Miércoles 26 de noviembre de 2014
Por
Rodolfo Alonso *
¿Alguien
podría siquiera imaginar que Borges no conserve los derechos de autor sobre sus
traducciones de Las palmeras salvajes,
de William Faulkner, u Orlando de
Virginia Woolf? ¿O que a Cortázar le ocurra otro tanto con sus versiones de Memorias de Adriano, de Marguerite
Yourcenar, o las obras completas de Poe? Pues bien, esos nombres y títulos son
sólo el atisbo de un elenco tan amplio que resulta legión.
En el mismo país
donde nacieron las primeras traducciones a nuestro idioma de El Capital de Marx (Juan B. Justo), de
las obras completas de Freud (Ludovico Rosenthal), del Ulises de Joyce (J. Salas Subirats) o de los heterónimos de
Fernando Pessoa, por citar sólo algunas, se persiste en redoblar una flagrante
injusticia: los traductores argentinos no pueden mantener ni ejercer sus más
que legítimos derechos de autor. Y sin embargo es en gran medida merced a la
exigente, esforzada y modesta labor de sus traductores que la cultura (y en consecuencia
la entera vida social) argentina ha logrado forjarse, sostenerse –incluso en
las peores circunstancias--, consolidarse y trascender, no sólo más allá de sus
fronteras sino en los dominios y alcances más inesperados.
El 16 de septiembre
del año pasado un grupo de ellos logró dar comienzo a una gesta: varios
diputados presentaron al Parlamento un digno Proyecto de Ley de Traducción Autoral
en Argentina (exp. 6534-D-2013). Un proyecto que llevó un largo trabajo en
equipo. Y que de inmediato conquistó, como era de esperar, la más amplia
adhesión: local, regional e internacional. Desde los iniciales Juan Gelman o
Ricardo Piglia, hasta las intervenciones concretas de Teresa Parodi y Horacio
González.
Ahora sólo faltan
ocho meses para que se repare o se reitere tan grave anomalía. Es el plazo para
que las comisiones de legislación general y de cultura de la Cámara de Diputados se
decidan a avanzar por fin en el tratamiento del valioso proyecto, que de otro
modo pierde estado parlamentario.
Me parece muy justo
que aquí se reconozcan también, como ya ocurre en casi todo el ámbito del idioma,
los innegables derechos de autor que corresponden a los traductores, hasta hoy
burdamente ignorados. La traducción de la gran literatura, de la literatura
entendida como arte, constituye sin duda una creación literaria. Y una forma de
creación quizá más ardua y arriesgada que la propia creación personal. Porque
le agrega, si se es honrado, una nueva exigencia: respetar al otro.
Nada menos que Walter
Benjamin, con su tocante inteligencia, dedicó al tema un texto clave: La tarea del traductor. Y George Steiner
por lo menos dos amplios, fecundos, bellos libros: Después de Babel y Antígonas.
Sin olvidar que fue el brasileñísimo Haroldo de Campos quien supo percibir que,
en lugar de denominarla “transcripción”, deberíamos llamarla “transcreación”.
Cuando
cedimos ciegamente el control de nuestras legendarias grandes editoriales, los
argentinos no sólo sufrimos una lesión económica. Perdimos también nuestro
derecho a ejercer, difundir y consumir nuestra propia tonalidad de la lengua,
nuestra propia densidad, nuestro propio timbre. Con el cual se habían formado
generaciones y generaciones de escritores españoles y latinoamericanos, como
bien lo hizo notar Juan José Saer al rendir merecido homenaje, en su último
libro: Trabajos (2005), titulando
todo un capítulo J. Salas Subirats,
autor de la primera versión del Ulises.
Y fue justamente recordando a Borges, quien una tarde de 1967 en Santa Fe la
consideró “muy mala”, que el joven Saer se animó a replicarle: “Puede ser, pero
si es así, entonces el señor Salas Subirats es el más grande escritor de lengua
castellana.” Lo que implica claramente, con su habitual limpidez, que un buen
traductor es sin duda un autor.
*
Poeta, traductor, ensayista.
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