30.1.21

Murió el poeta y traductor Rodolfo Alonso




LA NACION

Murió el poeta y traductor Rodolfo Alonso

20 de Enero de 2021

19:47

Daniel Gigena







Alos 86 años, y a causa de un accidente cerebro-vascular, murió este martes en Olivos el poeta, ensayista y traductor Rodolfo Alonso, figura destacada de la generación de 1950. Había nacido en Buenos Aires, en octubre de 1934. Entre las vanguardias de la época, como el surrealismo y el invencionismo, la escritura de Alonso perfiló una poética lúcida y concisa, que intentaba, como advierte el título de uno de sus libros, “hablar claro”. A los diecisiete años había comenzado a colaborar en la revista Poesía Buenos Aires, del grupo homónimo y en la que participaron Raúl Gustavo Aguirre, Edgar Bayley, Nicolás Espiro, Francisco Urondo, Hugo Gola, Leónidas Lamborghini y Mario Trejo, entre otros “próceres” de la poesía argentina. “Había que haber vivido en Buenos Aires a comienzos de la década de los cincuenta para visualizar cómo, sin habérselo propuesto, desde una publicación absolutamente independiente y dedicada en forma exclusiva a la poesía, que solo tiraba quinientos ejemplares, de carácter prácticamente artesanal, y que cumplió al pie de la letra su propósito de ‘no devenir institución’, se cambiaron los modos de escribir y de vivir la poesía en la Argentina”, consignó el mismo Alonso en un texto incluido en la edición facsimilar de la revista publicada por la Biblioteca Nacional Mariano Moreno (BNMM) en 2014, y que se puede leer online.


Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires, comenzó a traducir a los grandes poetas de los siglos XIX y XX, entre ellos, sus amados italianos Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Cesare Pavese, Umberto Saba, Eugenio Montale y Dino Campana, los portugueses Fernando Pessoa, Rosalía de Castro y Sophia de Mello Breyner Andresen; los brasileños Manuel Bandeira y Carlos Drummond de Andrade, y los franceses Charles Baudelaire, Stéphane Mallarmé, Antonin Artaud, René Char y Paul Valéry, entre muchos otros. Al mismo tiempo, escribía poesía, prólogos y ensayos; muchos de estos últimos fueron agrupados por la editorial Alción en 2006, en La voz sin amo, con prólogo de Héctor Tizón. El sello español El Gallo de Oro, en 2019, publicó otros ensayos de Alonso con el título de Defensa de la poesía. Si algo puede decirse de él es que fue un defensor de la poesía a ultranza, aun en momentos en que el género pasó a un segundo y un tercer plano. “La poesía lograda, entonces, el lenguaje realmente vivo, es más bien como un contagio, como la transmisión de un virus, cuando no como una experiencia que puede rozar la mística, o el zen, o la justa rebelión, el amor justo”, declaró en una entrevista. Colaboraba en el diario Página/12.


“Desde Salud o nada, que apareció en 1954, la vida y la obra de Rodolfo Alonso vienen dedicándose con exclusiva pasión al trabajo poético, en su triple vertiente de creación, de traducción y de reflexión sobre el arte singular de la poesía”, observó Juan José Saer. Salud o nada fue el primer libro publicado por Alonso, al que siguieron Buenos vientos, El músico en la máquina (con dibujos de Libero Baadi), El jardín de aclimatación (con dibujos de Clorindo Testa), Relaciones, República de viento y Entre dientes. Estos son solo algunos de los tantos que dio a conocer a lo largo de su vida. “Rodolfo Alonso, poeta verdadero, nombra lo que no tiene nombre todavía -se lee en el prólogo de Juan Gelman para la antología Poesía junta-. Su poesía crece a la intemperie de lo que va a venir [...]. Ve la palabra ajena y la alberga, la transforma, la calcina para devolverla limpia al otro”.


Hoy, el poeta Carlos Battilana despidió a Alonso, al que definió como “un tipo muy noble y sereno que amó la poesía”. “Con Rodolfo Alonso se va el último poeta de otra era -escribió en su muro de Facebook-. [...] Poeta, traductor, editor, luchó contra las formas represivas en la cultura y el fascismo político y cultural. La poesía lo atravesó”. Se publicaron antologías con sus poemas en países como México, Venezuela, Francia, Cuba, España, Brasil y Chile.



Se destacó también como gestor cultural. En 1958, mientras estaba al frente del Departamento de Cultura de la Universidad de Buenos Aires, fundó con el compositor Francisco Kröpfl el Estudio de Fonología Musical de la UBA, primer laboratorio de música electrónica en América Latina. Fue director de Cultura en la provincia de Buenos Aires (1984), y entre 1986 y 1989, director del Fondo Nacional de las Artes. Por diez años, hasta inicios de 2010, fue director artístico del Centro Cultural Paseo Quinta de Trabucco, en Florida. Dirigió las revistas Claudia, Karina y Galicia. Alonso era hijo de inmigrantes gallegos.


Escribió decenas de prólogos, fue editor y dirigió colecciones de poesía. La última experiencia como director fue en la editorial cordobesa Eduvim, donde llevó adelante la colección La Gran Poesía. En Eduvim, además, se publicaron tres volúmenes con su obra poética: El uso de la palabra. Poesía reunida 1956-1983; Lengua viva. Poesía reunida 1958-1993, y Ser sed. Poesía reunida 1993-2018. En 2019, la Universidad Nacional de Villa María lo nombró profesor honorario.



Muchos de sus libros fueron ilustrados por grandes artistas argentinos, como Alfredo Hlito, Juan Grela, Rómulo Macció, Rogelio Polesello, Guillermo Roux y Josefina Robirosa. Entre otras distinciones, obtuvo en 1997 el Premio Nacional de Poesía, el Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía, en 2004; Palmas Académicas de la Academia Brasileña de Letras, en 2005; el Premio Único de Ensayo Inédito de la Ciudad de Buenos Aires, también en 2005; el Premio Festival Internacional de Poesía de Medellín, en 2006, y el Premio “Rosa de Cobre” de la BNMM, en 2014. La Universidad de Princeton se ha hecho cargo de su archivo (epistolar y fotográfico), que se halla en proceso de catalogación.


Un poema de Rodolfo Alonso

Buenos vientos


El amor nuestro fue una belleza incandescente, paseada con


dignidad entre sobresaltos y disculpas.


Lo nuestro creció de golpe, auspiciado por la buena voluntad de


algunos vientos que no supieron sino alterar nuestros caminos,


unificar nuestras distancias, darnos una mano.


Fueron los únicos culpables de esta feroz batalla por la aventura, 

recientemente concluida.





18.1.21

Tomar una foto

 


Tomar una foto

Rodolfo Alonso 



  

  Charles Baudelaire

¿Por qué, incluso entre muchas otras, a veces con el mismo origen, sólo alguna fotografía en especial nos resulta absolutamente renovadora, relevante? ¿Por qué, entre muchas otras, tomadas por el mismo fotógrafo y, a veces, en la misma ocasión, sólo una se vuelve, para nosotros, totalmente conmovedora? ¿Por qué sólo una entre mil fotografías se (nos) vuelve arte?


Pero, ¿de qué arte se trata? ¿Qué parte es producto del ojo, de la mente, del espíritu de quien toma la foto? ¿Qué parte es fruto de las cualidades de la máquina? ¿Qué parte es, acaso, fruto del azar o la casualidad? A diferencia de la pintura, aquí, el modelo no es pasivo ¿Qué parte de una foto lograda no emana del modelo o de su circunstancia? Allí, es donde el concepto de revelar, de revelado, sólo en apariencia puramente técnico, me revela (y valga la redundancia) su más profundo y verdadero sentido: la foto como arte es capaz, en sus más altos logros, de producir una auténtica revelación.


Porque, algo más que imagen se pone de manifiesto, se evidencia en una foto lograda, en una foto que sí podemos llamar de arte. Es verdad que la pintura auténtica supo hacerlo, en su propio lenguaje, pero, el arte de la foto tuvo y, quizá tiene aún, el suyo.


Claro que, aquí, vuelve a presentarse lo que intuyo el misterio y, a la vez, lo concreto de la fotografía. La verdadera foto nunca se agota en la reproducción, más o menos exacta, más o menos verosímil, de la realidad. Más allá de prejuicio alguno, esa es su menor tarea, su tarea menor. Pero, la gran fotografía, las fotos únicas, nos descubren, cuando lo logran, cuando se logran, algo siempre más profundo, más hondo de lo que representan. Nos hacen ver, en realidad, algo de esa realidad que no habíamos percibido: revelan, la revelan. Nos la revelan, sí, más de fondo, pero, no apenas en lo superficial, en lo aparente, sino, en lo que esa realidad, tal vez, quiere mostrarnos al mostrarse. Y se vela, en cambio, cuando no lo quiere.


Tengo la convicción de que, en estas artes de la técnica, las concreciones más reveladoras, las obras más logradas se dieron (iba a decir se produjeron, pero, me arrepiento por la connotación actual) en los momentos más primitivos, iniciales de esas técnicas. Como bien afirmaba Bernhard von Brentano, “un fotógrafo de 1850 se encontraba por vez primera, y durante largo tiempo por última vez, a la altura de su instrumento”.


Y, asimismo, Walter Benjamin, pero, por supuesto, desde otra perspectiva y otra época, advierte que “los estudios más recientes se ciñen al hecho sorprendente de que el esplendor de la fotografía (…) coincida con su primer decenio. Y este decenio es precisamente el que precedió a su industrialización”.


                                                               Jean Arthur Rimbaud

Pero, ¿por qué han elegido rostros, retratos los mejores de esos grandes artistas franceses de mediados del siglo XIX, pioneros legítimos de la fotografía como arte? Se puede sospechar que, todavía, perduraba en ellos, especialmente, en los más sensibles, el influjo que la pintura, de la cual el retrato, siempre, ha sido un dominio, debe haber tenido en su visión estética. Benjamin, convencido de que el arte humano tuvo un origen de culto, cuando no de magia (¿para qué habría pintado un hombre primitivo su bisonte en la pared más escondida y menos accesible de una caverna, sino, para propiciar su caza por medio de la magia simpatética, que representa lo que desea provocar?), sabía, también, que, a lo largo de su historia, el hombre fue modificando su recepción y aprehensión del arte a medida que se producían grandes cambios en su contexto. Del gran arte de tema religioso, que empezó siendo visto, siempre, con ojo de creyente, se pasó, en su momento, a la contemplación de la obra como arte, lo que dio comienzo a un largo período de florecimiento.


Hasta que las artes mecánicas, comenzando por la reproducción industrial y la fotografía, produjeron cambios muy profundos en la percepción, no ya de los espectadores más o menos especializados, sino, en lo que estaba empezando a denominarse público. En esa línea, el valor de exhibición comienza a erradicar el valor de culto. “Pero este no cede sin resistencia”, dice Benjamin, “Ocupa una última frontera que es el rostro humano. En modo alguno es casual que en los albores de la fotografía el retrato ocupe un lugar central” ¿Por qué? Y, sostiene: “El valor de culto de la imagen tiene su último refugio en el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos”. Y, es más: “En las primeras fotografías vibra por vez postrera el aura en la expresión fugaz de una cara humana. Y esto es lo que constituye su belleza melancólica e incomparable”.


Walter Benjamin concluye que, cuando el rostro desaparece de la fotografía, el valor de exhibición se enfrenta, victoriosamente, con el valor de culto. Es como si, allí, hubiera relumbrado, frente a ese público, que ya no lo percibirá cuando a los periódicos se les imponga la foto y, especialmente, cuando empiecen a llevar textos al pie, el último resplandor de lo sagrado: un rostro humano.


“Sería prodigioso que un crítico se convirtiera en poeta y es imposible que un poeta no contenga un crítico”. Quien lo afirma es Charles Baudelare, el padre de la poesía moderna. Y va a lanzar su anatema más demoledor sobre la fotografía, recién nacida: “Si se permite a la fotografía suplir al arte en algunas de sus funciones, bien pronto lo habrá suplantado o corrompido por completo, gracias a la alianza natural que encontrará en la necesidad de la muchedumbre.”


Y, al mismo tiempo, sin duda, contradiciéndose, el mismo Baudelaire aceptará muchas larguísimas horas de pose para Nadar, a quien se deben no pocas de sus mejores fotografías. Y, aunque no le concediera tantas sesiones, al menos conocido Étienne Carjat, a quien se debe, para mí, la mas reveladora foto de Baudelaire y, por si fuera poco, la más tocante y expresiva, nada menos, que de Rimbaud.


Y, para siempre, nos quedaremos sin respuesta, que no sea la misma foto, para saber si el gran poeta había llegado a intuir que la fotografía, siempre, seguirá teniendo dos opciones: el arte o el mercado, la industria o la belleza. Y, tampoco, sabremos si lo conmovieron, qué le dijeron algunas de esas fotos que hablan tanto de él. Y, en el primer lenguaje de la técnica, él mismo en pañales, a mediados del siglo XIX.


Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista. Publicó Charles Baudelaire, Mi bella tenebrosa. Antología esencial (edición bilingüe, con traducción y prólogo de Rodolfo Alonso), EDUVIM, Córdoba, 2012.

17.1.21

Vida, pasión y trance del lunfardo




Vida, pasión y trance del lunfardo


 Celedonio Flores

 ¿Sólo a la primacía temporal de un creador sobre otros se refería Dante cuando aludió, harto lúcidamente, a la poesía como “la gloria de la lengua”? Ambigua como todo mensaje humano y, muy especialmente, en estas lides, esa bella aseveración se presta, sin duda, a distintas y hasta diversas interpretaciones. Pensemos, si no, en aquella vieja admonición de algunas Academias acerca de que su tarea “limpia, fija y da esplendor” a la lengua que dicen custodiar, en busca de una inmaculada pureza, casi, inconcebible y pensemos, también, en aquellas nuevas y fecundas teorías, no sólo de la lingüística, que entienden, hoy, como evidentemente mestiza a toda lengua, incluso, por su carácter ineludiblemente orgánico, de cosa viva, en permanente digestión y mutación.



       Carlos de la Púa.



Si me tocara opinar sobre el asunto, aquí apenas rozado, me animaría a pretender que una verdadera bifurcación se inserta entre los conceptos -por no llamarlos hechos- de lengua viva y lengua muerta. No es lo mismo, por supuesto, la, a veces, acabada perfección de una lengua congelada por la muerte, no hablada por nadie, que la inevitable transitoriedad y cambio de una lengua trabajada por el uso, es decir, por la vida.


             Daniel Giribaldi.

Los compadritos de Borges nunca hablaron lunfardo. Por eso, quizás o a pesar de eso, se volvieron universalmente prototípicos, convertidos en “la secta del cuchillo y del coraje”, pero, piadosamente mudos, lo que no es sino otra forma de ocultar su origen. El lunfardo argentino -en realidad porteño-, como tantos otros, y así lo hace notar, también, Eduardo Romano en su Breviario de poesía lunfarda, publicado en 1991, nació como dialecto digamos especializado de la gente del hampa de Buenos Aires o sus alrededores, que pretendía mantener sus diálogos (muchas veces, sostenidos en la cárcel) apartados del ubicuo y atento oído de la policía. Esa prosapia lo convierte -para los argentinos- en nuestra picaresca y, no es casual, que ella adopte en nuestro medio tintes, a mi modesto entender, directamente sombríos, cuando no siniestros, en contraposición con el estallido de vitalidad y de luz que, a veces, nos pareciera entrever en otras culturas con respecto a un dominio semejante. No es lo mismo la lucha por la vida, a veces, feroz, a veces, despiadada, que caer directamente en la llamada mala vida, aunque, los límites no suelen ser demasiado precisos -especialmente, cuando están taloneados por el hambre.

De algún modo, el material que presenta esa lograda antología nos permite volver a percibir algunos hitos trascendentes de ese proceso, que no es sólo lingüístico o letrado, como vimos. A diferencia de la literatura gauchesca, que compitió con la lunfarda por nuestra representación nacional y que no fue directamente fruto de nuestros paisanos, sino, de gente letrada, el origen de la poesía en lunfardo se encuentra en textos directamente redactados por sus protagonistas. Curiosamente, como ocurrió con el tango, otra expresión afín, también, en busca de nuestra representatividad y, tantas veces, directamente empapado de lunfardo, hay momentos en que su expresión poética convive con la gauchesca, a veces, en la misma persona, como es el caso de famosos payadores habitualmente camperos que, para cantar en la ciudad, cambiaban de lenguaje, aunque no de instrumento.


Por si no ha quedado claro, quiero explicitar que no tengo pruritos de pureza tampoco en estas lides. Toda lengua es legítima, inclusive, por su uso. Y toda lengua tiene derecho a aspirar a conseguir aquella gloria que Dante supo prever y concretar para el “vulgar ilustre”, la lengua cotidiana llevada a su esplendor. Para nuestro lunfardo, eso comienza a concretarse con algunos creadores y, de manera nada insólita, también, con algunos textos. Me refiero al indeleble Batiendo el justo, de Felipe Fernández (Yacaré) o, dentro de ese libro consular que fue La crencha engrasada, escrito por Carlos de la Púa -otro de los seudónimos del Malevo Muñoz, un escribano de La Plata-, a un texto tan imborrable e inefable como Hermano chorro. Me refiero, también, al genio vivísimo de Celedonio Flores y, ya directamente en nuestro tango, al talento y a la sensibilidad creadora de nuestros dos Homeros, Manzi y Expósito, del indeleble Enrique Santos Discépolo y tantos otros. En el camino, los lejanos orígenes delictivos (como suele ocurrir) trastruecan su sentido y, así, Alcides Gandolfi Herrero y, luego, Álvaro Yunque modifican el primitivo enfoque carcelario para hacerle tomar la perspectiva de los humildes, sí, pero, trabajadores e, inclusive, combativos.



Por allí, leyendo, como era inevitable, uno se redescubre tarareando tangos que ya forman parte vital del inconsciente colectivo de los argentinos o de nuestra propia experiencia personal y, en los cuales, el lunfardo se sublima en el mejor sentido, volviéndose, a la vez, sentimiento y estilo, pasión y reflexión. Pero, algo pasó en la Argentina, como comunidad, allá entre las décadas del cuarenta y del cincuenta. Algo se quebró, algo se perdió y sería muy largo el intento de husmear las razones. Digamos que el tango -y con él lo lunfardo- desaparece, prácticamente, de la memoria y de la escena nacional, tocándole, a partir de entonces, a quien pretendía representarlo todo, admitirse, también, como típica expresión de minorías.


La negación o la nostalgia, en el fondo dos caras de lo mismo, suelen ser los mecanismos empleados para elaborar la consiguiente frustración. En arte, sin embargo, esos momentos suelen ser, igualmente, productivos, aunque, de tipo distinto, con otra intensidad. Así, hemos visto, posteriormente, cierto florecer de nuevos cultores del lunfardo entre los argentinos, algunos de ellos poetas ya formados, como el inefable Daniel Giribaldi, autor de los milagrosos Sonetos mugres, o, también, Nydia Cuniberti, cuidadosa artesana, que representan momentos de relativo brillo para la vieja brasa, todavía avivada hoy por ciertas brisas. Con ellos, cerró Eduardo Romano aquella antología, en la que incluye, a modo de colofón, también, la producción de una cuasi institucionalizada Academia Porteña del Lunfardo, que hubiera resultado, sin duda, llamativa para los primitivos creadores originales. Y que nos devuelve, quiérase o no, a la cuestión inicial, ¿podrán -pudieron- las Academias, sean ellas cuales fueran, mantener viva a alguna lengua que murió?


Rodolfo Alonso es poeta, ensayista y traductor

7.12.20

RENÉ CHAR SURREALISMO PAUL ÊLUARD RIMBAUD

 

CONTRATAPA


02 de diciembre de 2020

René Char, del Surrealismo a la Resistencia


Rodolfo Alonswo*


La rica personalidad de René Char (1907-1988) se perfila nítidamente sobre su época y resulta, a la vez un devoto del Oscuro de Éfeso, Heráclito, faro mayor de los presocráticos, o del resplandeciente humanismo que a la luz de una vela supo revelar siglos atrás el pintor Georges de la Tour. Hombre capaz de decir no, de plantarse ante las injurias de la prepotencia o de la infamia, es también el dulce intérprete de las mil y una radiantes bellezas naturales, en medio de las cuales nació y que lo nutrieron desde niño.

Pero su destino se cumple con celeridad. En agosto de 1929, “Arsenal” aparece en Nimes con sólo 25 ejemplares. autr, enviado a Paul Éluard, determina el viaje de éste a L´Isle-sur-Sorgue, en plena Provenza. Y Char viaja a París, donde se encuentra con André Breton, Louis Aragon, René Crevel y sus amigos surrealistas. A fin de año adhiere al movimiento y colabora en el nº 12 de su revista “La Revolución surrealista”, como uno de sus miembros más jóvenes.


Sigue leyendo a los presocráticos, luego a Rimbaud y a los grandes alquimistas. Participa con los surrealistas que encabezan Breton y Éluard en el saqueo del bar “Maldoror” (en defensa de su venerado Lautréamont), donde es acuchillado. Junto a Breton, Aragon y Éluard prepara la nueva revista ”El Surrealismo al servicio de la Revolución”, donde colaborará asiduamente.


Las Ediciones surrealistas publican 4 de sus primeros títulos. En 1930 “Retardarr Trabajos”, legendario libro escrito en trío con Breton y Éluard, y “Artine”, con un grabado de Salvador Dalí. En 1931 “La acciónn de la justicia se ha extinguido”. Y en 1934 el ya memorable “EL Martillo sin dueño”, con una punta seca de Vassili Kandinsky.


Firma numerosos manifiestos del surrealismo: sosteniendo “La Edad de oro”, film de Luis Buñuel violentamente atacado por la extrema derecha; en contra de la Exposición colonial; y apoyando las primeras luchas revolucionarias en España. En mayo de 1933 “El Surrealismo al servicio de la Revolución” publica un relato de sueño de Char, su respuesta a dos encuestas y anuncia la nueva revista “El Minotauro”, donde no querrá participar. En el volumen colectivo “Violette Nozières”, en defensa de la joven parricida de 18 años violada por su padre, Char participa con un poema y firma el manifiesto “La movilización contra la guerra no es la paz”, a la vez antibélico y crítico de cierto apenas decorativo pacifismo.


En febrero de 1934 se une a una gran manifestación antifascista en París. Hacia fin de año aún firma otros 2 manifiestos, pero cada vez se distancia más del movimiento. Pasa largos períodos aislado en islotes boscosos del Sorgue. La difusión a sus espaldas de una carta privada con críticas al surrelismoo, produce un duro incidente con Benjamin Péret, al cual replica como siempre en forma pública,


Pero la historia se acelera. El 18 de julio de 1936 se desencadena el alzamiento franquista contra la legítima República española, frenado por la espontánea resistencia popular y dando origen a la sangrienta guerra civil, primera gran batalla mundial contra el fascismo, ya que Hitler y Mussolini se incorporarán a la cruzada fratricida. Todavía hoy me emociona, en su libro “Cartel para un camino de escolares”, con poemas contemporáneos a los hechos, la indeleble y extensa dedicatoria de Char fechada en marzo de 1937, que comienza: “Niños de España, -- ROJOS, oh cuánto, hasta empañar para siempre al acero que va a desgarrarlos; -- A Ustedes.” Y que concluye: “Niños de España, he forjado este CARTEL mientras que los ojos matinales de algunos de entre ustedes no habían aprendido nada aún de los usos de la muerte que se hundía en ellos. Perdón por dedicárselo. Con mi última reserva de esperanza.” (¿Es posible sorprenderse, entonces, de que uno de los pocos poetas que Char tradujo sea Miguel Hernández?)


El 3 de septiembre de 1939 Inglaterra y Francia declaran la guerra a Hitler, que ha invadido Polonia. Char es movilizado en Nimes y, como Apollinaire, es artillero. A pesar del derrotismo oficial, alcanza un alto desempeño. Asegura la retirada de su columna y en el puente de Gien, con algunos hombres, durante muchas horas hacen posible el escape de civiles desmoralizados, bajo bombardeos alemanes e italianos.


Francia cae. Desmovilizado y ascendido, se retira una vez más a L´Isle-sur-Sorgue. Pero es delatado como militante de extrema izquierda, y va a detenerlo la policía de Vichy. Advertido, se refugia en Céreste, donde comienza a frecuentar opositores. En 1942 ya actúa en la Resistencia. Su nombre de guerra es Alexandre. Su primer sabotaje es contra ocupantes italianos, pero los nazis terminan por dominar toda Francia. Char dirige acciones cada vez menos desordenadas. Se enrola en el naciente ejército secreto “mientras dure la guerra”, y con el grado de capitán se le encargan operaciones de aterrizaje y paracaidismo en toda el área. Con tal éxito que 21 depósitos secretos de armas no serán descubiertos por los nazis, mientras sus pérdidas fueron mínimas.


Pero los últimos meses de la guerra son los más dolorosos, y ve caer muchos amigos entrañables. El alto mando interaliado en Argel le encomienda colaborar con el desembarco en Provenza. El 26 de agosto de 1944 París es liberado. Y sólo entonces Char retoma sus tareas literarias, interrumpidas en 1939.


La amistad que unió a Albert Camus con René Char, fue tan entrañable y duradera que sólo la muerte pudo detenerla. En la minuciosa biografía de Camus que le llevó a Olivier Todd 900 páginas, hay todo un capítulo dedicado a ella: “Tres amigos”. Y sus primeras líneas ya son explícitas: “En 1948, Albert Camus tiene 35 años, el poeta René Char 41. Camus no es un gran aficionado a la poesía contemporánea pero recomienda la publicación de “Hojas de Hipnos”. La novedad de esos textos le parece “luminosa”. Tranquiliza a Gaston Gallimard, que está perplejo. A G. G. y a otros. Camus les dice: “Difícil de juzgar por nuestros contemporáneos. Pero si hay alguien que tenga genio, ése es René Char.” Y al correr de las líneas encontramos un muy logrado retrato: “Con más de 1 metro 85, robusto, de dedos de herrero, Char es un menhir, un árbol que no se puede abatir. Tiene la cabeza en las estrellas poéticas y el cuerpo arraigado en su tierra provenzal.” 


*Poeta, traductor, ensayista.

Encuentros con Heidegger

 





Rodolfo Alonso 


“En el curso de mi viaje a Francia”, escribe Martin Heidegger (1889-1976) en 1955, “estaría muy contento de conocer a Georges Braque y a René Char”. Es decir, un pintor riguroso y ejemplar, mentor de la más pura vanguardia, y un poeta excepcional, activo militante juvenil en el surrealismo, que iba a abandonar por otras cumbres, y, no mucho después, heroico comandante del maquis, que combatió la ocupación nazi hasta su fin. Se vieron con Char en el jardín de otro filósofo: Jean Beaufret, quien recuerda: “Bajo las ramas de un castaño, un filósofo y un poeta hablan de lo que saben y de lo que son”. Y señala que, ambos, “aprenden la lengua de su diálogo.”


Después, habría tres encuentros más, siempre, en verano. En 1966 y a invitación de René Char (1907-1988), primera permanencia de Heidegger en Thor, cerca del entrañable L´Isle-sur-Sorgue, en Provenza, lugar natal del poeta. En 1969, última de las tres estadías en Thor. Beaufret, François Fedier, François Vezin, Patrick Lévy y otros participaron de los seminarios y entrevistas.


En 1959, Char es vertido, por primera vez, al alemán. Entre sus traductores se encuentra el más que significativo poeta Paul Celan (1920-1970). Toda su familia fue tragada por el infierno de Auschwitz y él mismo había escapado por milagro.


Pero, hilos más sutiles que la traducción terminarían relacionándolos. Celan escribe a su mujer el 2 de agosto de 1967: “La lectura en Friburgo tuvo un éxito excepcional: mil doscientas personas me escucharon durante una hora conteniendo la respiración, después, Heidegger vino hacia mí”. La carta se detiene en ese punto. Era inusual que el filósofo acudiera a oír poetas. Paul Celan lo visita en su cabaña de la Selva Negra y, aunque se negó a fotografiarse juntos, a esa reunión alude su poema Todtnauberg. Para George Steiner hubo dos encuentros más (Heidegger volvió a escucharlo), en junio de 1968 y marzo de 1970, un mes antes de que Celan se arrojara, finalmente, al Sena.


Según Steiner: “somos testigos de una de las colisiones o conjunciones supremas entre la poesía y la filosofía en el pensamiento occidental. Un fenómeno exquisitamente “triangular” si tomamos en cuenta las inspiradas traducciones que Celan hiciera de Char”. Y, más adelante, “Cuando René Char, el gran poeta francés y líder de la Resistencia le dio la bienvenida a Heidegger, el gesto fue de fascinación anárquica y carismática reciprocidad. Char no sabía alemán; Heidegger hablaba poco francés. Ambos reverenciaban a Heráclito y la luz del sol.”


Steiner no se ahorra, hoy, ninguna afirmación sobre el nazismo del filósofo ¿En ese entonces Char no intuía lo mismo que Celan? La cuestión sigue abierta, pero, algo es real. El miércoles 26 de mayo de 1976, René Char despedía al filósofo con estas palabras: “Martin Heidegger ha muerto esta mañana. El sol que lo ha acostado le ha dejado sus útiles y no ha retenido más que la obra. Ese umbral es constante. La noche que se ha abierto ama de preferencia.”


Como las intensas, inmensas preguntas que inquietaron a los tres toda su vida, quizá, también, a nosotros sólo nos quedan más preguntas.


Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista. Publicó: René Char, Vivir, límite inmenso, Alción, Córdoba, 2019 (selección, traducción y prólogo de Rodolfo Alonso).

 




¿César Vallejo ha muerto?







Rodolfo Alonso 


Como él anticipó, en un poema memorable: Piedra negra sobre una piedra blanca, falleció en París, pero, sin aguacero y no un jueves, sino, un viernes santo. A las 9 y 20 horas del 15 de abril de 1938 se produjo su muerte. Y, sin embargo, cuánta vida nos ha seguido dando. Mi descubrimiento personal, hondo e íntimo, de César Vallejo, me resultó un hecho extraordinario. No sólo porque ocurrió a los 15 años, sino, también, porque mi primera percepción de su enorme, profundísima poesía fue absolutamente inocente, inesperada. Algo similar me aconteció, contemporáneamente, con Roberto Arlt.


Había, allí, algo encarnado en lenguaje que iba más allá del lenguaje. Y el sentimiento se contagiaba sin posibilidad alguna de retórica, latente en su palabra, viva. Y se dio entrañablemente vinculado con dos acontecimientos que, también, se me hicieron legendarios: la guerra civil española, con aquellos humildes milicianos, los voluntarios que defendieron a la República, y el hecho de que, en su sangre, se mezclaran -todavía de manera inconsciente para mí- lo celtíbero y lo indígena.


La madre de César Vallejo se llamó María de los Santos Mendonza Gurrionero (“de pecho en pecho hacia la madre unánime”) y era hija del sacerdote gallego Joaquín de Mendonza y la india chimú Natividad Gurrionero. Pero, no sólo eso. También, su padre, Francisco de Paula Vallejo Benítes (“Mi padre, apenas, / en la mañana pajarina, pone / sus setentiocho años, sus setentiocho / ramos de invierno a solear”), no sólo, era hijo de otro sacerdote gallego, José Rufo Vallejo, sino, que su propia madre, también, era otra india chimú, Justa Benítes.


Y eso no es todo. César Vallejo nació el 16 de marzo de 1892 en una Compostela indoamericana, la peruanísima Santiago de Chuco. Y, en su sangre, conviven, se confunden, se unifican la morriña dolida del gallego trasplantado, con la melancolía sangrante del indio sometido. Y los entresijos de la mitología católico-cristiana, ineludiblemente entrelazados con verdaderas, auténticas historias de amor, junto con todo lo que arrastra haber nacido de sangre indígena en el mismísimo meollo del Perú de los Incas.


¿De dónde sale sino la Dulce hebrea de Los heraldos negros (1918), a la cual se le pide “Desclávame mis clavos oh nueva madre mía!”, de dónde la amada que se ha “crucificado / sobre los dos maderos curvados de mi beso”? ¿O, incluso, “un viernesanto más dulce que ese beso”? Por supuesto, que del lenguaje. Pero, no sólo del lenguaje ¿De dónde surgió, también, ese magnífico TriIce? Que, desde Trujillo, en 1922, agota de antemano muchas de las futuras experiencias de las vanguardias europeas. O aquel que, a mí, me parece el libro más hondo y tocante -y logrado- que haya producido la guerra civil: España, aparta de mí este cáliz, mucho más que póstumo y, no por casualidad, escrito por un hijo de América: “¡Niños del mundo, está / la madre España con su vientre a cuestas!”.


Y alrededor del cual la misma agonía del poeta, casi, enhebrada en la lumbre del mito, vueltos un solo destino personal y momento histórico, se vuelve, asimismo, luminosa evidencia, verbo hecho aliento. Según otro poeta, su amigo Juan Larrea, las últimas palabras de Vallejo fueron: “Me voy a España”. Es decir, a la España republicana, que estaba desangrándose también -al mismo tiempo- en su “agonía mundial”. En la Clínica Arago, donde falleció, los médicos no atinaban a explicar la verdadera causa de su muerte. Pero, al año siguiente, 1939, al editarse, por fin, sus indelebles Poemas humanos, escritos, probablemente, entre 1930 y 1937, pudieron conocerse estas otras palabras tan suyas, no sólo premonitorias: “En suma, no poseo para expresar mi vida sino mi muerte”.





                                                 Óleo de Santiago J. Alonso.


¿De dónde surge, digo, algo así, de tal calibre? De la lengua humana, empapada de vida y, también, fuente de vida, vida ella misma, instintiva y orgánica, cargada de los humus nutricios de la pequeña historia y de la gran historia, pero, también, de los instintos y los sueños, de las ansiedades y los deseos de los hombres. De un hombre capaz de ser, a la vez, él mismo y todo lo humano, lo más humano de lo humano, de ser único y general, al mismo tiempo, entre todos los hombres, junto a todos los hombres. La de César Vallejo no es una voz unánime, sino, prójima, íntimamente próxima. Qué otro sino un gran poeta, podía habernos dejado esa sucinta clase –magistral- de economía política: “la cantidad enorme de dinero que cuesta el ser pobre…”.


Me enorgullezco limpiamente de saber que el primer hombre que me hizo descubrirme latinoamericano llevó en sus venas la sangre de mis antepasados labradores gallegos y, también, la noble sangre de los primeros hijos de la América primera, la aborigen, la indígena. Como la lengua, como la vida toda sangre es espléndidamente mestiza. Sólo la muerte es pura.


¿Me será permitido insistir, con modesta firmeza, que no puedo dejar de percibir a César Vallejo como el más grande poeta de la lengua castellana y hasta, quizás, no sólo en el siglo veinte?


 


Vallejo, César

 


Nadie estuvo más hondo


ni más cerca.


Nadie llegó tan lejos


más temprano.


Nadie fue más ninguno


y menos Nadie.


 


(Poema de Rodolfo Alonso).





El genocidio de Guernica



Rodolfo Alonso 






Paul Éluard y Pablo Picasso.


 

A metros de la Casa Rosada, junto a la estatua de Juan de Garay, Buenos Aires ostenta, desde 1919, un retoño del más que secular Árbol de Guernica, emblema sagrado de las libertades vascas. Anterior, incluso, a la existencia de España como Estado nación, a partir de Isabel y Fernando, los reyes acostumbraban jurar bajo su sombra venerable respetar los fueros de Euzkadi.


Acentuando su fuerte simbolismo, ese magnífico Roble sobrevivió, en medio de un hito legendario: la guerra civil española (1936-1939), a otro hecho de trágica resonancia. El 26 de abril de 1937, la vieja villa de Guernica fue literalmente reducida a polvo, junto con buena parte de su población, por los flamantes aviones nazis de la Legión Cóndor.


Porque, el 18 de julio de 1936, militares conducidos por Francisco Franco se sublevan contra la legítima República española. Controlados y, muchas veces, vencidos por el pueblo en armas, los milicianos recuperaron en Madrid su principal reducto, el Cuartel de la Montaña. Así, comenzó la última guerra de hombres y la primera contra el fascismo. Contra los fascismos, que reaccionaron de inmediato.


Del principio al fin, Hitler y Mussolini cooperaron con la rebelión enviando sus mejores tropas y modernos adelantos bélicos, decisivos para la victoria franquista. Goering probó, allí, su naciente Luftwafe y más de 700 pilotos alemanes, cuidadosamente elegidos, volaron para Franco. Ensayaron bombardeo de ciudades, blitzkrieg o guerra relámpago, terror sobre poblaciones civiles, ataques aéreos en picada y táctica de apoyo directo a las tropas de tierra. Sin olvidar los tristemente célebres tanques Panzer I.


Esas crueles experiencias fueron invalorables, al estallar, casi de inmediato, la segundo guerra mundial (1939-1945), para los primeros éxitos nazis en toda Europa. La misma Europa que abandonó a los republicanos españoles. Que sólo contaron con la ayuda, sobre todo inicial, de la URSS y el apoyo permanente del México de Lázaro Cárdenas, sin olvidar las heroicas e indomables Brigadas Internacionales.


El 23 de abril de 1937, el jefe de la Legión Cóndor, Wolfram von Richthoffen, primo del famoso as de la aviación alemana en la primera guerra, anota en su diario: “¿Qué se puede hacer? La Legión Cóndor se retira. No se puede dirigir a una infantería incapaz de atacar posiciones débiles”. Y, al día siguiente: “¿Conseguiremos destruir Bilbao?”.


El 26 de abril, a las 14,30hs., la campana mayor de Guernica repicó alertando sobre un ataque aéreo. Era día de mercado. Se corrió a los sótanos. Un solitario bombardero Heinkel 111 de la Legión Cóndor arrojó su carga letal en el centro y desapareció. La gente dejó sus refugios para socorrer heridos. Quince minutos después, la escuadrilla completa de la élite aérea nazi sobrevuela Guernica. Cierto número de cazas italianos Fiat CR-32 y Fiat-Ansaldo participaron también. Hubo una estampida para huir al campo, pero, cazas Heinkel 51 ametrallaron sin piedad hombres, mujeres y niños. Sin embargo, faltaba lo peor.


A las 17,15hs., cuarenta bombarderos Junker 52 arrasan, minuciosamente, la ciudad, en pasadas de 20 minutos durante dos horas y media. Arrojaron desde bombas medianas o pequeñas hasta de 250 kgs, antipersonal e incendiarias. Los testigos describen escenas apocalípticas. Familias enterradas por escombros de sus casas o aplastadas en refugios. Vacas y ovejas ardiendo por la termita y el fósforo blanco, enloquecidas hasta morir entre ruinas en llamas. Salvo la Casa de Juntas y el Roble milenario, no alcanzados por hallarse fuera del corredor aéreo que los pilotos alemanes siguieron disciplinadamente, Guernica era una pira de fuego, humo y terror.





                                          Guernica, por Pablo Picasso.


El Gobierno vasco sostuvo que un tercio de la población (1645 muertos y 889 heridos) sufrió en carne propia el bombardeo. Al día siguiente, 27 de abril, la prensa británica anuncia la destrucción de Guernica y, el 28, tanto el Times como el New York Times publican el célebre artículo de George L. Steer. La indignación mundial es inmensa e inmediata. El 29 de abril, el cuartel general de Franco emite un comunicado, donde intenta adjudicar la responsabilidad a “las hordas rojas al servicio del perverso criminal Aguirre”, presidente de Euzkadi.


La mayoría de los vascos eran católicos y moderados o conservadores. Se unieron al Frente Popular en defensa de sus fueros seculares. A diferencia de la Iglesia española, que apoyó vivamente la “Cruzada”, fueron acompañados por sus sacerdotes. Yo mismo recuerdo una foto en la cárcel franquista, donde cien curas vascos rodean al dirigente socialista Julián Besteiro.


Sólo tras morir Franco (1975), como exigió su autor, el cuadro más renombrado de Picasso, pintado frenéticamente entre mayo y junio de 1937, pudo exhibirse en España. Quizá, no todos quienes acuden al Museo Reina Sofía saben, hoy, a qué alude su sobrio título: Guernica. Durante la ocupación de Francia, al preguntarle, ante la misma obra, un oficial nazi: “¿Usted hizo esto?”, Picasso contestó, simplemente: “No, esto lo hicieron ustedes.”


Como prueba, baste lo declarado por Goering en el juicio de Nuremberg (1945-1946) a criminales de guerra nazis: “Cuando estalló en España la guerra civil, Franco pidió auxilio a Alemania, y en especial apoyo aéreo. El Führer vacilaba, y yo le aconsejé con energía que bajo cualquier circunstancia otorgase ese apoyo: en primer lugar, para impedir la extensión del comunismo en esa zona, pero también para poner a prueba mis nacientes Fuerzas Aéreas en una serie de detalles técnicos. Con autorización del Führer envié gran parte de nuestra flota de transporte y numerosos cazas y bombarderos, así como cañones antiaéreos. Pude comprobar en condiciones de combate si el material era eficiente. Para que el personal adquiriese además experiencia práctica organicé una rotación continua, mandando constantemente unidades nuevas y repatriando las anteriores”.


Esa fría, pero precisa enumeración, de por sí escalofriante, se hace estremecedora si la contraponemos con las imágenes concretas y, a la vez, inimaginables del horroroso genocidio sufrido por Guernica. Nadie lo rozó tan hondamente como un íntimo amigo de Picasso, el gran poeta francés Paul Éluard, en su indeleble poema La victoria de Guernica: “Os han hecho pagar el pan / El cielo la tierra el agua el sueño / Y la miseria / De vuestra vida // Las mujeres los niños tienen igual tesoro / En los ojos / Todos muestran su sangre // El miedo y el coraje de vivir y de morir / La muerte tan difícil y tan fácil // Parias la muerte la tierra y la fealdad / De nuestros enemigos tienen el color / Monótono de nuestra noche / Daremos cuenta de ellos.”


Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista. Publicó Leda y otros poemas, antología bilingüe de Paul Éluard. Selección, traducción y prólogo de Rodolfo Alonso, Alción, Córdoba, 2014.

11.11.20

Eugenio Montale, una lección de moral


 



Rodolfo Alonso 




El 12 de octubre pasado se cumplieron ciento veinticuatro años del nacimiento de un gran poeta europeo: Eugenio Montale (1896-1981). Aunque resulte, hoy, difícil concebirlo, a comienzos del siglo XX, el lirismo italiano vivió un periodo fundacional. De tal calibre que fue conocido como “la grande stagione poetica”, donde sólo parecían erguirse las dos cumbres aisladas del (mal llamado) hermetismo: nada menos que Giuseppe Ungaretti (1888-1970) y el único que merece aproximársele: Eugenio Montale.


El nivel de exigencia que esta poesía se hizo a sí misma, en lo estético y ético, indisolublemente, unidos, se intentó devaluar aludiéndola como impenetrable o sellada. Pero, esa experiencia lírica fue, casi de inmediato, valorada y comprendida, tuvo amplísimo eco, se incorporó a la cultura viva, no sólo, de su país, sino, también, de Europa o más allá.


En esa línea intensa y evidente, densa y enriquecedora, está Eugenio Montale, una voz absolutamente original: “Felicidad lograda, se camina / por ti en filo de espada. / Al ojo eres vislumbre que vacila, / para el pie, tenso hielo que se raja; / y no te toque entonces quien más te ama”. Hombre de pocas y fecundas palabras, que, sin apuro, se despliegan en sus tres primeros y hondos libros (Huesos de jibia, Las ocasiones y La tormenta y demás). El Premio Nobel de Literatura, en 1975, vino a coronar, al menos esta vez, una obra y una vida absolutamente despojadas de vanagloria y exhibicionismo.


Cuidadosamente atento a su materia y a su canto, en una demostración de infinito pudor y de casi inefable artesanía, el lirismo de Montale dejó anidado, en la cultura occidental, con esos tres primeros libros indelebles, un fermento, no por silencioso, menos eficaz, una auténtica lección de moral. Que no se aquieta y que no cesa.


El adjetivo hermético no deja de arrastrar diferentes y hasta contrapuestas perspectivas. Una de las cuales podría ser (aunque, superficialmente, claro) el supuesto desinterés, cuando no, la indiferencia por su sociedad y sus semejantes. Pero, ese matiz injusto mal podría caber a Montale. No sólo estampó su firma en aquel legendario manifiesto antifascista de 1925, encabezado por Benedetto Croce. Sino, que, habiendo sido designado, en 1929, director de una célebre y respetada institución científico-literaria, el  Gabinetto Vieusseux, diez años después, el régimen fascista lo dejó cesante al no aceptar ser afiliado.


Contemporáneo ilustre de Ungaretti, aunque algo más joven, Montale no vaciló en afirmar: “Él solo, en su tiempo, logró aprovechar la libertad que ya estaba en el aire, los otros no supieron qué hacer con ella, y cambiaron de oficio o gimieron incomprendidos…”. No es casual, entonces, que Eugenio Montale haya sido de los primeros en advertir las otras dos altas cumbres, decididamente individuales, de aquel gran momento lírico: “la naturaleza más personal y más oscura del mensaje bárbaro de Dino Campana” (1885-1932), un auténtico poeta maldito, y la escondida intensidad melancólica y cotidiana de Umberto Saba (1883-1957).


El mismo Saba, de madre judía, que sólo abandonó su Trieste natal durante aquel período, siniestro, en que se vio obligado a refugiarse en Florencia, donde cambió hasta once veces de domicilio, escapando de las inicuas leyes antisemitas del fascismo (y donde la figura de Ungaretti se ilumina, por haberlo ocultado en su casa), siempre, bajo el temor de ser deportado a la Alemania nazi. A pesar del peligro, Montale lo visitaba casi a diario. Y no sólo eso: lo albergó en su hogar de Roma, así como a otro gran escritor perseguido por el racismo, Carlo Levi.


Como lo hacían, por entonces, otras dos figuras significativas: el piamontés Cesare Pavese (1908-1950) y el siciliano Elio Vittorini (1908-1966), en implícita oposición al régimen, que prohibió la antología Americana del segundo, Montale traduce, entonces, no sólo a Cervantes o Marlowe, sino, también, a grandes escritores norteamericanos como Herman Melville, Mark Twain y William Faulkner.


En las Notas con que cierra su tercer libro, La tormenta y demás, Montale dice, textualmente, sobre uno de sus poemas, para mí, más tocantes, pero, cuya potencia, no obstante, suele ser desapercibida: “La primavera hitleriana. Hitler y Mussolini en Florencia. Velada de gala en el teatro Comunal. Sobre el Arno, una nevada de mariposas blancas”. En cuyo largo texto, acaso nada herméticamente, dice: “Hace poco surcó la avenida volando un enviado infernal / entre un ulular de sicarios, un golfo místico encendido / y empavesado de cruces gamadas lo unció y lo tragó, / se cerraron vidrieras, pobres / e inofensivas aunque también armadas / de cañones y juguetes de guerra…”.


Fue durante la segunda de las tres visitas que Hitler hizo a Mussolini, del 3 al 10 de mayo de 1938. Quizás, recién ahora alcanzo a comprender cabalmente por qué, hace muchos años, en una revista belga, desde el título de un sutil ensayo, ya entonces, lo aludían así: “Una moral de la poesía italiana, Eugenio Montale”.


 


La primavera hitleriana

 


“Ni aquella que a mirar el sol se vuelve…”


(Dante (¿) a Giovanni Quirini)


 


Densa la blanca nube de atolondradas mariposas


gira en redor de lechosos faroles y por los antepechos


tiende en tierra una alfombra donde cruje


el pie como en azúcar: el inminente estío libera


ahora el hielo nocturno que escondía


en las cuevas secretas de la muerta estación,


en los huertos que a estos arenales desde Maiano bajan.


 


Hace poco surcó la avenida volando un enviado infernal


entre un ulular de sicarios, un golfo místico encendido


y empavesado de cruces gamadas lo unció y lo tragó,


se cerraron vidrieras, pobres


e inofensivas aunque también armadas


de cañones y juguetes de guerra,


atrancó el carnicero que adorna


con bayas el hocico de los cabritos muertos,


La fiesta de los benignos matarifes que aún ignoran la sangre


se transmutó en un mugriento rigodón de alas quebradas,


de larvas en crecidas, y el agua roe aún


las orillas y nadie ya más es inocente.


 


¿Todo por nada, entonces? – y las velas


romanas, en San Giovanni, que blanqueaban lentas


el horizonte, y los empeños y los largos adioses


fuertes como un bautismo en la lúgubre espera


de la horda (pero una gema rayó el aire goteando


sobre los hielos y las orillas de tus playas


los ángeles de Tobías, los siete, la simiente


del futuro) y los heliotropos nacidos


de tus manos – quemado todo y absorbido


por un polen que crepita como fuego


y tiene puntas de aguanieve…


¡Oh la llagada


primavera también es fiesta si congela


esta muerte en muerte! Mira aún


a lo alto, Clizia, es tu suerte, tú


que el no cambiado amor cambiada guardas,


hasta que el ciego sol que en ti llevas


en el Otro se ciegue y te destruya


en Él, por todos. Las sirenas quizá, los repiques


que a los monstruos saludan en la noche


de su aquelarre, ya se confunden


con el sonido que del cielo desatado, baja, vence –


con el aliento de un alba que mañana ante todos


de nuevo asome, blanca pero sin alas


de horror, a las arenas abrasadas del sur…


 


(Versión de Rodolfo Alonso)


 


Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista.

Hace 110 años nacía Miguel Hernández




 Vientos del pueblo lo llevan, vientos del pueblo lo arrastran

Hace 110 años nacía Miguel Hernández

Por Rodolfo Alonso

Un 30 de octubre hace 110 años, en 1910, nacía en Orihuela Miguel Hernández. ¿Quién podía imaginar entonces que ese hijo de un rústico tratante de cabras, iba a convertirse en uno de los mayores poetas de España y, al mismo tiempo, en un mito viviente y activo?

egendario.


A ello contribuyó el decidido, masivo alineamiento de una más que brillante generación de escritores, artistas e intelectuales en defensa de la legalidad republicana. Que no pocos de ellos hayan pagado con su vida y muchos más con el exilio aquella decisión ejemplar, no dejó de agregar buena leña al gran fuego. Como el asesinato de García Lorca, tronchado en mitad del camino de su vida, o Antonio Machado, agonizando en el destierro de Collioure, a pocos pasos de la recién traspasada frontera francesa.


Pero quizás nadie como Miguel Hernández encarna, en vida y obra, la profunda relevancia de esos hechos. Auténtico hijo del pueblo, humilde campesino y pastor, sin ninguna premeditación ni posibilidad alguna de preparación previa sintió crecer en su interior la riqueza entonces todavía fresca, corriente, saludable e irresistible de la lengua de todos, tan de uno, y así pudo ofrecer unas primicias donde se vuelve a respirar el temple y el esplendor del Siglo de Oro, devolver al soneto su frescura abrumada por antiguas glorias y reavivar el auto sacramental, que querían congelar en venerable.


(Tan gran poeta que se logra hasta en luminosas, inolvidables y humildes dedicatorias de sus libros: “En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería.” Y también: “A ti sola, en cumplimiento de una promesa que habrás olvidado como si fuera tuya.”)


Cuando llegó la hora, sin pensarlo dos veces, instintivamente, eligió (como muchos, y no sólo españoles) la primera línea de fuego. Pagó su precio, y después de salvarse casi por milagro de la pena de muerte ya dictada, tras haber sido paseado por todas las prisiones del régimen, su breve existencia fue apagada por la tuberculosis en la cárcel de Alicante, cuando sólo tenía treinta y un años, el 28 de marzo de 1942.


Una vida tan limpiamente entrelazada con su época, con su gente y con su tierra, hasta el punto de volverse emblemática e integrada a la vez como vimos en un mito mayor, no podía evitar que su alta voz fuera enmarcada por las circunstancias. Algo similar le ocurrió a César Vallejo, ese indo-americano que también murió prácticamente de amor a la España desangrada. (Sobre cuya dolorosa gesta escribió el libro para mí más tocante y más logrado: España, aparta mí este cáliz.) Y en ambos es posible advertir cómo se encarnan los más dilatados alcances de la poesía con su autenticidad, sus razones y sus actos, sin ocultar que había allí también vertientes más fecundas y no menos nutritivas.


"Yo no quiero más bienes / que tu persona", me repite siempre desde el disco uno de los grandes cantaores del flamenco. Y en la hondura del cante alto la palabra, sin dejar de ser auténticamente popular, se vuelve sentimiento vivo, que se transmite más por empatía que por mero concepto. De idéntica manera, pero a un nivel que se me hace acaso superior, por belleza y dominio, el pobre Miguel Hernández, internado en la cárcel franquista, rumiando la derrota, separado de su mujer y de su primer hijo muerto, y que no conoce al nuevo hijo recién nacido (al que dedicará las indelebles Nanas de la cebolla, como casi todo lo suyo también ligado con una circunstancia significativa, la de sólo tener eso para comer), pudo decir magníficamente: "Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío", logrando así hacer relampaguear en esos papeles escritos a escondidas de sus guardianes, entre 1938 y 1941 (que Argentina tuvo el honor de ver editados por primera vez) aquellos intensísimos momentos de lenguaje vivo que constituyen el Cancionero y Romancero de ausencias.


Entre el resplandor de sus primeros poemas como labrados intuitiva pero certeramente en el cuerpo del idioma, y la evidencia flagrante y comunicativa de los textos encendidos por el aire de su época, esos papeles sueltos que constituyen su Cancionero y Romancero de ausencias, rescatados del presidio, reconcentrados quizá por ello en su deslumbrante e intensa brevedad, pero de hecho probablemente enfrentados de forma ineludible, y por lo tanto escueta, con la dimensión trágicamente deslumbradora de su destino, resuenan todavía con lumbre inextinguible. Desde Quevedo no recuerdo haber experimentado intensidad ni identidad mayores de sonido y sentido, de lenguaje y perspectiva, a la vez decididamente carnal y hondamente metafísica, que la de ese sucinto texto que comienza "Menos tu vientre / todo es confuso", que en términos de poesía me animaría a defender como uno de los de mayor alcance de la lengua. Y que no hacen sino certificar la deslumbrante claridad que irradia por lo general todo el conjunto.

Es como si desde el fondo de las cárceles que pretendieron negarlo, enmudecerlo, y más allá de las legítimas pasiones de los hombres de su tiempo, en las que supo tomar partido decididamente por los desheredados, un resplandor generoso y general se hubiera hecho carne finalmente en la voz de este "hijo de la luz y de la sombra". Visto lo cual, ¿seremos capaces de estar a su altura, de encendernos en su luz contagiosa, en su enorme transparencia?


Miguel Hernández y la Argentina

La censura franquista prohibió toda su obra.. Ya en 1949, en su colección Austral, Espasa-Calpe Argentina lanza su bellísimo libro de sonetos: El rayo que no cesa, precedido por El silbo vulnerado.


Lautaro edita en 1956, aquel vehemente libro de guerra: Viento del pueblo, cuya edición original de 1937 se repartió en las trincheras. También Lautaro edita en 1958 la 1ª edición del conmovedor Cancionero y romancero de ausencias, poemas escritos en prisión.


La editorial Losada publica en 1960 la Antología poética que, como todas. no incluye a sus poemas en prosa entre su Poesía sino en Prosas y desperdigados. Lanzado por Baudelaire como la prosa flexible y musical que evoca la vida urbanacampesina, el poema en prosa fecundará la poesía moderna, en Francia y en el mundo.

Inesperada actualidad de Valéry

 


Rodolfo Alonso 



No hemos podido precisar por qué, pero, aquella primera lección dictada por Paul Valéry, el viernes 10 de diciembre de 1937, en París, al hacerse cargo de la Cátedra de Poética, en el tradicional Colegio de Francia, fue, también, la última. De modo que ese agudo y lúcido texto, que nos enorgullecemos de haber presentado a los lectores de nuestra lengua (Introducción a la Poética, Rodolfo Alonso Editor, 1975), ha venido a constituirse, por su carácter (transcripción de lo emitido en aquella única clase), en un auténtico testimonio. Y, al mismo tiempo, por los alcances y las relaciones de lo que. en estas líneas, tratará de aludirse, también, en una evidencia.


Aunque, es bien sabido que Paul Valéry (1871-1945), sin duda, uno de los poetas y de los intelectuales más significativos del siglo veinte, admirador y discípulo de Stéphane Mallarmé, fue, también, uno de los más límpidos y rigurosos teóricos de los problemas de la palabra y del lenguaje, no dejará, acaso, de sorprender en quien fue considerado (no pocas veces peyorativamente) algo así como el pontífice de la poesía pura, leer allí párrafos como éstos: “Acabo de pronunciar las palabras valor y producción. Me detengo en ellas un momento… (…) Por eso destaco ese préstamo de algunas palabras de la Economía; me será quizá cómodo reunir bajo los solos nombres de producción y de productor, las diversas actividades y los diversos personajes de los cuales tendremos que ocuparnos, si queremos tratar de lo que tienen en común, sin distinguir entre sus diferentes especies. No será menos cómodo, antes de especificar que se habla de lector o de oyente o de espectador, confundir todos esos supuestos de obras de todos los géneros, bajo el nombre económico de consumidor… (…) Sin insistir en mi comparación económica, está claro que la idea de trabajo, las ideas de creación y acumulación de riqueza, de oferta y de demanda, se presentan muy naturalmente en el dominio que nos interesa”.


Muchos de sus protagonistas no lo recordarán. O preferirán no recordarlo. Pero, una de las consecuencias más deletéreas de la Guerra Fría, en los medios intelectuales, la constituyó, probablemente, el obcecado maniqueísmo, la pérdida de los imprescindibles matices, aquella “vil guerra / del descrédito, de la malicia, de la / ceguera de célula / o sacristía” a la que supo aludir, tan cabalmente, Pier Paolo Pasolini. En ese contexto, me resulta ampliamente gratificador que haya sido precisamente Jean-Paul Sartre, uno de los pioneros de la literatura comprometida, quien, a la afirmación, entre injuriosa y despectiva, de que “Paul Valéry es un pequeño burgués”, supo responder –no sin lucidez, inclusive, ideológica– “Sí, pero no todos los pequeños burgueses son Valéry”.


Si aquel ambiente, más de prejuicio que de confusión, hubiera permitido pensar, no sólo con libertad, sino, especialmente, con justicia o, simplemente, razonar, hubiera sido, quizá, posible asumir que mal podía tildarse apenas de idealista, desentendido o conformista a quien había sido capaz de afirmar, por ejemplo, que “Bajo este nombre de espíritu no entiendo en modo alguno una entidad metafísica; entiendo aquí, muy simplemente, una potencia de transformación…”. Para añadir, poco más adelante, “En particular, el espíritu crea el orden y crea el desorden, porque su cometido es provocar el cambio”.


Y es precisamente en este contexto histórico que, hoy, nos abruma, bajo el feroz totalitarismo de mercado y el desolado imperio globalizador de la bien bautizada (por Guy Débord) sociedad del espectáculo, que sólo nos imagina como consumidores acríticos, cuando, quizá, estamos en condiciones de poder comenzar a evaluar con otra perspectiva, más fecunda, aquel visionario diagnóstico que Valéry supo efectuar, hace ya más de ocho décadas, ¡en 1932!: “Se han creado símbolos, existen máquinas que dispensan de la atención, que dispensan del trabajo paciente y difícil del espíritu; cuanto más avancemos, tanto más se multiplicarán los métodos de simbolización y de grafía rápida. Estos métodos tienden a suprimir el esfuerzo de razonar.”


Y, también, con no menos apabullante premonición: “En fin, de todas maneras, estamos circunscritos, dominados por una reglamentación, oculta o sensible, que se extiende a todo, y estamos despavoridos por esa incoherencia de excitaciones que nos obsesiona y de la cual acabamos por tener necesidad… (…) ¿No son, ésas, condiciones detestables para la producción ulterior de obras comparables a las que la humanidad realizó en los siglos precedentes? Hemos perdido el ocio para madurar, y si nosotros, los artistas, nos observamos íntimamente, no encontramos ya esta otra virtud de los antiguos creadores de belleza: el propósito de durar.”


No se trata, pues, a mi modesto entender, de cambiar, simplemente, el signo del malentendido y convertirnos, ahora, en adoradores incondicionales de lo que antes pudo llegar a parecernos dudoso o descartable. El pensamiento de Paul Valéry es una auténtica potencia de transformación, trata de ceñirse a la razón y de dirigirse a la razón, y sería, entonces, absurdo considerarlo a priori como dogma, favorable o enemigo. Es en nuestro propio provecho, como intelectuales y como hombres, y, aunque no coincidamos en algo o aún totalmente con él, que nos conviene reiniciar, retomar o continuar un diálogo abierto y creador con un pensamiento de ese nivel, que no se propone congelarse en una u otra dirección, sino, por el contrario, nada menos que provocar el cambio. Sospecho y no sin buenos motivos, que la lectura de su Introducción a la Poética (Alción, 2011) constituye una buena oportunidad de volver a dar el primer paso.


Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista