30.1.21

Murió el poeta y traductor Rodolfo Alonso




LA NACION

Murió el poeta y traductor Rodolfo Alonso

20 de Enero de 2021

19:47

Daniel Gigena







Alos 86 años, y a causa de un accidente cerebro-vascular, murió este martes en Olivos el poeta, ensayista y traductor Rodolfo Alonso, figura destacada de la generación de 1950. Había nacido en Buenos Aires, en octubre de 1934. Entre las vanguardias de la época, como el surrealismo y el invencionismo, la escritura de Alonso perfiló una poética lúcida y concisa, que intentaba, como advierte el título de uno de sus libros, “hablar claro”. A los diecisiete años había comenzado a colaborar en la revista Poesía Buenos Aires, del grupo homónimo y en la que participaron Raúl Gustavo Aguirre, Edgar Bayley, Nicolás Espiro, Francisco Urondo, Hugo Gola, Leónidas Lamborghini y Mario Trejo, entre otros “próceres” de la poesía argentina. “Había que haber vivido en Buenos Aires a comienzos de la década de los cincuenta para visualizar cómo, sin habérselo propuesto, desde una publicación absolutamente independiente y dedicada en forma exclusiva a la poesía, que solo tiraba quinientos ejemplares, de carácter prácticamente artesanal, y que cumplió al pie de la letra su propósito de ‘no devenir institución’, se cambiaron los modos de escribir y de vivir la poesía en la Argentina”, consignó el mismo Alonso en un texto incluido en la edición facsimilar de la revista publicada por la Biblioteca Nacional Mariano Moreno (BNMM) en 2014, y que se puede leer online.


Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires, comenzó a traducir a los grandes poetas de los siglos XIX y XX, entre ellos, sus amados italianos Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Cesare Pavese, Umberto Saba, Eugenio Montale y Dino Campana, los portugueses Fernando Pessoa, Rosalía de Castro y Sophia de Mello Breyner Andresen; los brasileños Manuel Bandeira y Carlos Drummond de Andrade, y los franceses Charles Baudelaire, Stéphane Mallarmé, Antonin Artaud, René Char y Paul Valéry, entre muchos otros. Al mismo tiempo, escribía poesía, prólogos y ensayos; muchos de estos últimos fueron agrupados por la editorial Alción en 2006, en La voz sin amo, con prólogo de Héctor Tizón. El sello español El Gallo de Oro, en 2019, publicó otros ensayos de Alonso con el título de Defensa de la poesía. Si algo puede decirse de él es que fue un defensor de la poesía a ultranza, aun en momentos en que el género pasó a un segundo y un tercer plano. “La poesía lograda, entonces, el lenguaje realmente vivo, es más bien como un contagio, como la transmisión de un virus, cuando no como una experiencia que puede rozar la mística, o el zen, o la justa rebelión, el amor justo”, declaró en una entrevista. Colaboraba en el diario Página/12.


“Desde Salud o nada, que apareció en 1954, la vida y la obra de Rodolfo Alonso vienen dedicándose con exclusiva pasión al trabajo poético, en su triple vertiente de creación, de traducción y de reflexión sobre el arte singular de la poesía”, observó Juan José Saer. Salud o nada fue el primer libro publicado por Alonso, al que siguieron Buenos vientos, El músico en la máquina (con dibujos de Libero Baadi), El jardín de aclimatación (con dibujos de Clorindo Testa), Relaciones, República de viento y Entre dientes. Estos son solo algunos de los tantos que dio a conocer a lo largo de su vida. “Rodolfo Alonso, poeta verdadero, nombra lo que no tiene nombre todavía -se lee en el prólogo de Juan Gelman para la antología Poesía junta-. Su poesía crece a la intemperie de lo que va a venir [...]. Ve la palabra ajena y la alberga, la transforma, la calcina para devolverla limpia al otro”.


Hoy, el poeta Carlos Battilana despidió a Alonso, al que definió como “un tipo muy noble y sereno que amó la poesía”. “Con Rodolfo Alonso se va el último poeta de otra era -escribió en su muro de Facebook-. [...] Poeta, traductor, editor, luchó contra las formas represivas en la cultura y el fascismo político y cultural. La poesía lo atravesó”. Se publicaron antologías con sus poemas en países como México, Venezuela, Francia, Cuba, España, Brasil y Chile.



Se destacó también como gestor cultural. En 1958, mientras estaba al frente del Departamento de Cultura de la Universidad de Buenos Aires, fundó con el compositor Francisco Kröpfl el Estudio de Fonología Musical de la UBA, primer laboratorio de música electrónica en América Latina. Fue director de Cultura en la provincia de Buenos Aires (1984), y entre 1986 y 1989, director del Fondo Nacional de las Artes. Por diez años, hasta inicios de 2010, fue director artístico del Centro Cultural Paseo Quinta de Trabucco, en Florida. Dirigió las revistas Claudia, Karina y Galicia. Alonso era hijo de inmigrantes gallegos.


Escribió decenas de prólogos, fue editor y dirigió colecciones de poesía. La última experiencia como director fue en la editorial cordobesa Eduvim, donde llevó adelante la colección La Gran Poesía. En Eduvim, además, se publicaron tres volúmenes con su obra poética: El uso de la palabra. Poesía reunida 1956-1983; Lengua viva. Poesía reunida 1958-1993, y Ser sed. Poesía reunida 1993-2018. En 2019, la Universidad Nacional de Villa María lo nombró profesor honorario.



Muchos de sus libros fueron ilustrados por grandes artistas argentinos, como Alfredo Hlito, Juan Grela, Rómulo Macció, Rogelio Polesello, Guillermo Roux y Josefina Robirosa. Entre otras distinciones, obtuvo en 1997 el Premio Nacional de Poesía, el Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía, en 2004; Palmas Académicas de la Academia Brasileña de Letras, en 2005; el Premio Único de Ensayo Inédito de la Ciudad de Buenos Aires, también en 2005; el Premio Festival Internacional de Poesía de Medellín, en 2006, y el Premio “Rosa de Cobre” de la BNMM, en 2014. La Universidad de Princeton se ha hecho cargo de su archivo (epistolar y fotográfico), que se halla en proceso de catalogación.


Un poema de Rodolfo Alonso

Buenos vientos


El amor nuestro fue una belleza incandescente, paseada con


dignidad entre sobresaltos y disculpas.


Lo nuestro creció de golpe, auspiciado por la buena voluntad de


algunos vientos que no supieron sino alterar nuestros caminos,


unificar nuestras distancias, darnos una mano.


Fueron los únicos culpables de esta feroz batalla por la aventura, 

recientemente concluida.





18.1.21

Tomar una foto

 


Tomar una foto

Rodolfo Alonso 



  

  Charles Baudelaire

¿Por qué, incluso entre muchas otras, a veces con el mismo origen, sólo alguna fotografía en especial nos resulta absolutamente renovadora, relevante? ¿Por qué, entre muchas otras, tomadas por el mismo fotógrafo y, a veces, en la misma ocasión, sólo una se vuelve, para nosotros, totalmente conmovedora? ¿Por qué sólo una entre mil fotografías se (nos) vuelve arte?


Pero, ¿de qué arte se trata? ¿Qué parte es producto del ojo, de la mente, del espíritu de quien toma la foto? ¿Qué parte es fruto de las cualidades de la máquina? ¿Qué parte es, acaso, fruto del azar o la casualidad? A diferencia de la pintura, aquí, el modelo no es pasivo ¿Qué parte de una foto lograda no emana del modelo o de su circunstancia? Allí, es donde el concepto de revelar, de revelado, sólo en apariencia puramente técnico, me revela (y valga la redundancia) su más profundo y verdadero sentido: la foto como arte es capaz, en sus más altos logros, de producir una auténtica revelación.


Porque, algo más que imagen se pone de manifiesto, se evidencia en una foto lograda, en una foto que sí podemos llamar de arte. Es verdad que la pintura auténtica supo hacerlo, en su propio lenguaje, pero, el arte de la foto tuvo y, quizá tiene aún, el suyo.


Claro que, aquí, vuelve a presentarse lo que intuyo el misterio y, a la vez, lo concreto de la fotografía. La verdadera foto nunca se agota en la reproducción, más o menos exacta, más o menos verosímil, de la realidad. Más allá de prejuicio alguno, esa es su menor tarea, su tarea menor. Pero, la gran fotografía, las fotos únicas, nos descubren, cuando lo logran, cuando se logran, algo siempre más profundo, más hondo de lo que representan. Nos hacen ver, en realidad, algo de esa realidad que no habíamos percibido: revelan, la revelan. Nos la revelan, sí, más de fondo, pero, no apenas en lo superficial, en lo aparente, sino, en lo que esa realidad, tal vez, quiere mostrarnos al mostrarse. Y se vela, en cambio, cuando no lo quiere.


Tengo la convicción de que, en estas artes de la técnica, las concreciones más reveladoras, las obras más logradas se dieron (iba a decir se produjeron, pero, me arrepiento por la connotación actual) en los momentos más primitivos, iniciales de esas técnicas. Como bien afirmaba Bernhard von Brentano, “un fotógrafo de 1850 se encontraba por vez primera, y durante largo tiempo por última vez, a la altura de su instrumento”.


Y, asimismo, Walter Benjamin, pero, por supuesto, desde otra perspectiva y otra época, advierte que “los estudios más recientes se ciñen al hecho sorprendente de que el esplendor de la fotografía (…) coincida con su primer decenio. Y este decenio es precisamente el que precedió a su industrialización”.


                                                               Jean Arthur Rimbaud

Pero, ¿por qué han elegido rostros, retratos los mejores de esos grandes artistas franceses de mediados del siglo XIX, pioneros legítimos de la fotografía como arte? Se puede sospechar que, todavía, perduraba en ellos, especialmente, en los más sensibles, el influjo que la pintura, de la cual el retrato, siempre, ha sido un dominio, debe haber tenido en su visión estética. Benjamin, convencido de que el arte humano tuvo un origen de culto, cuando no de magia (¿para qué habría pintado un hombre primitivo su bisonte en la pared más escondida y menos accesible de una caverna, sino, para propiciar su caza por medio de la magia simpatética, que representa lo que desea provocar?), sabía, también, que, a lo largo de su historia, el hombre fue modificando su recepción y aprehensión del arte a medida que se producían grandes cambios en su contexto. Del gran arte de tema religioso, que empezó siendo visto, siempre, con ojo de creyente, se pasó, en su momento, a la contemplación de la obra como arte, lo que dio comienzo a un largo período de florecimiento.


Hasta que las artes mecánicas, comenzando por la reproducción industrial y la fotografía, produjeron cambios muy profundos en la percepción, no ya de los espectadores más o menos especializados, sino, en lo que estaba empezando a denominarse público. En esa línea, el valor de exhibición comienza a erradicar el valor de culto. “Pero este no cede sin resistencia”, dice Benjamin, “Ocupa una última frontera que es el rostro humano. En modo alguno es casual que en los albores de la fotografía el retrato ocupe un lugar central” ¿Por qué? Y, sostiene: “El valor de culto de la imagen tiene su último refugio en el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos”. Y, es más: “En las primeras fotografías vibra por vez postrera el aura en la expresión fugaz de una cara humana. Y esto es lo que constituye su belleza melancólica e incomparable”.


Walter Benjamin concluye que, cuando el rostro desaparece de la fotografía, el valor de exhibición se enfrenta, victoriosamente, con el valor de culto. Es como si, allí, hubiera relumbrado, frente a ese público, que ya no lo percibirá cuando a los periódicos se les imponga la foto y, especialmente, cuando empiecen a llevar textos al pie, el último resplandor de lo sagrado: un rostro humano.


“Sería prodigioso que un crítico se convirtiera en poeta y es imposible que un poeta no contenga un crítico”. Quien lo afirma es Charles Baudelare, el padre de la poesía moderna. Y va a lanzar su anatema más demoledor sobre la fotografía, recién nacida: “Si se permite a la fotografía suplir al arte en algunas de sus funciones, bien pronto lo habrá suplantado o corrompido por completo, gracias a la alianza natural que encontrará en la necesidad de la muchedumbre.”


Y, al mismo tiempo, sin duda, contradiciéndose, el mismo Baudelaire aceptará muchas larguísimas horas de pose para Nadar, a quien se deben no pocas de sus mejores fotografías. Y, aunque no le concediera tantas sesiones, al menos conocido Étienne Carjat, a quien se debe, para mí, la mas reveladora foto de Baudelaire y, por si fuera poco, la más tocante y expresiva, nada menos, que de Rimbaud.


Y, para siempre, nos quedaremos sin respuesta, que no sea la misma foto, para saber si el gran poeta había llegado a intuir que la fotografía, siempre, seguirá teniendo dos opciones: el arte o el mercado, la industria o la belleza. Y, tampoco, sabremos si lo conmovieron, qué le dijeron algunas de esas fotos que hablan tanto de él. Y, en el primer lenguaje de la técnica, él mismo en pañales, a mediados del siglo XIX.


Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista. Publicó Charles Baudelaire, Mi bella tenebrosa. Antología esencial (edición bilingüe, con traducción y prólogo de Rodolfo Alonso), EDUVIM, Córdoba, 2012.

17.1.21

Vida, pasión y trance del lunfardo




Vida, pasión y trance del lunfardo


 Celedonio Flores

 ¿Sólo a la primacía temporal de un creador sobre otros se refería Dante cuando aludió, harto lúcidamente, a la poesía como “la gloria de la lengua”? Ambigua como todo mensaje humano y, muy especialmente, en estas lides, esa bella aseveración se presta, sin duda, a distintas y hasta diversas interpretaciones. Pensemos, si no, en aquella vieja admonición de algunas Academias acerca de que su tarea “limpia, fija y da esplendor” a la lengua que dicen custodiar, en busca de una inmaculada pureza, casi, inconcebible y pensemos, también, en aquellas nuevas y fecundas teorías, no sólo de la lingüística, que entienden, hoy, como evidentemente mestiza a toda lengua, incluso, por su carácter ineludiblemente orgánico, de cosa viva, en permanente digestión y mutación.



       Carlos de la Púa.



Si me tocara opinar sobre el asunto, aquí apenas rozado, me animaría a pretender que una verdadera bifurcación se inserta entre los conceptos -por no llamarlos hechos- de lengua viva y lengua muerta. No es lo mismo, por supuesto, la, a veces, acabada perfección de una lengua congelada por la muerte, no hablada por nadie, que la inevitable transitoriedad y cambio de una lengua trabajada por el uso, es decir, por la vida.


             Daniel Giribaldi.

Los compadritos de Borges nunca hablaron lunfardo. Por eso, quizás o a pesar de eso, se volvieron universalmente prototípicos, convertidos en “la secta del cuchillo y del coraje”, pero, piadosamente mudos, lo que no es sino otra forma de ocultar su origen. El lunfardo argentino -en realidad porteño-, como tantos otros, y así lo hace notar, también, Eduardo Romano en su Breviario de poesía lunfarda, publicado en 1991, nació como dialecto digamos especializado de la gente del hampa de Buenos Aires o sus alrededores, que pretendía mantener sus diálogos (muchas veces, sostenidos en la cárcel) apartados del ubicuo y atento oído de la policía. Esa prosapia lo convierte -para los argentinos- en nuestra picaresca y, no es casual, que ella adopte en nuestro medio tintes, a mi modesto entender, directamente sombríos, cuando no siniestros, en contraposición con el estallido de vitalidad y de luz que, a veces, nos pareciera entrever en otras culturas con respecto a un dominio semejante. No es lo mismo la lucha por la vida, a veces, feroz, a veces, despiadada, que caer directamente en la llamada mala vida, aunque, los límites no suelen ser demasiado precisos -especialmente, cuando están taloneados por el hambre.

De algún modo, el material que presenta esa lograda antología nos permite volver a percibir algunos hitos trascendentes de ese proceso, que no es sólo lingüístico o letrado, como vimos. A diferencia de la literatura gauchesca, que compitió con la lunfarda por nuestra representación nacional y que no fue directamente fruto de nuestros paisanos, sino, de gente letrada, el origen de la poesía en lunfardo se encuentra en textos directamente redactados por sus protagonistas. Curiosamente, como ocurrió con el tango, otra expresión afín, también, en busca de nuestra representatividad y, tantas veces, directamente empapado de lunfardo, hay momentos en que su expresión poética convive con la gauchesca, a veces, en la misma persona, como es el caso de famosos payadores habitualmente camperos que, para cantar en la ciudad, cambiaban de lenguaje, aunque no de instrumento.


Por si no ha quedado claro, quiero explicitar que no tengo pruritos de pureza tampoco en estas lides. Toda lengua es legítima, inclusive, por su uso. Y toda lengua tiene derecho a aspirar a conseguir aquella gloria que Dante supo prever y concretar para el “vulgar ilustre”, la lengua cotidiana llevada a su esplendor. Para nuestro lunfardo, eso comienza a concretarse con algunos creadores y, de manera nada insólita, también, con algunos textos. Me refiero al indeleble Batiendo el justo, de Felipe Fernández (Yacaré) o, dentro de ese libro consular que fue La crencha engrasada, escrito por Carlos de la Púa -otro de los seudónimos del Malevo Muñoz, un escribano de La Plata-, a un texto tan imborrable e inefable como Hermano chorro. Me refiero, también, al genio vivísimo de Celedonio Flores y, ya directamente en nuestro tango, al talento y a la sensibilidad creadora de nuestros dos Homeros, Manzi y Expósito, del indeleble Enrique Santos Discépolo y tantos otros. En el camino, los lejanos orígenes delictivos (como suele ocurrir) trastruecan su sentido y, así, Alcides Gandolfi Herrero y, luego, Álvaro Yunque modifican el primitivo enfoque carcelario para hacerle tomar la perspectiva de los humildes, sí, pero, trabajadores e, inclusive, combativos.



Por allí, leyendo, como era inevitable, uno se redescubre tarareando tangos que ya forman parte vital del inconsciente colectivo de los argentinos o de nuestra propia experiencia personal y, en los cuales, el lunfardo se sublima en el mejor sentido, volviéndose, a la vez, sentimiento y estilo, pasión y reflexión. Pero, algo pasó en la Argentina, como comunidad, allá entre las décadas del cuarenta y del cincuenta. Algo se quebró, algo se perdió y sería muy largo el intento de husmear las razones. Digamos que el tango -y con él lo lunfardo- desaparece, prácticamente, de la memoria y de la escena nacional, tocándole, a partir de entonces, a quien pretendía representarlo todo, admitirse, también, como típica expresión de minorías.


La negación o la nostalgia, en el fondo dos caras de lo mismo, suelen ser los mecanismos empleados para elaborar la consiguiente frustración. En arte, sin embargo, esos momentos suelen ser, igualmente, productivos, aunque, de tipo distinto, con otra intensidad. Así, hemos visto, posteriormente, cierto florecer de nuevos cultores del lunfardo entre los argentinos, algunos de ellos poetas ya formados, como el inefable Daniel Giribaldi, autor de los milagrosos Sonetos mugres, o, también, Nydia Cuniberti, cuidadosa artesana, que representan momentos de relativo brillo para la vieja brasa, todavía avivada hoy por ciertas brisas. Con ellos, cerró Eduardo Romano aquella antología, en la que incluye, a modo de colofón, también, la producción de una cuasi institucionalizada Academia Porteña del Lunfardo, que hubiera resultado, sin duda, llamativa para los primitivos creadores originales. Y que nos devuelve, quiérase o no, a la cuestión inicial, ¿podrán -pudieron- las Academias, sean ellas cuales fueran, mantener viva a alguna lengua que murió?


Rodolfo Alonso es poeta, ensayista y traductor