Poema en
prosa de Rodolfo Alonso
DESNUDO Y AUTOPISTA
(En
modesto homenaje a
Aloysius Bertrand y Charles Baudelaire)
Rozando el horizonte, baja, la luna enorme se asoma sin pudor. Altos
focos afónicos y la ancha pradera del asfalto lustroso crean el escenario,
reluciente, cósmicamente real, sobre el que los fantasmas veloces de los autos
no se imaginan como personajes. Pero sí que lo hacen esta noche grandes putas
vivaces, esbeltísimas, no menos relucientes, pavoneándose en sus tacos
altísimos y que se desplazan, ofreciéndose, agresivamente vestidas de desnudo,
con gloriosa pintura de guerra, en las orillas del río tornasolado donde se
mezcla el fuerte hedor azul de los aceites y de las naftas quemadas, como un
bárbaro incienso, con la rutilante niebla nacarada que acuchillan los faros.
Todo se hace espléndido y concreto, un instante cabal generado acaso por el
genio inconsciente y preciso de un sueño colectivo, suspendido en el espacio y
en el tiempo, a la vez al borde y en el centro de esa ciudad que sigue
cabeceando en su vigilia anhelante e insaciable. Casi en la frontera del fluir
resplandeciente, de espaldas a las fantásticas figuras, el espectáculo
sorprende a alguien que cree pasear su perro y queda en descubierto, absorto,
al descubrirlo, desde las bambalinas de su realidad. No lo sabe pero algo está
por ocurrir, certero, inevitable, y él está allí tan sólo para verlo. Y para
intentar, quizá, que otros vean. Una morena se aparta rozagante volviéndose
hacia las sombras de la tierra de nadie, donde no hay más que pastos ralos
calcinados de smog y sequedad, entre rezagos, detritus, desperdicios. Ella da
unos pocos pasos tensos, elásticos, desde su altura que al mirón se le hace
grave y densamente seductora, hacia los árboles escasos que, agrupados, proyectan
sus pequeñas sombras, simulacro de selva, sobre un claro irrisorio. El que la
ve se imagina un contexto, el contorno: la puta enorme de andar casi desnudo,
que en la relativa oscuridad de esa faja sin dueño entre el resplandor y el
vecindario ha perdido sus reflejos ficticios, ganando algo que a él le parece
diría natural, sanamente animal, y que al volverse –desde lejos, al
menos--también se ha vuelto ahora vagamente carnal, tibiamente cercana en su
sorprendida y sorprendente intimidad solitaria. Pero ella orgullosa y
simplemente se acuclilla, sin dejar por eso de mantener erguida fieramente su
cabeza, y aparenta orinar largamente, con la magnífica dejadez de un momento
sagrado, permitiendo al hacerlo que la luz entre eléctrica y lunar se deslice como
un brillante espejismo sobre su grupa hendida, deliciosa, soberbia, para
concluir escurriendo rápidamente hacia arriba de una sola vez el canto superior
de su mano derecha entre los muslos. Él se descubre preguntándose, extrañado y
extraño, si podría llegar a importarle saber que ha sido vista, o si lo que tal
vez él únicamente ha percibido es algo del todo incomprensible o tal vez
majestuosamente lejano para ella. Que no sabe entonces que la luna ha llorado
esta noche en las orillas de la gran carretera.
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