundo de hoy, donde la poesía, el arte, las ideologías e incluso las religiones, ya no logran encarnar, volverse humanas (y por lo tanto cultura) al ser encarnadas por los hombres, y corren el gravísimo riesgo de concluir girando en el vacío.
* Tantálicamente adormilados, si lográramos desprendernos de las pantallas mesmerizantes podríamos constatar que quienes nos dominan ya no necesitan ni ocultar sus manipulaciones. Nuestro desolado país es la prueba de que hoy puede ejercerse el mal impunemente, a la vista de todos, sin guardar las formas. Han sobrepasado incluso sus propios límites. El sistema que pregona basarse en la propiedad privada la viola públicamente. El titular del FMI anuncia que el país fue saqueado por sus propios dirigentes y sigue desayunando. Los bancos nos roban, los jueces nos defraudan, los policías nos matan, los militares nos violan, los empresarios nos saquean, los sindicalistas se venden, los políticos nos venden, y así podríamos seguir. Su omnipotencia cuenta hoy al parecer con nuestro envilecimiento.
* La negación parece un principio fundamental de la psicología humana. Para poder vivir, negamos que somos mortales. Para poder sobrevivir, negamos lo que duele. Pero ese alivio momentáneo no tiene futuro. Es más, no sólo condiciona nuestro presente: lo construye.
* Si no se tiene bien en claro quién, qué, cómo es realmente el enemigo, cualquier batalla está perdida de antemano.
* Las preguntas apropiadas ya son una respuesta.
* Al parecer, Raymond Aron dijo hace mucho tiempo que la Argentina resultaba “la gran desilusión del siglo XX”. Sin duda es un grave diagnóstico. Que debería preocuparnos, aún aceptando su evidente perspectiva eurocéntrica. Pero qué comparación tiene eso con la frase, desesperada y lapidaria, que Ricardo Piglia afirmó haber escuchado en 1959 a Ezequiel Martínez Estrada, uno de los menos complacientes grandes intelectuales argentinos: "La Argentina se tiene que hundir. Se tiene que hundir y desaparecer, no hay que hacer nada para salvarla, si lo merece volverá a reaparecer y si no lo merece es mejor que se pierda.” Ya que estamos en zonas de agrio coraje intelectual, tan ajeno a la coreografía de banalidad y parodia que hoy suele abrumarnos, quiero destacar otra saludable cachetada. En El farmer, Andrés Rivera le hace rezongar a su protagonista (no es casual que sea Rosas) este ácido pronóstico, que los tiempos que vivimos hacen difícil desmentir: “Demoré una vida en reconocer la más simple y pura de las verdades patrióticas: quien gobierna podrá contar, siempre, con la cobardía incondicional de los argentinos.”
* Hay ciertas prevenciones que nunca están de más. (Gato que se quema desconfía hasta de la leche.) No sin alguna razón, por ejemplo, los latinoamericanos solemos estar a la defensiva con respecto a ciertas opiniones que nos llegan del norte, incluso de uno y otro lado del Atlántico, no necesariamente homogéneos. Lo que, con ser saludable, no deja de hacernos correr también el riesgo de deslizarnos, desde la prevención, hacia el prejuicio. Pero nada debería impedirnos prestarle atención a las mismas latitudes. Por venir de quien viene, y desde donde viene, aunque nos inquiete o nos perturbe (¿acaso vernos descubiertos?) no debería sorprendernos alguien tan fraternal como Helio Jaguaribe: “La Argentina es una de las sociedades más cultas y sofisticadas de América latina, con un sistema productivo africano.” Contundente precisión, plena metáfora. Aún sabiendo que la primera parte peca por exceso: la calificación no le cabe ya por desdicha a todo el país, sino más bien tan sólo a algunos sectores de Buenos Aires y alguna otra gran ciudad. Y que la segunda peca por defecto: hay mucha dignidad, mucha grandeza, mucha pasión en África, la cuna de la especie, de donde todos provenimos.
* Si la experiencia nos enseñara algo, sabríamos que es ilusorio soñar que todo estará definitivamente bien una vez derrotado el enemigo presente. Hay otros enemigos. Incluso dentro nuestro.
* Ya lo había advertido lúcidamente Michel Butor hace varias décadas: “El poeta es aquel que se da cuenta de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro”. Y para quien no se anime a aceptar que lo que hoy está en peligro es quizá el sentido mismo de la experiencia humana, baste esta reflexión de Nicholas Negroponte, pope del Massachussets Institut of Tecnology (el legendario M.I.T.), auténtico zar de la inventiva tecnológica norteamericana: “Hoy en día, cuando se habla de computación, no hablamos de computadoras sino de la vida misma.”
* Un gran bonete de la mercadología, Al Ries, el hombre que forma a los manipuladores de las multinacionales que nos forman, desde la ufanía de su poder ilimitado se dejó ir más lejos que ningún crítico: “La guerra del marketing es una actividad intelectual, cuyo campo de batalla es la mente del consumidor.” Aunque iba a fallecer en 1883, cuando todo esto recién despuntaba, Karl Marx parece haber llegado a intuir lúcidamente el mecanismo aunque sin imaginar su dimensión futura: “Hasta hoy pensaba que la formación de los mitos cristianos durante el imperio romano sólo fue posible porque la imprenta no se había inventado aún. Hoy, la prensa diaria y el telégrafo, que difunden sus inventos por todo el universo en un abrir y cerrar de ojos, fabrican en un solo día más mitos que los que antes se creaban en un siglo.” ¿Qué diría, él, entonces, ahora?
* La metáfora, bella, para nada inocente, era de Paul Éluard, y fue acuñada hace más de medio siglo: “Hay otros mundos, pero están en éste”. A la fantasía de un paraíso prometido en el cielo tras la muerte, sugería oponerle la posibilidad concreta de construirlo aquí en la tierra. Hoy, bajo la peste globalizada del pensamiento único, que no se imagina permitirnos más que una misma idea del mundo, podríamos intuir sin embargo que otros mundos subsisten, aunque más no sea en nuestra memoria, en la carne ineludiblemente viva de nuestro pasado, de nuestras experiencias de vida y de cultura.
* “Las industrias culturales de nuestro tiempo, servidas por máquinas de promoción y propaganda apuntadas a tácticas y estrategias de prominencia ideológica que de alguna manera convierten en obsoleto el recurso a las acciones directas, vienen reduciendo a los países menores a un mero papel de figurantes, conduciéndolos a un primer grado de invisibilidad, de inexistencia. Las hegemonías culturales de hoy resultan esencialmente de un proceso duplo y simultáneo de evidenciar lo propio y de ocultar lo ajeno, considerado ya como fatalidad ineluctable y contando con la resignación de las propias víctimas, cuando no con su complicidad.” Deberíamos reflexionar a fondo sobre estas transparentes palabras del portugués José Saramago. ¿Hubiera podido asolarse y saquearse nuestro país, de una forma tan intensa y exhaustiva, sin haber conseguido anular antes hasta el más mínimo resquicio de pensamiento y voluntad nacional? ¿Es decir, sin que lo hubiéramos, nosotros, permitido?
* El gran novelista André Malraux, que pasó de militante revolucionario a ministro de Cultura con De Gaulle, nunca dejó de ver la realidad con lucidez. Y ya en los años sesenta advirtió que “nuestra civilización vive en lo sensacional como la griega vivió en la mitología”. Pero la inmensa marea de mediocridad estruendosa, de banalidad lustrosa que nos envuelve como un magma, no es inocua. Su objetivo es producir consumidores compulsivos, acríticos. O, en su defecto, desechos. Por eso uno de los últimos grandes humanistas europeos, George Steiner, dice: “Hoy, la censura es el mercado”. Y, por si fuera poco, escuchemos al Octavio Paz a quien los seudoliberales de esta época aparentan rendir culto, pero de quien se cuidan muy bien de difundir esta verdad de a puño: “porque la libertad de expresión está en peligro siempre. La amenazan no sólo los gobiernos totalitarios y las dictaduras militares, sino también, en las democracias capitalistas, las fuerzas impersonales de la publicidad y del mercado. Someter las artes y la literatura a las leyes que rigen la circulación de mercancías es una forma de censura no menos nociva y bárbara que la censura ideológica”.
* No es insólito que un joven intelectual norteamericano resulte capaz de miradas desinhibidas al imperio. Dice el novelista Jonathan Franzen: “Entre literatura y mercado, el amor perdido nunca fue considerable. La economía de consumo ama el producto que se cotiza bien, se gasta rápido o es susceptible de una mejora permanente, y que ofrece alguna ganancia marginal con cada mejora. Para una economía como ésta, la actualidad que nunca deja de ser actual no es solamente un producto inferior; es un producto antitético.” ”Si ni siquiera uno, siendo novelista, tiene ganas de leer, ¿cómo puede esperar que el otro lea libros?” “El novelista tienen cada vez más cosas para decir a lectores que cada vez tiene menos tiempo para leer: ¿dónde encontrar la energía para comprometerse con una cultura en crisis cuando la crisis consiste en la imposibilidad de comprometerse con la cultura?” Deberíamos, por lo menos, ser capaces de similar agudeza. Y de aguantar las consecuencias.
* Siento que en la cultura latinoamericana hay una cuenca rioplatense, que nos hermana con el Uruguay, y que emite un clima, un matiz propio, al mismo tiempo preciso e impreciso, brumoso y nítido. Una huella, señales. Pero también es cierto que, a diferencia de Montevideo, que lo vive intensamente, Buenos Aires es una de las pocas ciudades del mundo que está de espaldas a su espejo de agua. No voy a caer en psicoanálisis silvestre, pero parece evidente que eso debe tener algún significado, latente y acaso manifiesto. Más que una cuestión de identidad, podría afectarnos un problema de legimitidad. Que en estos momentos salta desgraciadamente a la vista. ¿Y si no fuéramos capaces de poseer como adultos nuestra realidad, si no nos sintiéramos dignos de poseerla? Ése sería el misterio. Por ejemplo, ¿cómo no tenemos una relación más íntima con semejante río? ¿Cómo no lo hicimos nuestro? (No hay un Juan L. Ortiz del Río de la Plata.) ¿Cómo no perciben nuestros ojos la belleza cambiante de ese río tan enorme que mereció ser considerado mar, cómo no lavamos nuestra mirada en esos grandes ámbitos de cielo y de agua viva, de colores tamizados y tocantes, que son uno y miles a lo largo del día y de la noche? ¿Cómo, y por qué, elegimos vivir de espaldas a tanta belleza? ¿Porque no somos capaces de verla? ¿O porque no nos creemos dignos de ella? ¿O, lo que sería acaso mucho más terrible, directamente porque no nos la merecemos?
* Toda superficialidad es insidiosa. Toda generalización es fascista.
* La resistencia cultural es una cosa demasiado seria para dejarla solamente en manos de supuestos especialistas. El máximo ejemplo de una resistencia cultural eficaz y ambiciosa en la Argentina me parece, hoy, el de los trabajadores que se han hecho cargo de mantener funcionando las empresas sentenciadas.
* A lo largo de la historia, podrían visualizarse por lo menos dos maneras de resistirse a un período de oscurantismo cultural: la abstención o la intervención. Negarse a ser cómplice o tratar de modificar las cosas. Las grandes religiones monoteístas por ejemplo, derivan de aquellos profetas solitarios que aunque retirándose al desierto, lograron convertirlo en caja de resonancia para sus vozarrones tempestuosos, e incidir así sobre las ciudades que los habían rechazado. Hoy el contexto es absolutamente diferente. Ningún Van Gogh, ningún Poe, ningún Nerval, ningún Rimbaud puede imaginar ya a su sacrificio o su silencio convertido en valor por la estrepitosa industria cultural. Como señala Pierre Bourdieu: “es la televisión la que define el juego: los temas de los que hay que hablar; y qué personas son importantes y cuáles no. Alienante para el resto de la profesión, la televisión está ella misma alienada, porque vive muy particularmente sometida a las imposiciones del mercado.” ¿Podría dejar de tener eso en cuenta, si se propone ser mínimamente eficaz, una política activa (e, incluso, pasiva) de resistencia cultural?
* Considero haber dado pruebas suficientes de que las cuestiones con el lenguaje, su decadencia, casi su aniquilación como potencia orgánica, no me preocupan sólo estéticamente. ¿Cómo evitar, por ejemplo, que nos confundan con aquellos que pregonan la resistencia cultural en los medios del sistema, para terminar ofreciendo (no menos inconscientemente) a las editoras multinacionales un bestseller más sobre el asunto? ¿Cómo revertir el doble sinsentido de que secretarios de la cultura oficial anuncien su intención de apoyar la industria cultural? ¿O que en medio de la pauperización de toda una sociedad emerja, en nuestro Parlamento, un proyecto de ley que bajo la declamada defensa de los llamados bienes culturales en realidad encubre el descarado apoyo a las grandes empresas que los pervierten? La industria cultural, cuyo objetivo es el lucro masivo, mimetizada con la sociedad del espectáculo, seductora aplanadora de la diversidad y el genio, es objetivamente el enemigo natural de la auténtica cultura, espontánea y diversa.
* Es como si se hubieran sobrepasado las peores predicciones de 1984, Un nuevo mundo feliz o Fahrenheit 451. Y sin embargo, hace setenta años, en 1932, Paul Valéry ya lo había previsto: “existen máquinas que dispensan de la atención, que dispensan del trabajo paciente y difícil del espíritu; cuanto más avancemos, tanto más se multiplicarán los métodos de simbolización y de grafía rápida. Esos métodos tienen a suprimir el esfuerzo de razonar.” (E incluso llegó a percibir, visionariamente, que el enemigo no nos conquistaría solamente desde el exterior: “estamos despavoridos por esa incoherencia de excitaciones que nos obsesiona y de la cual acabamos por tener necesidad.")
* ¿Cuándo se construirán las tres escuelas de provincia cuyo importe donó Belgrano al Triunvirato? Hubo una cuarta, en Bolivia, que funciona hace mucho.
* Yo he visto (algo casi imposible para mí de imaginar) desaparecer socialmente, diluirse al tango, que acunó mi infancia. Y que era como el aire mismo que nos rodeaba. Y no consigo, ni explicarme los motivos ni aceptar los remedos importados que pretenden suplantarlo. ¿Cómo es posible que ocurra algo así? ¿Qué algo tan esencial, tan vivo, tan actuante, se nos vaya como humo? Apenas intuyo que quizá algo tenemos que ver, como cultura, como manera de vivir, con el Zelig que protagoniza el inteligentísimo film de Woody Allen: nos convertimos en lo que nos deslumbra, pero sólo para volver a hacerlo de inmediato, ante una nueva incitación. Un destino de mímesis. No menos trágico que otros. O como el de esos herederos abrumados por tesoros que no se sienten capaces de empuñar, y a quienes sólo se les ocurre derrochar riquezas y talento. O permitir que otros lo hagan.
* Quieran los dioses depararnos su benevolencia. Porque, en uno de sus manuscritos póstumos, Fusées, escrito probablemente entre 1855 y 1862, ese otro auténtico visionario que fue Baudelaire ya nos vaticinaba: “pereceremos por donde hemos creído vivir. La mecánica nos habrá americanizado de tal modo, el progreso habrá atrofiado tan bien en nosotros toda la parte espiritual, que nada, entre las ensoñaciones sanguinarias, sacrílegas o anti-naturales de los utopistas, podrá ser comparado a sus resultados positivos.” Para agregar poco más adelante: “Pero no es particularmente por las instituciones políticas que se manifestará la ruina universal; o el progreso universal; poco me importa el nombre. Será por el envilecimiento de los corazones.”
* Al comenzar un texto clave, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, que tanto tiene que ver con estos temas, el indeleble Walter Benjamin acuña unas palabras que siguen conmoviéndome: “Los conceptos que seguidamente introducimos por primera vez en la teoría del arte se distinguen de los usuales en que resultan por completo inútiles para los fines del fascismo.” Me sentiría orgulloso de no haberlo desdicho.
(Buenos Aires, octubre del 2002)
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