Martes, 5 de enero de 2016
Opinión
Antonio Carrizo, la vida y el canto
Por
Rodolfo Alonso *
Con justicia se lo ha recordado. La
noticia de su muerte lo devolvió a una “actualidad”, de la cual pareció estar
ausente desde hace siete años. Fue cuando injustamente lo derrumbó un cruel
ACV, que al parecer lo privó desde entonces de lo que más amaba: la voz y la
lectura. La voz, el feliz instrumento del trabajo que quiso: la radio, sobre
todo, y la vida que más le gustaba, conversar limpiamente entre amigos, incluso
y hasta casi siempre ocasionales, encontrados al paso, desde el mismísimo
Borges hasta el más humilde transeúnte u hombre de trabajo. Y la lectura, la
secreta y profunda devoción por los libros, de los que llegó a colmar su
venerada biblioteca, no sólo con la mejor literatura sino también con los
mejores volúmenes, incluso como objetos, espontáneamente sagrados para él,
desde los incunables o las primeras ediciones, hasta el libro aparentemente
usual pero siempre cargado, para él, de un recuerdo, un testimonio, una emoción
compartida, una prueba de algo.
Como ocurrió con todos, lo conocí
ejerciendo su oficio, en mi caso durante un evento cultural que él animaba, y
como ocurrió con todos, él supo atravesar mi timidez haciéndome el honor de
recordar mi nombre, con su sonrisa como una mano abierta. A partir de allí
coincidimos muchas veces, en privado y en público, y nunca dejó de encontrar un
rincón para charlar a solas, apenas un momento o un rato más largo, a veces
mucho más largo, alrededor de la pasión secreta que él sabía compartíamos.
Era un hombre de pueblo, de General
Villegas, y un hombre de su tiempo, cuando uno lo tenía para sentarse durante
horas en cafés simplemente para charlar, para dejarse estar con amigos, hablar
con los amigos. Todo un linaje popular que ejercía como debe ser, como había
aprendido: con limpio orgullo, y sin negar ni pavonearse de toda una intensidad
cultural asumida, personificada, en todos sus niveles, desde el legítimamente
popular hasta el supuestamente culto, enaltecido todo por una humildad sincera,
de fondo, llana y simple. Si le decían “maestro”, como solía ocurrir, pocas
veces dejaba de enseñar: “Pero cómo voy a ser maestro, si terminé apenas la
primaria”.
Pero es que la cultura verdadera, la
profunda, la que vale la pena, no es sino difícilmente la que emana de estrados
o academias, porque es más bien la que se nutre honesta, fiel y apasionada de
aquello que él supo hacer visible con el título elegido para su programa radial
quizá más exitoso: la vida y el canto. La evidencia, la vivencia de una verdad
que sólo puede dar la vida, la experiencia, el contacto, y a partir de allí la
conciencia de la exigencia y la inocencia, de la belleza lograda y milagrosa
del canto, de la poesía hecha canción, de la belleza hecha verbo encarnado, luz
contagiosa, palabra limpiamente dada, con la dignidad invalorable de la mano
tendida de un hombre de pueblo. Como fue y seguirá siendo Antonio.
* Poeta, traductor, ensayista.
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