RODOLFO ALONSO: “SIN SILENCIO, ACASO ES IMPOSIBLE QUE PUEDA HABER GRAN POESÍA”
Entrevista de Pablo Montanaro
Primavera de 1951. Un joven de dieciseis años, llamado Rodolfo Alonso, estudia en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Ya conoce a Pablo Neruda y Federico García Lorca, pero admira sobre todo a César Vallejo. Una tarde, en la librería “Viau”, de la calle Florida, descubre de pronto un ejemplar de la revista Poesía Buenos Aires, que dirige Raúl Gustavo Aguirre, con la que de inmediato se siente “identificado con su espíritu”. Venciendo su propia timidez le escribe una carta a Aguirre, quien le contesta rápidamente, citándolo en el “Palacio do Café”, sobre la avenida Corrientes al 700. Allí se reúnen los hacedores de la mencionada publicación, Nicolás Espiro, Edgar Bayley, Jorge Móbili, Francisco Urondo, entre otros. Una fría noche del mes de octubre, el joven admirador de Vallejo se encuentra con ellos. Lleva en un bolsillo de su sobretodo un rollo de poemas que, cuando se lo piden, despliega sobre la mesa.
A partir de este encuentro, Rodolfo Alonso desarrollará una intensa actividad creadora que refleja en múltiples libros de poemas, ensayo y traducciones. Es autor, entre otros, de los libros de poesía Salud o nada (1954), Buenos vientos (1956), Gran Bebé (1960), Hablar claro (1964), Relaciones (1968), Hago el amor (con prólogo de Carlos Drummond de Andrade, 1969), Señora Vida (1979), Sol o sombra (1981), Alrededores (1983), Jazmín del país (1988) y Música concreta (1994).
En el año 2003, “en medio del comprensible silencio universal”, aparecieron sus libros de poesía El arte de callar, publicado por la editorial cordobesa Alción, Antologia pessoal -bilingüe- (Thesaurus, Brasilia) y La otra vida, antología publicada en Bogotá, Colombia. Además sus versiones de Estrella de la vida entera, de Manuel Bandeira (Adriana Hidalgo); El banquero anarquista, de Fernando Pessoa (Emecé), y Poemas escogidos, de Giuseppe Ungaretti (Común Presencia, Bogotá).
A continuación, la conversación que mantuvimos con Rodolfo Alonso, a cincuenta años de la publicación de su primer libro.
¿Recuerda cuándo y de qué manera se acercó a la poesía?
No hay una fecha precisa, por supuesto. Y a lo mejor todavía continúo acercándome a ella, sin lograr alcanzarla. Estas cosas no se piensan de antemano, se reflexionan después. Porque el primer asombrado fui yo mismo: a eso de los catorce o quince años, sin antecedente alguno que lo justificara, me descubro escribiendo, un día de lluvia, tres líneas ya concisas, concentradas. Y no demasiado tiempo después, como en un sueño, precisamente la noche antes de cumplir diecisiete años, me convierto en el más joven de Poesía Buenos Aires. Y allí continúan los asombros: a partir de 1952, y más o menos hasta 1957 o 1958, escribo unos poemas (o más bien unos poemas me escriben), que no menos asombrosamente se convierten en mis primeros libros, y que aún continúan deslumbrándome. Acaso porque todavía me recuerdan (o en gran medida continúo siendo como entonces), aquellos ansiosos, maravillosos años de la última infancia y la primera juventud, en que la poesía se apoderó de mí.
¿Cuáles fueron sus lecturas iniciales y de qué autores se sentía más cerca cuando ingresó a Poesía Buenos Aires?
Son días tan vertiginosos, todavía, que todo se me encima. ¿Estos recuerdos son de antes o después de haber tomado contacto con Poesía Buenos Aires? En el anaquel de un compañero español, exiliado republicano, descubro la Antología de César Vallejo, de Xavier Abril. Que fue una experiencia reveladora, deslumbrante. De pronto sentí que la poesía era una intensa, humanísima experiencia de vida y de lenguaje. Y, casi simultáneamente, en librerías de viejo, descubro también a Roberto Arlt, por entonces prácticamente desconocido. Fue otra fulminante revelación. Con los años, preguntándome a mí mismo cómo se había desencadenado todo esto, he llegado a algunas intuiciones, a algunas aproximaciones. Hijo mayor de inmigrantes gallegos, el primero nacido en Buenos Aires, mi infancia fue bilingüe. ¿Nace de allí el don de lenguas que me convirtió no sólo en poeta sino también en traductor? Buenos Aires era en aquel momento una auténtica Babel, donde se hablaban todas las lenguas del mundo. Pero también está el descubrimiento que tuve que hacer, solo, de la gran ciudad. Al mismo tiempo que mi infancia se entibiaba con los recuerdos, y las canciones, y los mitos, de la infancia campesina de mis padres. ¿Nace de allí esa presencia tan viva en mí de la naturaleza, de los verdes vegetales matizados por la lluvia?
¿Qué le aportó Poesía Buenos Aires en lo estético y en lo vivencial?
Fraternidad y exigencia. Uno podía ser admitido con los brazos abiertos, pero la poesía era una cosa seria. Y el contacto directo, vivísimo, casi cotidiano, con gente por lo general entregada a la poesía “como una manera de vivir” (Tristan Tzara), sin solemnidad alguna, sin grandilocuencia, con un indomable sentido del humor, pero también con una necesidad de la excelencia más auténtica. A través de ellos, junto con ellos, entro de lleno en la gran poesía del mundo. Pero a la cual íbamos descubriendo todos juntos. Como experiencia, insisto. Si ellos me mostraron las grandes vanguardias, los grandes franceses, yo pude acercarles a Macedonio Fernández (descubierto también en librerías de viejo, otro desconocido para la época), y a los grandes modernistas brasileños.
Poesía Buenos Aires, ¿ha marcado un antes y un después en la poesía argentina del siglo XX?
Mi pudor, nuestro desdén por la mal llamada “vida literaria”, incluso mi propio protagonismo, con ser el de un muchacho, me impiden todavía ver a Poesía Buenos Aires no sólo con objetividad, sino como objeto. Ellos, y especialmente Raúl Gustavo Aguirre, el auténtico responsable, se habían propuesto “no devenir institución”. No anquilosarse, no “triunfar”. No se colaboraba en suplementos, ni se participaba en premios o concursos, ni se editaba en sellos prestigiosos. Y no por obligación, por dogma, sino por empatía, por ósmosis. Aguirre mismo renunció a seguir escribiendo en Sur. Aunque originalmente de vanguardia, tampoco fuimos exactamente una escuela, ni siquiera una tendencia demasiado explícita. La ruptura con el entorno se produjo por propia decantación, en el contexto de una poesía argentina todavía asolada por el neoclasicismo y el neorromanticismo, o por una poesía que se proponía ser “popular” y que apenas alcanzaba a populista en el momento en que el tango llegaba a su clímax, y comenzaba a decaer desde un punto de vista creativo. Es evidente que la poesía argentina cambió a partir de entonces. Pero me parecen por lo menos exageradas algunas opiniones que le achacan, incluso, consecuencias de las recientes décadas. Los textos, el lenguaje mismo, se dan en un contexto, incluso histórico. En tiempos más auspiciosos, Pedro Henríquez Ureña, el gran humanista dominicano, dijo que “Cada generación debe traducir a su Homero.” Acaso no hicimos más que eso. Pero, también, nada menos que eso. El problema fue cómo lo vivió el contexto. Pero las consecuencias, y sobre todo las intenciones, me parecen saludables. La demanda de libertad formal heredada de las vanguardias no se proponía concluir en un nuevo formalismo. Todo lo contrario.
En aquellos años frecuentaba a Juan L. Ortiz, ¿qué le generaba la actitud de este poeta frente a la poesía?
Ese fue otro de los “regalos” de aquella relación. La amistad con Paco Urondo me trae los viajes a Santa Fe, la nueva amistad con Hugo Gola y un Juan José Saer casi niño pero, sobre todo, los cruces en lanchón a Paraná, sobre el lomo reluciente del gran río, y el contacto con Juan L. Ortiz, que en aquel entonces era prácticamente un desconocido. Él fue para mí, ante todo, la evidencia viva de lo que habíamos estado intuyendo: la poesía como una manera de vivir, encarnada, apartada de los relumbrones de la vida literaria, sin otra pretensión, sin otra devoción que ser fieles a una exigencia raigal, a una “sabiduría de intemperie”. Y no por imposición, incluso moral, sino por propia deriva de su ser más legítimo. Siempre recordaré, entre tantas otras cosas, una de las reveladoras intuiciones que Ortiz me transmitió, prácticamente la primera vez que nos vimos: “El poeta, cuando habla de una cosa, es la cosa.” Evidencia de fondo, entonces, no descripción apenas.
Alguna vez dijo que toda verdadera experiencia poética es una experiencia de vida y lenguaje.
Las palabras son maravillosas, pero incompletas. O aproximativas, como también se me ocurrió decir, en el doble sentido que permiten intentar comunicarnos pero que nunca acaban por hacerlo del todo. Pedro Abelardo, el gran humanista medieval, al intentar defenderse de la Inquisición que terminó condenándolo, recuerda ya un proverbio muy significativo: “Nada hay tan bien dicho que no pueda ser mal interpretado.” De allí a Wittgenstein o a Steiner, por ejemplo, e incluso a Chomsky, la línea de los grandes preocupados por el lenguaje es tan profusa como intensa. Yo mismo, sin armas para ello, pero como dije casi obligado a reflexionar sobre el milagro de haberme descubierto escribiendo poesía, me topé con algunas intuiciones. Por un lado no “usamos” el lenguaje, somos lenguaje. Pero también hay un abismo en el lenguaje. Yo intuyo que, lo que seguimos llamando poesía, no se reduce simplemente a un género literario, sino que tiene que ver con una actitud original, espontánea, creadora, de los primeros hombres, del hombre original. Si hay una carencia en cuanto a la precisión comunicativa del lenguaje humano, lo que llamamos poesía es entonces, acaso, una forma de convertir a esa carencia en cantera. Comunicarnos más a fondo, ser más hombre, más mundo, vivir el lenguaje como experiencia.
La experiencia con el lenguaje es justamente la tarea del traductor.
En mi caso particular, es casi simultánea. No mucho después de descubrirme, yo mismo sorprendido, como ya dije, con un don de lengua para la poesía, me descubrí también, ya curado de asombro, con un don de lenguas para la traducción. Si al portugués accedo probablemente desde el gallego de mi infancia, que son en sus comienzos la misma lengua, y al francés por un excelente profesor del Colegio Nacional de Buenos Aires, mi italiano, que nunca estudié y desdichadamente no cuento en mi linaje, sólo puede deberse, intuyo, al aire mismo de la Buenos Aires de mi infancia y de mi adolescencia. Tuve además la suerte de tener inimaginables comienzos. Con Hugo Gola, en Santa Fe, seleccionamos y traducimos ya los ensayos de Cesare Pavese: El oficio de poeta (Nueva Visión, 1957), de quien en 1961 la editorial Lautaro me encomienda sus poemas completos. Y ese mismo año aparece mi primera traducción de los cuatro heterónimos de Fernando Pessoa en castellano: Poemas (Fabril Editora, 1961), que era también la primera en América Latina y que Aldo Pellegrini me hizo el honor de pedirme para su memorable colección Los Poetas. En la cual al año siguiente incluye también mi versión de Poemas escogidos, de Giuseppe Ungaretti (Fabril Editora, 1962). Precisamente Mario Pellegrini, hijo de Aldo, está por darme la alegría de reeditar en la editorial Argonauta, ambas versiones: Pessoa y Ungaretti.
Sigue sosteniendo que la traducción es como una utopía irrealizable; entonces ¿por qué seguir traduciendo?
Eso tiene que ver con aquella ambigüedad, con aquella polisemia casi congénita del lenguaje humano, y de la cual la poesía es a la vez víctima y esplendor. Ya en el sintomático capítulo sexto del Quijote, el gran Cervantes afirma lúcidamente que “lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su propio nacimiento.” La gran poesía, un poema realmente logrado, se han constituido en un ser vivo, autónomo, de lenguaje. Intentar darle vida en otra lengua, es una auténtica utopía, de por sí inalcanzable totalmente. Pero, al mismo tiempo, está en nosotros esa necesidad, esa sed de intentarlo. No es más que otra de las enseñanzas de Sísifo, siempre humano, demasiado humano.
¿Qué es la poesía para Rodolfo Alonso?
No lo sé. O, mejor, no quisiera saberlo. Nunca supe definirla con palabras, volverla concepto. Me parecería un sacrilegio, y una tontería. La poesía es una experiencia, una praxis, no una idea platónica. Al mismo tiempo, y no sin ruborizarme, siempre tengo presente que Dante Alighieri aludió a ella, en su Divina Comedia, como “la gloria de la lengua”.
¿La poesía está en crisis o lo que está en conflicto es el lenguaje?
Nunca hubo una gran poesía, por culterana, refinada e incluso cortesana que fuera que no estuviese, de algún modo, por oscuros meandros, íntimamente ligada con una lengua viva hablada por una comunidad. Mucho me temo que la evidente crisis, no sólo de circulación sino también de producción, de exigencia, de creación, que hoy parece estar viviendo, no sólo entre nosotros, lo que seguimos llamando poesía, no es simplemente el problema de un género literario sino, mucho peor, acaso consecuencia de la dolorosa, grave pérdida de espontaneidad creadora de lenguaje sufrida por los hombres, sometidos a esa avasalladora marea de mediocridad y masificación producida por la civilización del show, por esta sociedad del espectáculo, como bien la definió hace ya tiempo Guy Débord. Y recordemos, nuevamente, que no usamos el lenguaje, somos lenguaje. Si la crisis de la poesía, como temo, es el síntoma de que algo muy grave está afectando la productividad de lenguaje de la humanidad, no se trata de un utensilio, de un instrumento que podemos sustituir por otro. Cuanto menos lenguaje somos, somos menos mundo, menos hombre. La mala poesía no resultaría, entonces, me temo, tan sólo un problema estético. Sino el síntoma de algo muchísimo más grave: la pérdida de espontánea capacidad creadora de lenguaje por parte de los hombres.
Podríamos definir su obra diciendo que se trata de una mirada que abarca todo lo real para dialogar, cuestionar, revelar y descubrir el mundo. Michel Butor expresó que el poeta es quien da cuenta de las cosas humanas que están en peligro.
Sí, Butor lo dijo muy claramente, a mediados de los sesenta: “El poeta es aquel que tiene conciencia de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro.” Al leerlo, me sentí tan iluminado, que puse a esas palabras como cita en mi libro Música concreta (Plus Ultra, 1994). No sé si eso se ajusta a mi obra o no, ni siquiera sé bien si lo que he hecho, o me ha ocurrido, es una “obra”. No soy yo quien debe opinar sobre eso. Sólo puedo decir que me sentiría orgulloso, sí, de haberme mantenido en esa dirección, de haber contribuido en algo a esa inmensa tarea. No mucho más se puede, se debe pedir.
¿De dónde proviene el título de su último libro, El arte de callar?
Literalmente, parece haber sido el título de una obra de un abate francés del siglo XVIII, que descubrí leyendo un artículo de Claudio Magris. Me sentí tan profundamente llamado que lo sustituí al título anterior, que era Canto hondo. Ahora, si me preguntan exactamente a qué creo aludir con eso, no podría explicitarlo con precisión. Creo que en realidad es el tema alrededor del cual hemos estado girando. En este caso, también con la ineludible presencia del silencio, que valoriza con su halo a la palabra. Ese silencio que hoy, en esta sociedad del ruido ensordecedor, se ha vuelto casi subversivo. Sin silencio no se puede pensar, no se puede meditar, no se puede oír lo más profundo de uno mismo, lo que es a la vez individuo y especie. Y no se pueden oír tampoco las voces, la voz de la Naturaleza, de nuestra naturaleza. Es más, me animaría a afirmar que sin silencio, intuyo, acaso es imposible que pueda haber gran poesía.
El título encierra una contradicción, sobre todo porque su poesía se ha tornado cada vez más explícita.
Yo vengo, como dije, en mis comienzos de una experiencia de vanguardia. Que, insisto, no se proponía, en absoluto, derivar en ningún dogma sino, por el contrario, evadirse de ellos, mantenerse disponible. El arte de callar reúne los poemas escritos en los últimos nueve años, y si hay algo que no demuestran es, evidentemente, uniformidad. No me disgusta haber sido fiel, en cada caso, a los desencadenantes del poema. Y mucho menos me disgusta, más bien todo lo contrario, no haberme sometido a la monodia de lo “poéticamente correcto”, que en la actualidad, como en mi adolescencia, pretende volver tabú a ciertos formas, a ciertos asuntos. Que antaño fueran unos y hoy sean otros, no hace al fondo de la cuestión. No me avergüenzo de sentirme conmovido, por ejemplo, ni tampoco –en caso de lograrlo-- de conmover.
De eso se trata, tal vez. Precisamente de conmover, incluso de inquietar. Ni lo que parece explícito es solamente explícito, ni las palabras dejan de surgir en un contexto, que no es sólo histórico, sino también verbal, lingüístico. Y, recordemos, que la palabra humana es ineludiblemente ambigua, polisémica. Esos poemas, ese libro, ese título, me hablan, me siguen hablando, incluso a mí. Y todavía no agotan su valor de cambio, como dijo de la prosa el gran Valéry. Lo que parece explícito puede surgir de una irresistible potencia del lenguaje, y no de meros razonamientos. Lo que no lo parece tanto, puede ser una luz que tantea sus límites, y que no teme a la sombra.
¡Un arte de callar, entonces? Sí, un arte de valorizar el silencio, de que el silencio valorice a las pocas, temblorosas palabras que se animen, que se expongan.
¿Qué lugar ocupa la historia en su obra?
Todavía no consigo diferenciar entre historia personal, con minúscula, e Historia grande, con mayúscula. Ambas historias se entrelazan, para mí, y siempre me pareció que un poema, de amor o de misterio, de encantamiento o de arrobo, se da ineludiblemente en un contexto, que es irremediablemente histórico, personal y colectivo.. No es sólo como si fuera un telón de fondo, es una interrelación, algo que nos habla y se habla. Hay momentos en que la Historia también puede ser, es de hecho una metáfora. Y por lo tanto puede resultar a la vez deslumbrante y ambigua. Un poeta muy exigente, Alejandro Nicotra, me lo hizo ver, casi el primero, en correspondencia privada: “Incide en su poesía –me escribió en 1988--, como una luz negra, todo el dolor de nuestra época. Esa conjunción de la historia, la desgracia, y del momento ‘intemporal’ -valga la paradoja-, edénico, es uno de los caracteres que más seducen en su obra.” Y seis años después, en 1994, reiteraba: “...en su poesía he sentido siempre --mejor dicho, en gran parte de su poesía-- una preciosa conjunción estética de historia y eternidad. Quiero expresarle, que su aprehensión del esplendor sagrado, de lo inefable de la vida, está muchas veces aunada a la sugerencia de la circunstancia histórica." Me ha hecho pensar mucho. Es como si él pudiera expresar algo que yo solamente vivía. ¿Servirá de algo recordar que mi infancia se acunó con los relatos heroicos de la guerra civil española, la legendaria resistencia antifascista del pueblo republicano, esos milicianos que --como para otros los griegos--constituyen acaso mi auténtica mitología? ¿O recordar que mi niñez coincide con la lucha mundial contra el nazismo y concluye, de algún modo, cuando en el cine Novedades, de la calle Florida, donde intercalaban documentales con dibujos animados, mis ojos de niño de nueve o diez años ven, en poco tiempo sucesivo, las primeras imágenes, apocalípticas, de los campos de concentración liberados por los aliados o el hongo leproso de Hiroshima? Ése es el telón de fondo de mis primeros poemas. Y tal vez sigue siéndolo.
Ha antologado, prologado y traducido varios libros de poetas y narradores brasileños; sin embargo, la literatura brasileña no es muy frecuentada por el lector argentino. ¿A qué se debe este desconocimiento?
Casi desde que comencé a traducir poesía, me dediqué a difundir a los grandes modernistas brasileños, comenzando por Carlos Drummond de Andrade y Murilo Mendes, con los cuales llegué a mantener incluso correspondencia. Siempre intuí que ese gran momento de las vanguardias latinoamericanas era sumamente significativo, precisamente por la relación de auténtica empatía que sentían con respecto a su propia cultura, a su música, a su paisaje, a su pueblo. Nada regionalista o descriptivo, todo lo contrario. Lenguaje encarnado. Que venía de un país que siempre me fascinó, y de una lengua que allá en sus orígenes era también la de mis ancestros. Haber coronado, tantos años después, esa devoción, esa tarea, traduciendo Estrella de la vida entera, de Manuel Bandeira (Adriana Hidalgo, 2003), como si se cerrara un círculo mágico, me parece un don de los dioses. Ahora bien, en mi modesta medida, también me reconforta haber contribuido a disminuir en algo la incomprensible balcanización, el absurdo desconocimiento entre nosotros, latinoamericanos. Algo que sin duda, más allá de la belleza que nos perdemos, no favorece a nuestros propios intereses colectivos.
¿Cómo definiría la poesía de Manuel Bandeira?
No soy bueno para eso. Como bien dijo el gran poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen, “Ocurre que no he logrado ponerme en trance de escritura.” Escribir no es algo fácil para mí, me cuesta muchísimo, y de manera especial en estas lides. Manuel Bandeira es uno de los grandes patriarcas de la poesía brasileña contemporánea, una figura clave del modernismo (su “San Juan Bautista” , como dijo Mário de Andrade), pero al mismo tiempo no participó en la legendaria, fundacional Semana de Arte Moderno que le dio nacimiento, llevada a cabo en São Paulo en febrero de 1922. Precisamente su traducción, que implica muchas más dificultades de las que puede imaginarse una visión simplista, roma de estos temas, me dio la prueba de que se trata de un escritor muy exigente, que para nada puede ser estimado simplemente en función del coloquialismo o del color local. Todo lo contrario. Con la espontánea vivacidad y colorido del habla del pueblo brasileño Bandeira ha sabido mantener (tal vez sin proponérselo, de manera espontánea, natural) una relación de fondo, profunda, en absoluto meramente superficial o de apariencia. Como después de todo, ha ocurrido con mucha de la mejor poesía universal: las divisiones entre lo popular y lo culto, cuando no son auténticas, suelen resultar más bien maniqueas, cuando no manipuladoras. Cómo se entendería, si no, que el mismo Manuel Bandeira a quien se intenta percibir apenas como populista o coloquial haya dedicado uno de sus primeros ensayos a Mallarmé, o haya podido ser tan agudo como para expresar que “El modernismo tuvo eso de catastrófico: trayendo a nuestra lengua el verso libre, dio a todo el mundo la ilusión de que una serie de líneas desiguales es poema.” Agregaría yo: ¿y por casa, cómo andamos?
¿En qué libros se encuentra trabajando?
Para este año 2004, entregué a Ediciones del Copista, de Córdoba, dos traducciones que me parecen muy significativas: Cartas sobre la Poesía, de Stéphane Mallarmé, una especial selección de un conjunto de textos clave parta la poesía moderna, y Diálogo del árbol, de Paul Valéry. Espero que Alción, también de Córdoba, publique mi nuevo de reflexiones sobre estos temas, la poesía, el lenguaje y esta globalización que nos aflige, titulado El pozo de Babel. Y que la Universidad de Carabobo, en Venezuela, me envíe los primeros ejemplares de mi antología Canto hondo, que tiene en prensa. Y corrijo para la editorial Argonauta, de Mario Pellegrini, A favor del viento, una milagrosa reedición de aquellos primeros seis libros míos, que reúne todos mis poemas escritos entre 1952 y 1956, cuando era el más joven de Poesía Buenos Aires.
¿Qué frase elegiría para resumir su obra poética.?
¿Qué tal la misma que, hace ya ciertos años, medio en broma y medio en serio, imaginé en un poema como mi epitafio? “No he terminado en mí.”
Tomando la cita de César Vallejo, “¿y si después de tantas palabras no sobrevive la palabra?”, ¿qué?
Con esas líneas, indelebles, terminé mi ponencia ante las Bienales Internacionales de Poesía, en Lieja, en 1992. Yo creo que es suficiente con plantearse la pregunta. Y planteársela no en un sentido literal, sino poético, es decir metafórico, que es después de todo la forma en que ejercemos el lenguaje los humanos. ¿O acaso alguien habla en estado de diccionario? Esa línea de nuestro padre Vallejo, el indeleble, tiene ya muchas décadas. ¿Qué hacer al respecto? Mantengamos abierta la cuestión. Nada menos.
Buenos Aires, verano de 2004
20.10.09
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