Poema en prosa de Rodolfo Alonso
UN HORIZONTE QUE RETROCEDE
El altísimo nuba se alzó, en toda
su extensión, tan elásticamente como si no hubiera separación, hiato alguno (y,
milagrosamente, no lo había) entre su cuerpo esbelto, torneado cuidadosamente
por la mismísima intemperie, y aquello que lo animaba. Los hombres de Kau –y
esa denominación, a la vez precisa y ambigua, incluía ineludible y naturalmente
a las mujeres--, vivían en su cuerpo como lo hacían en la naturaleza, sin
percibir distancia alguna con ella.
Sin embargo esa sutil inmersión no
era exactamente la misma de que gozaba, por ejemplo, el animal. Casi sin
distinción posible, pero con una distensión que implicaba alguna forma de
dominio, algún poder que no necesitaba ejercer el poder, los nuba eran hombres
con la misma naturalidad, desde la misma naturaleza con que eran animales los
animales que no conocían más que la libertad.
Por ello no podían imaginar
siquiera, de una manera digamos racional, que había habido quizás, y quizá
también mucho tiempo atrás, alguna leve modificación, algún pequeño sobresalto
en la cadena de todos los hombres del mundo que los había conducido
precisamente allí, a ser nubas en Kau. Y tampoco podían saber, porque de
saberlo hubieran sido otros, que Kau no era todo el ancho mundo y que no todos
los hombres habían mantenido esa, al parecer, armonía con el cosmos y con su
propio cuerpo.
Al mismo tiempo que se pintaba
cuidadosamente con ceniza, sin saber acaso que el hacerlo constituía una
religión, y que blandía sin aspavientos sus armas de siempre, pequeñas y
livianas pero tan eficaces, tal vez sin saber que eso constituía, asimismo, una
estrategia y por lo tanto un arte de la matanza, al mismo tiempo que adoptaba
muchas veces, en descanso, la pose que iba a adoptar alguna vez dentro de la
ventruda vasija funeraria en la que no pensaba nunca, pero también sin saber
que eso constituía, digamos, una civilización, el nuba no podía imaginar que
había habido alguien llamado César, Atila o Alejandro, ni tampoco, por supuesto,
Tersites o Espartaco y que, al igual que él, había respirado alguna vez en el
mismo planeta cierto nombrado Adolf Hitler.
La pureza era entonces saludable
porque no tenía constancia de ser una pureza y, por lo tanto, al no temer
ninguna Moby Dick podía permitirse no ser, aún, feroz. ¿No había entonces
ningún mal en el mundo que el nuba creaba al desplazarse armoniosamente junto a
sus compañeros, animales u hombres, en su tierra de Kau? ¿O el mal estaba
dentro, aletargado, esperando aparecer al soltarse de improviso como un muñeco
de resorte?
El nuba concluyó de levantarse,
tomó en la mano derecha su corto venablo de hoja ancha y aguzada, cargó sobre
sus hombros el peso imperceptible de arco y flechas, miró sin pestañear al
horizonte rojizo del alba que él no sabía africana y, sin darse cuenta tampoco,
quedó inmortalizado para esta y otras muchas preguntas en una foto de Leni
Riefenstahl, esa mujer que se negó a elegir entre Belleza y Mal, para dejarnos
–acaso-- las siniestras contestaciones a nosotros.
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