Palabra de Rodolfo Alonso
por Pablo Montanaro
(Desde Neuquén especial para Fijando Vértigos)
Conocí a Rodolfo Alonso en julio de 1990, precisamente un viernes 13 (la fecha aparece escrita en la dedicatoria que me hizo de su libro Señora Vida). Este primer encuentro sucedió en una oficina de que el poeta ocupaba en la sede del Centro Gallego, en la ciudad de Buenos Aires. Hasta allí había llegado yo con la intención de conversar con él –mejor dicho escucharlo- acerca de la poesía. Fueron pocos minutos, los necesarios para saber de la pasión por el arte que emergía en cada una de las ideas y reflexiones de Alonso.
A ese inicial y breve encuentro, le sucedieron otros, muchos de ellos reflejados en reportajes publicados en revistas culturales. A pedido de Fijando Vértigos he seleccionado algunos pasajes de esas conversaciones, que tienen la característica de ser una fuente de luz para los lectores de la obra de Rodolfo Alonso, o bien para aquellos que se asomen a ella por primera vez.
EL CAMINO DE LA POESIA
¿Recuerda cuándo y de qué manera se acercó a la poesía?
No hay una fecha precisa, por supuesto. Y a lo mejor todavía continúo acercándome a ella, sin lograr alcanzarla. Estas cosas no se piensan de antemano, se reflexionan después. Porque el primer asombrado fui yo mismo: a eso de los catorce o quince años, sin antecedente alguno que lo justificara, me descubro escribiendo, un día de lluvia, tres líneas ya concisas, concentradas. Y no demasiado tiempo después, como en un sueño, precisamente la noche antes de cumplir diecisiete años, me convierto en el más joven de “Poesía Buenos Aires”. Y allí continúan los asombros: a partir de 1952, y más o menos hasta 1957 o 1958, escribo unos poemas (o más bien unos poemas me escriben), que no menos asombrosamente se convierten en mis primeros libros, y que aún continúan deslumbrándome. Acaso porque todavía me recuerdan (o en gran medida continúo siendo como entonces), aquellos ansiosos, maravillosos años de la última infancia y la primera juventud, en que la poesía se apoderó de mí.
¿Cuáles fueron sus lecturas iniciales y de qué autores se sentía más cerca cuando ingresó a “Poesía Buenos Aires”?
Son días tan vertiginosos, todavía, que todo se me encima. ¿Estos recuerdos son de antes o después de haber tomado contacto con “Poesía Buenos Aires”? En el anaquel de un compañero español, exiliado republicano, descubro la Antología de César Vallejo, de Xavier Abril. Que fue una experiencia reveladora, deslumbrante. De pronto sentí que la poesía era una intensa, humanísima experiencia de vida y de lenguaje. Y, casi simultáneamente, en librerías de viejo, descubro también a Roberto Arlt, por entonces prácticamente desconocido. Fue otra fulminante revelación. Con los años, preguntándome a mí mismo cómo se había desencadenado todo esto, he llegado a algunas intuiciones, a algunas aproximaciones. Hijo mayor de inmigrantes gallegos, el primero nacido en Buenos Aires, mi infancia fue bilingüe. ¿Nace de allí el don de lenguas que me convirtió no sólo en poeta sino también en traductor? Buenos Aires era en aquel momento una auténtica Babel, donde se hablaban todas las lenguas del mundo. Pero también está el descubrimiento que tuve que hacer, solo, de la gran ciudad. Al mismo tiempo que mi infancia se entibiaba con los recuerdos, y las canciones, y los mitos, de la infancia campesina de mis padres. ¿Nace de allí esa presencia tan viva en mí de la naturaleza, de los verdes vegetales matizados por la lluvia?
LA POESIA: EXPERIENCIA DE VIDA Y LENGUAJE
Alguna vez dijo que toda verdadera experiencia poética es una experiencia de vida y lenguaje.
Las palabras son maravillosas, pero incompletas. O aproximativas, como también se me ocurrió decir, en el doble sentido que permiten intentar comunicarnos pero que nunca acaban por hacerlo del todo. Pedro Abelardo, el gran humanista medieval, al intentar defenderse de la Inquisición que terminó condenándolo, recuerda ya un proverbio muy significativo: “Nada hay tan bien dicho que no pueda ser mal interpretado.” De allí a Wittgenstein o a Steiner, por ejemplo, e incluso a Chomsky, la línea de los grandes preocupados por el lenguaje es tan profusa como intensa. Yo mismo, sin armas para ello, pero como dije casi obligado a reflexionar sobre el milagro de haberme descubierto escribiendo poesía, me topé con algunas intuiciones. Por un lado no “usamos” el lenguaje, somos lenguaje. Pero también hay un abismo en el lenguaje. Yo intuyo que, lo que seguimos llamando poesía, no se reduce simplemente a un género literario, sino que tiene que ver con una actitud original, espontánea, creadora, de los primeros hombres, del hombre original. Si hay una carencia en cuanto a la precisión comunicativa del lenguaje humano, lo que llamamos poesía es entonces, acaso, una forma de convertir a esa carencia en cantera. Comunicarnos más a fondo, ser más hombre, más mundo, vivir el lenguaje como experiencia.
Entonces, ¿qué es la poesía para Rodolfo Alonso?
No lo sé. O, mejor, no quisiera saberlo. Nunca supe definirla con palabras, volverla concepto. Me parecería un sacrilegio, y una tontería. La poesía es una experiencia, una praxis, no una idea platónica. Al mismo tiempo, y no sin ruborizarme, siempre tengo presente que Dante Alighieri aludió a ella, en su Divina Comedia, como “la gloria de la lengua”.
¿La poesía está en crisis o lo que está en conflicto es el lenguaje?
Nunca hubo una gran poesía, por culterana, refinada e incluso cortesana que fuera que no estuviese, de algún modo, por oscuros meandros, íntimamente ligada con una lengua viva hablada por una comunidad. Mucho me temo que la evidente crisis, no sólo de circulación sino también de producción, de exigencia, de creación, que hoy parece estar viviendo, no sólo entre nosotros, lo que seguimos llamando poesía, no es simplemente el problema de un género literario sino, mucho peor, acaso consecuencia de la dolorosa, grave pérdida de espontaneidad creadora de lenguaje sufrida por los hombres, sometidos a esa avasalladora marea de mediocridad y masificación producida por la civilización del show, por esta sociedad del espectáculo, como bien la definió hace ya tiempo Guy Débord. Y recordemos, nuevamente, que no usamos el lenguaje, somos lenguaje. Si la crisis de la poesía, como temo, es el síntoma de que algo muy grave está afectando la productividad de lenguaje de la humanidad, no se trata de un utensilio, de un instrumento que podemos sustituir por otro. Cuanto menos lenguaje somos, somos menos mundo, menos hombre. La mala poesía no resultaría, entonces, tan sólo un problema estético.
UNA OBRA PARA DESCUBRIR EL MUNDO
Podríamos definir su obra diciendo que se trata de una mirada que abarca todo lo real para dialogar, cuestionar, revelar y descubrir el mundo. Michel Butor expresó que el poeta es quien da cuenta de las cosas humanas que están en peligro.
Sí, Butor lo dijo muy claramente, a mediados de los sesenta: “El poeta es aquel que tiene conciencia de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro.” Al leerlo, me sentí tan iluminado, que puse a esas palabras como cita en mi libro Música concreta (Plus Ultra, 1994). No sé si eso se ajusta a mi obra o no, ni siquiera sé bien si lo que he hecho, o me ha ocurrido, es una “obra”. No soy yo quien debe opinar sobre eso. Sólo puedo decir que me sentiría orgulloso, sí, de haberme mantenido en esa dirección, de haber contribuido en algo a esa inmensa tarea. No mucho más se puede, se debe pedir.
¿Qué lugar ocupa la historia en su obra?
Todavía no consigo diferenciar entre historia personal, con minúscula, e Historia grande, con mayúscula. Ambas historias se entrelazan, para mí, y siempre me pareció que un poema, de amor o de misterio, de encantamiento o de arrobo, se da ineludiblemente en un contexto, que es irremediablemente histórico, personal y colectivo.. No es sólo como si fuera un telón de fondo, es una interrelación, algo que nos habla y se habla. Hay momentos en que la Historia también puede ser, es de hecho una metáfora. Y por lo tanto puede resultar a la vez deslumbrante y ambigua. Un poeta muy exigente, Alejandro Nicotra, me lo hizo ver, casi el primero, en correspondencia privada: “Incide en su poesía –me escribió en 1988--, como una luz negra, todo el dolor de nuestra época. Esa conjunción de la historia, la desgracia, y del momento ‘intemporal’ -valga la paradoja-, edénico, es uno de los caracteres que más seducen en su obra.” Y seis años después, en 1994, reiteraba: “...en su poesía he sentido siempre -mejor dicho, en gran parte de su poesía- una preciosa conjunción estética de historia y eternidad. Quiero expresarle, que su aprehensión del esplendor sagrado, de lo inefable de la vida, está muchas veces aunada a la sugerencia de la circunstancia histórica." Me ha hecho pensar mucho. Es como si él pudiera expresar algo que yo solamente vivía. ¿Servirá de algo recordar que mi infancia se acunó con los relatos heroicos de la guerra civil española, la ejemplar resistencia antifascista del pueblo republicano, esos milicianos que -como para otros los griegos-constituyen acaso mi auténtica mitología? ¿O recordar que mi niñez coincide con la lucha mundial contra el nazismo y concluye, de algún modo, cuando en el cine Novedades, de la calle Florida, donde intercalaban documentales con dibujos animados, mis ojos de niño de nueve o diez años ven, en poco tiempo sucesivo, las primeras imágenes, apocalípticas, de los campos de concentración liberados por los aliados o el hongo leproso de Hiroshima? Ese es el telón de fondo de mis primeros poemas. Y tal vez sigue siéndolo.
Tomando su cita de César Vallejo, “¿y si después de tantas palabras no sobrevive la palabra?”, ¿qué?
Con esas líneas, indelebles, terminé mi ponencia ante las Bienales Internacionales de Poesía, en Lieja, en 1992. Yo creo que es suficiente con plantearse la pregunta. Y planteársela no en un sentido literal, sino poético, es decir metafórico, que es después de todo la forma en que ejercemos el lenguaje los humanos. ¿O acaso alguien habla en estado de diccionario? Esa línea de nuestro padre Vallejo, el indeleble, tiene ya muchas décadas. ¿Qué hacer al respecto? Mantengamos abierta la cuestión. Nada menos.
¿Qué frase elegiría para resumir su obra poética.?
¿Qué tal la misma que, hace ya ciertos años, medio en broma y medio en serio, imaginé en un poema como mi epitafio? “No he terminado en mí.”
*
En una de las charlas mantenidas con Alonso, hizo mención a la Primera Reunión de Arte Contemporáneo, organizada por la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe, en 1957, en la que Raúl Gustavo Aguirre terminó su conferencia citando un poema de Saint-John Perse: “Extranjero, sobre todas las playas de este mundo, sin audiencia ni testigo, lleva a la oreja del Poniente un caracol sin memoria:// Huésped precario en el umbral de nuestras ciudades, tú no franquearás la puerta de los Lloyds, donde tu palabra no tiene curso ni tu oro valor...// ‘Yo habitaré mi nombre’, fue tu respuesta a los cuestionarios del puerto. Y sobre la mesa del cambista, sólo produces asombro.// Como esas grandes monedas de hierro exhumadas por el rayo”.
“Actualmente esta cita de Saint-John Perse –acotó Alonso- es más útil que nunca. Además de su belleza estética, el poema es una clara crítica al totalitarismo del mercado. Saint-John Perse imaginaba que el hombre tenía dos lámparas de ciego: una era la poesía y la otra la ciencia, que no tiene que ver con la tecnología dominante que hoy tenemos; es la ciencia, imaginaba él, relacionada con el viejo humanismo”.
JUANELE: LA POESIA ENCARNADA
En aquellos años de “Poesía Buenos Aires”, frecuentaba a Juan L. Ortiz, ¿qué le generaba la actitud de este poeta frente a la poesía?
Ese fue otro de los “regalos” de aquella relación. La amistad con Paco Urondo me trae los viajes a Santa Fe, la nueva amistad con Hugo Gola y un Juan José Saer casi niño pero, sobre todo, los cruces en lanchón a Paraná, sobre el lomo reluciente del gran río, y el contacto con Juan L. Ortiz, que en aquel entonces era prácticamente un desconocido. Él fue para mí, ante todo, la evidencia viva de lo que habíamos estado intuyendo: la poesía como una manera de vivir, encarnada, apartada de los relumbrones de la vida literaria, sin otra pretensión, sin otra devoción que ser fiel a una exigencia raigal, a una “sabiduría de intemperie”. Y no por imposición, incluso moral, sino por propia deriva de su ser más legítimo. Siempre recordaré, entre tantas otras cosas, una de las reveladoras intuiciones que Ortiz me transmitió, prácticamente la primera vez que nos vimos: “El poeta, cuando habla de una cosa, es la cosa.” Evidencia de fondo, entonces, no descripción apenas.
Para todos nosotros Juanele, a quien visitábamos frecuentemente en su casa a orillas del río Paraná, era la poesía encarnada, por su manera de vivir. Consideraba que la poesía tenía que estar fuera de todo eso que se llama “vida literaria”.
EL ARTE DE CALLAR
¿De dónde proviene el título de su libro, “El arte de callar”?
Literalmente, lo descubrí mencionado en un artículo de Claudio Magris en un diario italiano. (Después de haber publicado mi libro, supe que es el título de una obra del abate Dinouart, un francés del siglo XVIII.) Me sentí tan profundamente llamado que lo sustituí al título anterior, que era Canto hondo. Ahora, si me preguntan exactamente a qué creo aludir con eso, no podría explicitarlo con precisión. Creo que en realidad es el tema alrededor del cual hemos estado girando. En este caso, también con la ineludible presencia del silencio, que valoriza con su halo a la palabra. Ese silencio que hoy, en esta sociedad del ruido ensordecedor, se ha vuelto casi subversivo. Sin silencio no se puede pensar, no se puede meditar, no se puede oír lo más profundo de uno mismo, lo que es a la vez individuo y especie. Y no se pueden oír tampoco las voces, la voz de la Naturaleza, de nuestra naturaleza. Sin silencio, intuyo, es imposible que pueda haber gran poesía.
El título encierra una contradicción, sobre todo que su poesía se ha tornado cada vez más explícita.
De eso se trata, tal vez. Precisamente de conmover, incluso de inquietar. Ni lo que parece explícito es solamente explícito, ni las palabras dejan de surgir en un contexto, que no es sólo histórico, sino también verbal, lingüístico. Y, recordemos, que la palabra humana es ineludiblemente ambigua, polisémica. Esos poemas, ese libro, ese título, me hablan, me siguen hablando, incluso a mí. Y todavía no agotan su valor de cambio, como dijo de la prosa el gran Valéry. Lo que parece explícito puede surgir de una irresistible potencia del lenguaje, y no de meros razonamientos.
“POESIA BUENOS AIRES”: FRATERNIDAD Y EXIGENCIA
Rodolfo Alonso participó de la revista “Poesía Buenos Aires”, aparecida entre 1950 y 1960 (treinta números), que se constituyó en uno de los hechos más singulares de la historia de la poesía argentina de la segunda mitad del siglo XX en lo que respecta a publicaciones literarias. Dirigida por Raúl Gustavo Aguirre, esta revista nucleó también, junto al muy joven Alonso, a poetas como Mario Trejo, Edgar Bayley, Francisco Urondo, Francisco Madariaga, Jorge Carrol, Osmar Bondoni, Nicolás Espiro, entre otros.
“Estas situaciones en que nos sigue colocando la poesía... Produce una sensación de vértigo pensar que se cumplen cincuenta años del número inaugural de una revista que nunca se propuso tener semejante influencia”, es lo primero que dice Rodolfo Alonso al cumplirse medio siglo de la aparición del primer número de la revista “Poesía Buenos Aires”, allá por la primavera de 1950.
En 1951 Alonso tenía 16 años, era alumno del Colegio Nacional de Buenos Aires y un entusiasta lector de la poesía de Pablo Neruda, César Vallejo y Federico García Lorca y ya había empezado a despuntar el vicio de escribir poemas.
Una tarde de primavera ingresa a la librería Viau, en la calle Florida, con la intención de espiar algunos libros pero le llama la atención la tapa del número cinco de “Poesía Buenos Aires”. “Fue un amor a primera vista, me sentí identificado con el espíritu de la revista”, recuerda. Venciendo su timidez, les envía una carta cuya respuesta no se hace esperar. Lo citan en el Palacio do Café, ubicado en la avenida Corrientes al 700, justo al lado de la casa de Raúl Gustavo Aguirre, su director.
El frío de la noche del 3 de octubre de 1951, justo un día antes de su cumpleaños diecisiete, no amedrentó al joven poeta para llegarse hasta el mencionado café y conocer a los que hacían esa revista que tanto le había impactado. Allí estaban, alrededor de Aguirre, Nicolás Espiro, Daniel Saidón y Wolf Roitman.
Alonso disfrazó su timidez contando que pertenecía a un grupo de muchachos amantes de la poesía, que en realidad no existían, y cuando le preguntaron si había traído sus poemas sacó del bolsillo del sobretodo un enorme rollo que desplegó sobre la mesa.
En ese momento Alonso comenzó a sentir una sensación muy particular: “al mismo tiempo que me aceptaban con total libertad y sin preguntarme nada, sentía una enorme exigencia”. De esa noche recuerda precisamente el preciso comentario que le hiciera Nicolás Espiro sobre sus poemas. “Me dijo con mucha claridad que en mis poemas había algunas palabras que estaban muy manoseadas, que ya poseían una historia y que no se podían usar sin tomar conciencia”. “Al mismo tiempo que nos tratábamos como iguales –agrega-, lo hacíamos con mucha exigencia. Algo que se podría definir como una exigencia fraternal”.
¿Qué le aportó “Poesía Buenos Aires” en lo estético y en lo vivencial?
Fraternidad y exigencia. Uno podía ser admitido con los brazos abiertos, pero la poesía era una cosa seria. Y el contacto directo, vivísimo, casi cotidiano, con gente por lo general entregada a la poesía “como una manera de vivir” (Tristan Tzara), sin solemnidad alguna, sin grandilocuencia, con un indomable sentido del humor, pero también con una necesidad de la excelencia más auténtica. A través de ellos, junto con ellos, entro de lleno en la gran poesía del mundo. Pero a la cual íbamos descubriendo todos juntos. Como experiencia, insisto. Si ellos me mostraron las grandes vanguardias, los grandes franceses, yo pude acercarles a Macedonio Fernández (descubierto también en librerías de viejo, otro desconocido para la época), y a los grandes modernistas brasileños.
¿Podríamos afirmar que “Poesía Buenos Aires” nucleó a la vanguardia de los ’50 y por eso se la suele ubicar como “movimiento”?
Creo que deberíamos situar a “Poesía Buenos Aires” dentro de un contexto histórico y social en relación a la década en que se editó. La década del ’50 es muy significativa en la vida social y política del país, partida al medio por la Revolución Libertadora, cuya primera mitad presenta el apogeo del gobierno peronista y su posterior decadencia. Después de 1955 se inicia un gran cambio cultural con la puesta en marcha de la Reforma Universitaria y aparece la figura de José Luis Romero. En 1958 se postula Arturo Frondizi para la presidencia del país, contando con el apoyo de la mayoría de la intelectualidad argentina. Frondizi aparecía como un hombre de izquierda y con una posición antimperialista muy firme. Ahora conocemos la historia de Frondizi... La década concluye con la Revolución Cubana en 1959.
En cuanto al contexto estético... La primera gran vanguardia argentina es el martinfierrismo, a mediados de los años ’20, con Oliverio Girondo, Xul Solar, Macedonio Fernández, Jacobo Fijman, a quienes considero sus figuras más importantes. La segunda vanguardia comienza a mediados de los años ’40 y se manifiesta en las artes plásticas a través de los pintores concretos y en la poesía con el movimiento invencionista, el primero encabezado por ese gran intelectual que es el entonces artista plástico Tomás Maldonado, y el segundo por su hermano, el poeta Edgar Bayley, un teórico de primera. De este movimiento invencionista proviene el linaje de “Poesía Buenos Aires”, que arranca desde posiciones de extrema vanguardia.
El contexto cultural que había en esos años no es el que existe en la actualidad. Existía la gran Guerra Fría, no sólo en lo político sino también a nivel ideológico y cultural; con tendencias y movimientos apasionados y comprometidos con lineas estéticas, sociales, culturales y políticas. A esto se le sumaba un oficialismo del gobierno, y un oficialismo del poder intelectual ligado a ciertos sectores.
Creo que durante la década del ‘50 se manifiestan dos movimientos de vanguardia en poesía: por un lado, “Poesía Buenos Aires” que aunque viene del invencionismo se va alejando a lo largo de su proceso de todo dogmatismo, sin perder las exigencias y, por otro, el movimiento surrealista encabezado por Aldo Pellegrini.
La revista se convirtió en un espacio de reflexión acerca del quehacer poético a través de la publicación de ensayos y fundamentaciones teóricas.
Exactamente. Se le dio muchísima importancia a lo teórico porque los grandes movimientos de vanguardia siempre han contado con manifiestos y teorizaciones. Había una tradición, no de manifiestos sino del análisis, y esto se lo retoma aún sabiendo que nunca se puede llegar a definir totalmente la poesía. Edgar Bayley sostenía (con razón) que no se puede llegar a la poesía exclusivamente por vía de análisis.
¿Una anécdota que recuerde muy especialmente?
Hay tantas... Las dos funciones que hicimos en 1952 de una obra de teatro de Edgar Bayley llamada “Burla de primavera”, que dirigía Paco Urondo. Algunos de nosotros éramos los actores. A mí me tocó hacer de Capitán Tancredo. También recuerdo que Rubén Vela le estaba sirviendo vino a Oliverio Girondo y le pregunta: “¿Toma, Oliverio?, “Sí mi amigo y a veces demasiado”, le respondió.
¿Qué le dejo a usted como persona y como poeta haber sido partícipe del grupo “Poesía Buenos Aires”?
Yo no sería el que soy si no hubiera conocido a este grupo. Esa experiencia estuvo tan ligada a m adolescencia en lo más profundo, en lo afectivo y en lo intelectual, que es casi inimaginable desprenderse. No sólo me hizo la participación en la revista sino también esa convivencia en un clima de fraternidad, alto sentido del humor y de la autocrítica. Me permitió saber que lo estético está unido a lo ético y que la poesía es “una manera de vivir”, como bien dijo Tristan Tzara. Entendí que a la poesía no se la proclama sino que se la practica; y que no es una entelequia sino una experiencia. Espero que sigamos siendo los mismos, y que todavía no seamos historia.
ALONSO TRADUCTOR
La experiencia con el lenguaje es justamente la tarea del traductor.
En mi caso particular, es casi simultánea. No mucho después de descubrirme, yo mismo sorprendido, con un don de lengua para la poesía, me descubrí también, ya curado de asombro, con un don de lenguas para la traducción. Si al portugués accedo probablemente desde el gallego de mi infancia, que son en sus comienzos la misma lengua, y al francés por un excelente profesor del Colegio Nacional de Buenos Aires, mi italiano, que nunca estudié y desdichadamente no cuento en mi linaje, sólo puede deberse, intuyo, al aire mismo de la Buenos Aires de mi infancia y de mi adolescencia. Tuve además la suerte de tener inimaginables comienzos. Con Hugo Gola, en Santa Fe, seleccionamos y traducimos ya los ensayos de Cesare Pavese: El oficio de poeta (Nueva Visión, 1957), de quien en 1961 la editorial Lautaro me encomienda sus poemas completos. Y ese mismo año aparece mi primera traducción de los cuatro heterónimos de Fernando Pessoa en castellano: Poemas (Fabril Editora, 1961), que era también la primera en América Latina y que Aldo Pellegrini me hizo el honor de pedirme para su memorable colección Los Poetas. En la cual al año siguiente incluye también mi versión de Poemas escogidos, de Giuseppe Ungaretti (Fabril Editora, 1962), que precisamente, como ya hizo magníficamente con la de Pessoa, está por reeditar Mario Pellegrini, su hijo, en la editorial Argonauta.
Sigue sosteniendo que la traducción es como una utopía irrealizable; entonces ¿por qué seguir traduciendo?
Eso tiene que ver con aquella ambigüedad, con aquella polisemia casi congénita del lenguaje humano, y de la cual la poesía es a la vez víctima y esplendor. Ya en el sintomático capítulo sexto del Quijote, el gran Cervantes afirma lúcidamente que “lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su propio nacimiento.” La gran poesía, un poema realmente logrado, para serlo se han constituido en un ser vivo, autónomo, de lenguaje. Intentar darle vida en otra lengua, es una auténtica utopía, de por sí inalcanzable totalmente. Pero, al mismo tiempo, está en nosotros esa necesidad, esa sed de intentarlo. No es más que otra de las enseñanzas de Sísifo, siempre humano, demasiado humano.
20.10.09
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