Por
Rodolfo Alonso *
Piamontés
universal, Cesare Pavese es sin duda uno de los más significativos escritores
italianos del siglo XX. Nacido el 9 de setiembre de 1908 en el medio campesino
de Santo Stefano Belbo, hijo de un secretario de juzgado en Turín, iba a
concluir poniendo fin a su vida (“Palabras no. Un gesto. No escribiré más”, son
las líneas finales de su indeleble diario, El oficio de vivir), en un
cuarto de hotel en Turín, el 27 de agosto de 1950. Esa vida y esa obra se irían
cubriendo (y los argentinos fuimos tal vez de los primeros en percibirlo fuera
de Italia) de significados a la vez entrañables y nítidos, donde conviven voces
ancestrales y moderna lucidez, cuya riqueza, perfección formal, perdurabilidad
y resonancia permiten considerarlo un auténtico clásico.
Dueño
de una apasionada inteligencia, una bella sensibilidad y una indomable voluntad
de raciocinio, en pocos como en él se reunieron en su época, a la vez como
evidencia estética y como testimonio intelectual, por un lado la entereza de un
humanismo capaz de pensar y de intentar un mundo para todos (“en medio de la
sangre y el fragor de los días que vivimos va articulándose una concepción
distinta del hombre. El hombre nuevo será puesto en condiciones de vivir la propia
cultura y de reproducirla para los otros, no en abstracto, sino en un
intercambio cotidiano y fecundo de vida”). Junto a ello, la devoción por una
belleza que no se niega a ninguna verdad, por aparentemente oscura que parezca
(“La fuente de la poesía es siempre un misterio, una inspiración, una conmovida
perplejidad ante lo irracional, tierra desconocida”). En esa tensión, que no
supo dejar fuera a su propia vida, alcanza una hondura y calidad especialmente
tocantes. Y aunque el suicidio parece constituir el broche de la angustia, una
tozuda, lúcida y fecunda voluntad de vida, de belleza y de trabajo emerge
limpiamente de sus palabras.
Su juventud creció con el fascismo, que
lo arrestó el 15 de mayo de 1935 y lo confinó, como opositor político, en
Brancaleone Calabro, de donde volvió en marzo de 1936. Pero no cambiado. A la
bochinchera y grandilocuente cultura oficial del fascismo supo enfrentarse,
lúcidamente, como su impar compañero de generación, Elio Vittorini, con la
traducción y el análisis crítico de la gran literatura norteamericana. Heredero
de un mundo campesino que nunca cesó de nutrirlo, su primer libro, Trabajar
cansa (Solaria, 1936, con reedición aumentada de Einaudi, 1943), es un
nuevo ciclo abierto y cerrado por él en la poesía italiana moderna, tanto como
una revisión exhaustiva de ese mundo natal, lleno de atavismos que, a pura luz
de razón, se convierten en auténticas iluminaciones. Y ese mundo está siempre
presente en su gran narrativa. Y hasta en sus resplandecientes ensayos, donde
la percepción del claro espacio mítico que es el campo, la viña, el bosque, la
sangre, la noche, los astros, se convierte en alimento de esclarecedoras
conclusiones.
Llegó a triunfar en Turín, la gran
ciudad de sus sueños de infancia, como intelectual y como artista: pudo ser
director literario de la prestigiosa editorial Einaudi, y poco antes de morir
recibió el consagratorio Premio Strega. ”Narrar es como nadar”, supo decir,
aludiendo a los ritmos combinados con que el nadador desplaza su cuerpo en el
agua, y también “Narrar es monótono”, por supuesto en el sentido de la
insistencia, de la persistencia en un tono, en un clima, que nunca es puramente
verbal aunque está hecho de lenguaje. Las palabras de los hombres a las que supo
aludir cálida y sabiamente como “esas tiernas cosas, intratables y vivas”.
Ítalo Calvino advirtió lo imposible de
imaginar hacia dónde habrían llevado a Pavese las inquietudes etnográficas y
antropológicas que lo apasionaban. Y percibió su compleja y angustiada
personalidad, esa voluntad de razón iluminista que sin embargo no abandona una
temblorosa auscultación instintiva. Mucho de ello se advierte en los
inteligentes y lúcidos ensayos que reunimos y tradujimos con Hugo Gola, no
mucho después de su muerte, con el título de El oficio de poeta (Nueva
Visión 1957), donde en El mito escribe: “Antes que fábula, casi
maravilloso, el mito fue una simple norma, un comportamiento significativo, un
rito que santificó la realidad. Y fue
también el impulso, la carga magnética que pudo, ella sola, inducir a los
hombres a realizar obras.”
Hay en todo Pavese la felicidad del
trabajo consumado, esa satisfacción por el logro tras el esfuerzo, pero también
la insatisfacción permanente ante el vacío posterior, ante la incapacidad de
volver a colmarlo o el temor de no lograrlo. A ese vacío aludió como uno de los
motivos de su suicidio, y aunque nunca lo sepamos con exactitud (¿quién
podría?), se hace imposible no advertir que el hombre capaz de realizar en sólo
42 años de vida una obra semejante,
difícilmente estuviera terminado como artista. El mismo que, horas antes de
tomar una trágica decisión, escribía en su diario: “Mi parte pública la he
hecho –lo que podía--. He trabajado, he dado poesía a los hombres, he
compartido las penas de muchos.”
No pocas veces reiteró Pavese que
consideraba a Diálogos con Leucó “la cosa menos infeliz que yo haya
escrito”. ¿Cómo no coincidir con él ante esos diálogos de transido lirismo y
honda resonancia, que logran el casi milagroso resurgir, como una moderna
fuente de vida, de los fundacionales mitos griegos? Y recordemos que ese libro
quedó abierto junto a su lecho, en el cuarto de hotel donde se suicidó. Que su
palabra fue escuchada, lo probaron tanto su persistente repercusión como la
estima de sus contemporáneos. Emilio Cecchi lo dijo quizá mejor que nadie:
“Reconozcamos, una vez más, que de su generación Pavese fue de los espíritus no
sólo artísticamente más dotados, sino, en el conjunto de todas las facultades,
intelectual y moralmente más ejemplares.”
*
Poeta, traductor, ensayista.
"Página/12" 27 de agosto de 2015
"Página/12" 27 de agosto de 2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario