22.9.20

 

A 70 años de la muerte de Cesare Pavese

 

Por Rodolfo Alonso

 

 

Para LA GACETA – Olivos (pcia. de Buenos Aires)

 

 

 

El 27 de agosto de 1950, en Turín, se suicidaba uno de los más grandes escritores italianos del siglo XX. Poco antes dijo: “He trabajado, he dado poesía a los hombres, he compartido las penas de muchos.”

 

 

 

 

Piamontés universal, Cesare Pavese es sin duda uno de los más significativos escritores italianos del siglo XX. Nacido el 9 de setiembre de 1908 en el medio campesino de Santo Stefano Belbo, hijo de un secretario de juzgado en Turín, iba a concluir poniendo fin a su vida (“Palabras no. Un gesto. No escribiré más”, son las líneas finales de su indeleble diario, El oficio de vivir), en un cuarto de hotel en Turín, el 27 de agosto de 1950. Esa vida y esa obra se irían cubriendo (y los argentinos fuimos tal vez de los primeros en percibirlo fuera de Italia) de significados a la vez entrañables y nítidos, donde conviven voces ancestrales y moderna lucidez, cuya riqueza, perfección formal, perdurabilidad y resonancia permiten considerarlo un auténtico clásico.

Dueño de una apasionada inteligencia, una bella sensibilidad y una indomable voluntad de raciocinio, en pocos como en él se reunieron en su época, a la vez como evidencia estética y como testimonio intelectual, por un lado la entereza de un humanismo capaz de pensar y de intentar un mundo para todos (“en medio de la sangre y el fragor de los días que vivimos va articulándose una concepción distinta del hombre. El hombre nuevo será puesto en condiciones de vivir la propia cultura y de reproducirla para los otros, no en abstracto, sino en un intercambio cotidiano y fecundo de vida”). Junto a ello, la devoción por una belleza que no se niega a ninguna verdad, por aparentemente oscura que parezca (“La fuente de la poesía es siempre un misterio, una inspiración, una conmovida perplejidad ante lo irracional, tierra desconocida”). En esa tensión, que no supo dejar fuera a su propia vida, alcanza una hondura y calidad especialmente tocantes. Y aunque el suicidio parece constituir el broche de la angustia, una tozuda, lúcida y fecunda voluntad de vida, de belleza y de trabajo emerge limpiamente de sus palabras.

          Su juventud creció con el fascismo, que lo arrestó el 15 de mayo de 1935 y lo confinó, como opositor político, en Brancaleone Calabro, de donde volvió en marzo de 1936. Pero no cambiado. A la bochinchera y grandilocuente cultura oficial del fascismo supo enfrentarse, lúcidamente, como su impar compañero de generación, Elio Vittorini, con la traducción y el análisis crítico de la gran literatura norteamericana. Heredero de un mundo campesino que nunca cesó de nutrirlo, su primer libro, Trabajar cansa (Solaria, 1936, con reedición aumentada de Einaudi, 1943), es un nuevo ciclo abierto y cerrado por él en la poesía italiana moderna, tanto como una revisión exhaustiva de ese mundo natal, lleno de atavismos que, a pura luz de razón, se convierten en auténticas iluminaciones. Y ese mundo está siempre presente en su gran narrativa. Y hasta en sus resplandecientes ensayos, donde la percepción del claro espacio mítico que es el campo, la viña, el bosque, la sangre, la noche, los astros, se convierte en alimento de esclarecedoras conclusiones.

          Llegó a triunfar en Turín, la gran ciudad de sus sueños de infancia, como intelectual y como artista: pudo ser director literario de la prestigiosa editorial Einaudi, y poco antes de morir recibió el consagratorio Premio Strega. ”Narrar es como nadar”, supo decir, aludiendo a los ritmos combinados con que el nadador desplaza su cuerpo en el agua, y también “Narrar es monótono”, por supuesto en el sentido de la insistencia, de la persistencia en un tono, en un clima, que nunca es puramente verbal aunque está hecho de lenguaje. Las palabras de los hombres a las que supo aludir cálida y sabiamente como “esas tiernas cosas, intratables y vivas”.

          Ítalo Calvino advirtió lo imposible de imaginar hacia dónde habrían llevado a Pavese las inquietudes etnográficas y antropológicas que lo apasionaban. Y percibió su compleja y angustiada personalidad, esa voluntad de razón iluminista que sin embargo no abandona una temblorosa auscultación instintiva. Mucho de ello se advierte en los inteligentes y lúcidos ensayos que reunimos y tradujimos con Hugo Gola, no mucho después de su muerte, con el título de El oficio de poeta (Nueva Visión 1957), donde en El mito escribe: “Antes que fábula, casi maravilloso, el mito fue una simple norma, un comportamiento significativo, un rito que santificó la realidad.  Y fue también el impulso, la carga magnética que pudo, ella sola, inducir a los hombres a realizar obras.”

          Hay en todo Pavese la felicidad del trabajo consumado, esa satisfacción por el logro tras el esfuerzo, pero también la insatisfacción permanente ante el vacío posterior, ante la incapacidad de volver a colmarlo o el temor de no lograrlo. A ese vacío aludió como uno de los motivos de su suicidio, y aunque nunca lo sepamos con exactitud (¿quién podría?), se hace imposible no advertir que el hombre capaz de realizar en sólo 42  años de vida una obra semejante, difícilmente estuviera terminado como artista. El mismo que, horas antes de tomar una trágica decisión, escribía en su diario: “Mi parte pública la he hecho –lo que podía--. He trabajado, he dado poesía a los hombres, he compartido las penas de muchos.”

          No pocas veces reiteró Pavese que consideraba a Diálogos con Leucó “la cosa menos infeliz que yo haya escrito”. ¿Cómo no coincidir con él ante esos diálogos de transido lirismo y honda resonancia, que logran el casi milagroso resurgir, como una moderna fuente de vida, de los fundacionales mitos griegos? Y recordemos que ese libro quedó abierto junto a su lecho, en el cuarto de hotel donde se suicidó. Que su palabra fue escuchada, lo probaron tanto su persistente repercusión como la estima de sus contemporáneos. Emilio Cecchi lo dijo quizá mejor que nadie: “Reconozcamos, una vez más, que de su generación Pavese fue de los espíritus no sólo artísticamente más dotados, sino, en el conjunto de todas las facultades, intelectual y moralmente más ejemplares.”

 

 

 

Rodolfo Alonso -  Poeta, traductor, ensayista. Libro reciente:

 “Ser sed”, poesía reunida 1993-2018 (Eduvim, Córdoba, 2019)

18.9.20

El precursor de nuestra soberanía idiomática




 El precursor de nuestra soberanía idiomática


Por Rodolfo Alonso




Rememorando aquel momento en que la Universidad de Buenos Aires, nada menos, rubricando un acuerdo con el Instituto Cervantes, nos colocó en la órbita de su temible Servicio Internacional de Evaluación de la Lengua Española, con grave riesgo para nuestra soberanía lingüística, sentí la obligación moral de recordar, al respecto, un hecho clave de nuestra historia protagonizado, precisamente, por quien fue el primer rector de dicha casa de estudios. Fechada el 30 de diciembre de 1875, la carta que Juan María Gutiérrez (1809-1878) dirigió al secretario de la Real Academia Española, devolviendo con suma gentileza y discreción, pero, también, con absoluta firmeza, el diploma de miembro de la misma, que acababa de recibir, fue una decisión que iba a provocar vivas discusiones y encendidas polémicas.


Un hombre de pensamiento crítico como Gutiérrez supo ver, con lucidez y anticipación, no pocos aspectos del asunto. En primer lugar, la intención de dominio que escondía la aparente preocupación de sólo preservar al castellano. Pero, también, que el cosmopolitismo de nuestro oído había dado curso a una “lengua nacional” (son sus palabras), a la cual resultaba imposible pretender inmovilizar, no sólo, en su mero uso cotidiano, sino, también, en los espacios del pensamiento, acostumbrados ya a beber en las más diversas fuentes. Así, afirmaba Gutiérrez en su renuncia: “El pensamiento se abre por su propia fuerza el cauce por donde ha de correr, y esta fuerza es la salvaguardia verdadera y única de las lenguas, las cuales no se ductilizan ni perfeccionan por obra de gramáticos sino por obra de los pensadores que de ellas se sirven”.


Con una irónica y esclarecedora alusión a las evidentes diferencias, no apenas en los infinitos matices del castellano, sino, en las diversas lenguas habladas en España, agrega la visionaria percepción del idioma como organismo vivo, cuando se refiere a ese lenguaje “que se transforma, como cosa humana que es, a las orillas de nuestro mar de aguas dulces”. Rechaza también al “doble ultramontanismo, social y religioso”, entonces agazapado detrás de esta cuestión, aparentemente inofensiva, y enuncia, más que claramente, en actitud francamente progresista: “No puedo convenir, por ejemplo, en que el lenguaje humano sea otra cosa que lo que la filología y la historia enseñan sobre su formación”.



                                                                             Juan María Gutiérrez.

A quien sorprenda la visionaria anticipación con que Juan María Gutiérrez maneja estas cuestiones, baste saber que, no sólo fue el primer ingeniero argentino, sino, también, uno de los miembros más significativos de nuestra primera generación de intelectuales: la de 1837. Joven aún, en el Salón Literario donde se reunían, pronunció un discurso medular: Fisonomía del saber español: cual debe ser entre nosotros. Allí, campean ya sus principales ideas: independencia también intelectual con respecto a la metrópolis absolutista que, entonces, representaba España; autonomía (cuando no contraposición) frente a sus tradiciones ideológicas; y visionaria libertad en el uso del lenguaje común.



Juan María Gutiérrez.

Exiliado en Montevideo, la publicación, en 1841, de su galardonado poema A Mayo, que Alberdi considera “nuestra primera poesía nacional”, desató una polémica clave: los románticos se baten contra el neoclasicismo. Poeta, se convirtió en el primer ensayista y el primer crítico literario del país. Pero, fue también el primer antólogo de la poesía continental: América poética (Valparaíso, 1846). Fue él, finalmente, quien concreta la primera edición de El matadero, obra inicial de nuestras letras, al publicar las obras completas de Esteban Echeverría, entre 1870 y 1874.


Culminó su vida como rector de la Universidad de Buenos Aires (1861-1874), donde impulsa las matemáticas, crea la carrera de Ciencias Exactas y fomenta la de Ciencias Naturales. Su Proyecto de Ley Orgánica de la Instrucción Pública (1872), anticipa principios similares a los de la Reforma Universitaria de 1918: gratuidad de la enseñanza superior, autonomía de la Universidad “con arreglo a sus leyes internas”, libertad de cátedra y organización democrática.


Pero, su rechazo a ser designado miembro de la Real Academia Española, resplandece como un momento de primera magnitud. El escándalo estalla cuando, el 5 de enero de 1876, la prensa lo da a conocer. Así nació un polémico intercambio epistolar, también público, entre un hispanófilo ofendido, Juan Martínez Villergas, que, en realidad, defendía al colonialismo político y cultural, y el auténtico anti-colonialista, que, siempre, fue Juan María Gutiérrez. Por su parte, la discusión consistió en Diez cartas de un porteño, luego, reunidas en libro, que publicó el diario La Libertad. del 22 de enero al 8 de febrero de 1876. Muchas veces, puntualizó Gutiérrez su luminoso criterio: “Convenga usted en que la cuestión que ventilamos no es simplemente gramatical ni de Academias: es cuestión social…”


Y, no mucho después, en 1899, nada menos que un español del calibre de Miguel de Unamuno iba a darle la razón, desde el periódico porteño El Sol: “Hay que levantar voz y bandera contra el purismo casticista, que apareciendo cual simple empeño de conservar la castidad de la lengua castellana, es en realidad solapado instrumento de todo género de estancamiento espiritual, y lo que es peor aún, de reacción solapada y verdadera.”


La cuestión (que resulta, a la vez, ineludiblemente social e íntima) sigue siendo crucial: el uso de la palabra.


Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista.

12.9.20

Miguel Hernández, rayo que no cesa

 





Miguel Hernández, rayo que no cesa

Rodolfo Alonso

MIGUEL HERMÁNDEZ Dibujo a lápiz de Ana Goel


«El limonero de mi huerto influye más en mi obra que todos los poetas juntos».


                                     Miguel Hernández


 


Sin duda, para la relativa indiferencia posmoderna resultaría inimaginable. Pero, las pasiones que encendió la guerra civil española (1936-1939) continuaron vigentes durante mucho después y en todo el mundo. Es que la heroica y espontánea resistencia del pueblo español contra una de las primeras agresiones del fascismo y la concomitante ilusión de estar construyendo un mundo mejor (que parecía, literalmente, al alcance de la mano, en aquella segunda mitad de la década de los treinta), asociadas con sus originales y emocionantes características, convirtieron a ese acontecimiento, no sólo, en legendario, sino, directamente, en mitológico.


A ello contribuyó el decidido, masivo alineamiento de una más que brillante generación de escritores, artistas e intelectuales en defensa de la legalidad republicana. Que, no pocos, de ellos hayan pagado con su vida y, muchos más, con el exilio aquella decisión ejemplar, no dejó de agregar buena leña al gran fuego. Como el asesinato de García Lorca, tronchado en mitad del camino de su vida, o Antonio Machado, agonizando en el destierro de Collioure, a pocos pasos de la recién traspasada frontera francesa.


Pero, quizás, nadie como Miguel Hernández encarna, en vida y obra, la profunda relevancia de esos hechos. Auténtico hijo del pueblo, humilde pastor en su Orihuela natal (30 de octubre de 1910), sin ninguna premeditación ni posibilidad alguna de preparación previa, sintió crecer en su interior la riqueza, entonces todavía fresca, corriente, saludable e irresistible de la lengua de todos, tan de uno. Y, así, pudo ofrecer unas primicias donde se vuelve a respirar el temple y el esplendor del Siglo de Oro, devolver al soneto su frescura abrumada por antiguas glorias y reavivar el auto sacramental, que querían congelar en venerable.


Cuando llegó la hora, sin pensarlo dos veces, instintivamente, eligió (como muchos y, no sólo, españoles) la primera línea de fuego. Pagó su precio y, después de salvarse, casi por milagro de la pena de muerte ya dictada, tras haber sido paseado por todas las prisiones del régimen, su breve existencia fue apagada por la tuberculosis en la cárcel de Alicante, cuando sólo tenía treinta y un años, el 28 de marzo de 1942.


Una vida tan limpiamente entrelazada con su época, con su gente y con su tierra, hasta el punto de volverse emblemática e integrada, a la vez, como vimos, en un mito mayor, no podía evitar que su alta voz fuera enmarcada por las circunstancias. Algo similar le ocurrió a César Vallejo, ese indoamericano que, también, murió prácticamente de amor a la España desangrada, sobre cuya dolorosa gesta escribió el libro, para mí, más tocante y más logrado: España, aparta mí este cáliz. Y, en ambos, es posible advertir cómo se encarnan los más dilatados alcances de la poesía, con su autenticidad, sus razones y sus actos, sin ocultar que había, allí también, vertientes más fecundas y no menos nutritivas.


“Yo no quiero más bienes / que tu persona”, me repite siempre desde el disco uno de los grandes cantaores del flamenco. Y en la hondura del cante alto la palabra, sin dejar de ser auténticamente popular, se vuelve sentimiento vivo, que se transmite más por empatía que por mero concepto. De idéntica manera, pero a un nivel que se me hace acaso superior, por belleza y dominio, el pobre Miguel Hernández, internado en la cárcel franquista, rumiando la derrota, separado de su mujer y de su primer hijo muerto, y que no conoce al nuevo hijo recién nacido (al que dedicará las indelebles Nanas de la cebolla, como casi todo lo suyo también ligado con una circunstancia significativa, la de sólo tener eso para comer), pudo decir magníficamente: “Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío”, logrando así hacer relampaguear en esos papeles escritos a escondidas de sus guardianes, entre 1938 y 1941 (que la Argentina tuvo el honor de ver editados, por primera vez, en 1958, por la editorial Lautaro y al cuidado del poeta paraguayo Elvio Romero) aquellos intensísimos momentos de lenguaje vivo que constituyen el Cancionero y Romancero de ausencias.







No era la primera ocasión en que Miguel Hernández, prohibido por la censura franquista, alcanzaba a ser publicado en Buenos Aires. Conservo la entonces corajuda edición de El rayo que no cesa, incluyendo su primigenia versión de El silbo vulnerado, que, en 1949, su amigo y protector José María de Cossío logró hacer publicar por Espasa Calpe en la Argentina. Y la segunda, pero, en realidad, primera versión circulante del sintomático Viento del pueblo (cuya tirada original, de 1937, se distribuyó en el frente), que también Lautaro lanzó, aquí, en 1956.


Entre el resplandor de sus primeros poemas, como labrados intuitiva pero certeramente en el cuerpo del idioma, y la evidencia flagrante y comunicativa de los textos encendidos por el aire de su época, esos papeles sueltos que constituyen su Cancionero y Romancero de ausencias, rescatados del presidio, reconcentrados, quizá por ello, en su deslumbrante e intensa brevedad, pero, de hecho, probablemente enfrentados de forma ineludible y, por lo tanto, escueta, con la dimensión trágicamente deslumbradora de su destino, resuenan todavía con lumbre inextinguible. Desde Quevedo, no recuerdo haber experimentado intensidad ni identidad mayores de sonido y sentido, de lenguaje y perspectiva, a la vez decididamente carnal y hondamente metafísica, que la de ese sucinto texto que comienza “Menos tu vientre / todo es confuso”, que, en términos de poesía, me animaría a defender como uno de los de mayor alcance de la lengua. Y que no hacen sino certificar la deslumbrante claridad que irradia, por lo general, todo el conjunto.


Es como si, desde el fondo de las cárceles que pretendieron negarlo, enmudecerlo y más allá de las legítimas pasiones de los hombres de su tiempo, en las que supo tomar partido decididamente por los desheredados, un resplandor generoso y general se hubiera hecho carne, finalmente, en la voz de este “hijo de la luz y de la sombra”. Visto lo cual, ¿seremos capaces de estar a su altura, de encendernos en su luz contagiosa, en su enorme transparencia?





Con quien tanto quería

Por Rodolfo Alonso


 


¡Ah gloria de la brisa,


del cielo echado al sol,


del pleno mediodía,


de la tarde callada


 


y de la noche abierta!


¿Son las hojas del son


o el son es de las hojas?


¿Se mecen con el aire


 


o el aire es quien las mece?


Miguel, Miguel, Miguel


Hernández de la tierra,


 


la luna, el sol, la sangre,


Miguel por derramarse


de Hernández derramados.


 


Rodoldo Alonso es poeta, traductor y ensayista.



5.9.20

La Venus de Robert Ganzo

 





La Venus de Robert Ganzo



Por  Rodolfo Alonso





Un gran poeta moderno venezolano de lengua francesa, Robert Ganzo (1898-1995), logró escribir –en nuestra época y desencadenado por una Venus primitiva- uno de los más bellos poemas de erotismo carnalmente místico de todos los tiempos.


Publicado por primera vez en 1939 (magníficamente acompañado con litografías originales de Picasso y diez dibujos de Jean Fautrier), Lespugue es considerado, con justicia, como uno de los textos más notables de la poesía francesa moderna. Ventajosamente comparado nada menos que con el celebérrimo Cementerio marino de Paul Valéry, con mucha razón, afirmó Léon-Gabriel Gros que “tiene todas las posibilidades de durar tanto como dure la lengua que Ganzo emplea”.


La Venus de Lespugue no es otra que la escultura auriñaciense descubierta por René de Saint-Périer en Lespugue (Haute Garonne, Francia). Pero, esa calípiga imagen de mujer que nos llegó, sorpresivamente, desde el fondo de los tiempos, vino a revelarnos, asimismo, la otra imagen –indeleble- de la Mujer que todos los hombres dignos de ese nombre llevamos en nuestro interior. La gloria de Robert Ganzo es haberla vuelto lenguaje, poesía, es decir, mito, sentimiento y realidad a la vez.


Venezolano de lengua francesa, Robert Ganzo nació en Caracas en 1898, pero, su familia se trasladó a Bruselas en 1910, dejando atrás una infancia en los trópicos que, sin embargo, iba a estar, siempre, en el meollo de su poesía. A partir de 1917, comienza a publicar pequeñas plaquettes en verso y escribe piezas que serían representadas en el Théâtre des Galeries. Hacia 1920, se instala en París, donde primero se hace bailarín (Sibelius, Chopin y danzas de América Latina) y, luego, se une a los tradicionales bouquinistes en las orillas del Sena. Hasta que instala su propia librería: Al vicio impune, que se volvería legendaria.


Allí, en París, frecuentó a André Breton y a Paul Éluard. Y, allí, se consagró su reputación de gran poeta del idioma de Francia, país por el que combatió valerosa y tenazmente en la Resistencia, durante la siniestra ocupación nazi. Durante ese período, volvieron a circular, en forma clandestina, sus Tracts, poemas-manifiestos (que había comenzado a escribir durante la guerra civil española) que recién serían publicados con su firma en 1947. En 1949 y 1950 se representó su obra Plutot q´une autre, primero en L´Atelier y, luego, en L´Oeuvre. Realizó diversas exposiciones de pintura y, a partir de los años 60, se consagró a la prehistoria y publicó, en 1963, Histoire avant Sumer, y en 1974, Livres de pierre ou la prehistoire reconsiderée. Entre otras distinciones, Robert Ganzo recibió, en 1990, el Gran Premio de los Poetas Franceses. Murió el 6 de abril de 1995.


En poesía, su obra es amplia: Tracts (1936), Orénoque (con dibujos de Fernand Léger, 1937), Sept chansons pour Agnès Capri (prefacio de Léon-Paul Fargue, 1938), Lespugue (1939), Rivière (1940), Domaine (1942), Langage (1947), Colère (1951), Résurgences (1954) y numerosas ediciones de arte ilustradas por Fautrier, Léger, Jacques Villon, Ossip Zadkine, Oscar Domínguez y muchos otros. Pero, así como la estatuilla que hoy alberga el Musée de l´Homme deslumbró a todos descubriendo misteriosas y ancestrales resonancias que se creían adormecidas, así, también, el poema a la Venus de Lespugue, lúcidamente reconocido por el ya citado Gros como “el más grande poema de erotismo religioso que se haya escrito en nuestro tiempo”, también, despierta –y despertará- en todos nosotros la magia y la necesidad de la Mujer, ese misterio cotidiano, compañera y vestal, madre y amante, porvenir y presente de la especie, de los mejores y más fértiles sueños de los hombres.






Lespugue

por Robert Ganzo


 


Último paso o final fuego,


a todo signo el caos lo borra.


Vientos colmados de frío azul


entre mandíbulas de hielo.


A la sombra de tu dormir,


entre las nieves y las piedras,


un primer sueño nace, igual,


a hielo que quema tus párpados.


 


¿Tu aliento, cual un agua se alza


hacia qué río incierto aún?


Abre tus ojos tras el sueño;


ya llega el alba y cesa el cielo.


¿Aquí es? Saqueos, hambres, sed,


tumultos: dejar que nos lleven.


Tus manos solas, como cajas,


guardan el resto de las noches.


 


Como los dientes de un mordisco,


alzándote cuando me alzaba,


tú me seguías, fiel esclava,


y quizás también te seguía,


esclavo sin terror, yo mismo.


Así, indiferentes, sombríos,


en celo, dos signos errantes


bajo lo hostil de un cielo pálido.


 


Bosques inmóviles sin polvo;


negros lagos que nada holló;


rutas de sangre; hitos de piedra:


gusto a rebaño resignado


que dócil va. Todo se borra.


detrás del sueño abre tus ojos;


tu cuerpo es cálido y friolento;


mis ojos de animal cansado.


 


El día. Mira. Una colina


derrama hasta nosotros pájaros,


floridos árboles y aguas


en verde hierba que se inclina.


Mujer, tú en fin –carne besada—


como tú tensa, arco de éxtasis,


revelas súbita tu gracia,


tus manos ebrias de rocío.


 


Tus ojos sabios en paisajes


yo los aprendo esta mañana


incólume a través de eras


y alcanzados para siempre.


Ya las palabras, de luz hechas,


en nuestro fondo se preparan:


y yo separo tus rodillas,


temblando de inicial ternura.


 


¿Dónde terminas? Te he dejado


en el calor de nuestro abrigo;


pero andas tú en mi pensar,


te me adelantas, como un grito.


Lobos no tienen tal clamor


cuando se abate aquel que muere;


y en los vientos no está el rumor


que voy llevando como ofrenda.


 


Yo te dejo y me acompañas


a las penumbras de esos bosques,


a esos barrancos, a esas cimas


donde las nubes se desgarran;


y en mis manos, cuando bebo,


lo que yo veo es tu rostro,


el primer rostro entre todos


abierto por primera vez.


 


La sombra sube y te me roban.


A tus confines perseguida,


te duermes. Y yo, vigilante,


escucho el pájaro rozándote,


las fuentes, tu rumor de vida


venido de lejano albergue,


y el gris follaje que agita


un lento aliento harto de voces.


 


¿Dónde terminas, si reencuentro


tus brazos que esperan, tus fiebres,


y el misterio que hay en tus labios


como ese fuego criador?


Sonríes cerca de ese reino


donde va tu mirada aguda;


y tu fuerza, como un torrente,


brota de tu vientre que sangra.


 


Si mi furor preso al racimo


de tu cuerpo tranquilo y fuerte


grita y se mezcla con tu sangre,


tu rostro lejos se me escapa.


Tu carne inmensa que yo estrecho


reía y lloraba en mi médula,


y encuentro, al fondo de tus órganos,


el caer sin fin de una estrella.


 


¿Dónde terminas? Tiembla el mundo;


y, en el fragor de las montañas,


renaces ya de los limones,


serpiente roja en el tobillo;


¿mujer, todo en vuelo y curvas


y entibiados resultados,


nácar y luz, carbón y sombras


de qué hundimientos producidos?


 


Vals que el estío ceba en savia,


veo tus senos dilatarse


y hasta tu vientre estremecerse


cual suelo cálido que se alza.


Tú me apaciguas si me asombro


de esos poderes que detentas


y sé, mujer, que tuyos son


rojos milagros del otoño.


 


Canta tu voz largos pasajes


de nuestros hermanos juntos


en horizontes, sus mensajes


al tronco de álamos se anudan;


osarios negros de días tórridos,


las hambres, la sed, insaciables,


y el suelto reír de las arenas


desgarrador de vacíos pechos;


 


las zarpas, marca de los dientes,


llamas temblando en la noche


de las llanuras infinitas,


la seca espera de las momias,


blanco desdén duro de huesos,


orden que acuña una piel muerta


rodando en alas de los ecos,


todo lo que esta tierra lleva.


 


Canta también que te merezco


con mis ojos, mis confusiones,


tus dedos de ocre en las paredes


de la roca en que huyó tu voz.


El silencio te ha desvestido,


-camino abierto a un solo gesto-


y mi maravillado orgullo


rodea a una mujer desnudada.


 


Primera y bravía quietud


donde yo bebo tus temblores


por conocer el sabor rudo


de los mares y de las selvas


que a ti te han hecho, provisoria,


caricia de ala, isla de carne,


mi compañera, que yo mezclo


al día continuo del marfil.


 


Tu torso se arquea lentamente


y tu destino se cumplió.


Estarás en las luces de ámbar


de nuestro asilo amortajado,


viva después de nuestro polvo


como una presencia encerrada,


cuando rindamos nuestras partes


de brisa, de onda y de humareda.


 


(Traducción de Rodolfo Alonso)


Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista.