por Rodolfo Alonso *
El 13 de junio se cumple un nuevo
aniversario, el ciento veintisiete, del nacimiento en Lisboa de Fernando
António Nogueira Pessoa (1888-1935). Nadie podía imaginar entonces, y tampoco
incluso muchas décadas después de su muerte, que su poesía alcanzaría al mismo
tiempo la canonización universal y la intimidad de tantos que lo siguen viviendo
como un secreto personal.
Los argentinos bien podríamos preciarnos de
haberlo “descubierto”. O, al menos, de
haber sido de los primeros en hacerlo. Mucho antes de que empezara a hablarse
de él, cuando hasta en Portugal era casi desconocido, en 1961 Fabril Editora
publica en Buenos Aires la primera traducción de Fernando Pessoa en América Latina. Que fue, al mismo tiempo, la
primera en castellano de todos sus heterónimos. El reconocimiento llegó incluso
a Portugal, donde esa edición argentina tuvo el honor de ser celebrada en
Lisboa por Maria Aliete Galhoz, que en 1963 dijo: “Rodolfo Alonso nos restituye
un poeta a través del amor de otro poeta.”
Cuando Aldo Pellegrini (1903-1973) siendo yo
tan joven me ofreció seleccionar y traducir una amplia antología de Pessoa,
recuerdo que no sólo fue arduo conseguir sus libros sino también convencer a su
cuñado, Francisco Caetano Dias. Como si su familia se avergonzara de ese
extraño pariente, de vida más que anónima, que recluyó bajo la humilde
apariencia de esporádico traductor de correspondencia extranjera para casas
comerciales la gestación de su “drama en gente”, la múltiple obra de creación
que lo poblaba.
Pero
lo relevante de esa primicia argentina no se limita a su carácter pionero, sino
también a la intensidad con que fue recibida. La aceptación fue tan inmediata
que en contado plazo,
sin publicidad alguna, exigió sucesivas reediciones,
anticipando lo ahora evidente: Pessoa conquista sus admiradores de persona a
persona, por la propia
potencialidad de sus poemas, sin que se trate en absoluto de un éxito
programado, superficial, y de forma tan indeleble que todavía –me consta-- aquella
edición se conserva como un entrañable
compañero, de huella perdurable.
Ahora que una canonización universal confirma la premonición de Adolfo
Casais Monteiro, que ya en 1958 lo vio como “el más universal y el más
portugués de los poetas de este siglo”, me sigue sorprendiendo la exquisita
avidez, la delicada fidelidad con que tantos lectores, en esta era de banalidad
globalizada, viven como descubrimiento propio, trascendente y enriquecedor, a
ese gran poeta distante, multifacético, exigente y oculto. Una de las condiciones
de cuyo encanto será siempre el carácter auténticamente enigmático, la irónica
altivez de quien supo desnudarse a fondo: “Trata de seducir con lo que hay en
tu silencio”.
Pero aún
ahora, es del legendario baúl que en Lisboa conserva en hojas sueltas su
disperso y al parecer infinito legado, de donde se continúa haciendo surgir
nuevos “libros” de quien sólo publicó uno en vida: Mensaje. Y sus lectores, ya que se trata de obras exigentes, no son
los de tanto best seller predigerido sino aquellos que, como dijo alguna
vez Ricardo Piglia, son los únicos para quienes vale la pena escribir: los que
siguen buscando el texto único en la maraña de las librerías marginales.
Pessoa no
sólo concretó lo que el genial adolescente Rimbaud (1854-1891) había intuido: “Porque
YO es otro”. También nos dejó no pocos enigmas contagiosos. El hecho sorprendente
de que su apellido signifique al mismo tiempo “Persona” y “Hombre” en portugués ya sería premonitorio pero,
además, su etimología nace en “Máscara”, mientras que en francés se aplica
también a “Nadie”. De esas máscaras que son uno y muchos, de esas máscaras que
revelan y velan, que cubren y descubren, Pessoa hizo nacer espejos, imborrables
y hondos, que nos siguen hablando a la vez de él y de nosotros. Porque el arte
no puede ser ni juego, ni entretenimiento, ni espectáculo, sino apuesta
desmedida. Como él mismo sostuvo: “la literatura es la prueba de que la vida no
alcanza”.
Susan Sontag afirmó que “El gusto es el
contexto, y el contexto ha cambiado.” Y Luis Cernuda señaló, citando a Bécquer,
que la obra de arte alcanza las dimensiones de la imaginación que impresiona. Y
se refería, sin duda, al legítimo alcance que una gran obra podía lograr, al
ser descubierta y valorada. Pero hoy, emasculándola al masificarla, oscureciéndola al exhibirla a plena luz, la
sociedad del espectáculo destruye con bárbara inocencia el sentido crítico, la
negatividad de una gran obra mediante el simple recurso de hacerla triunfar en
el mercado, sin volverla cultura,
No creo que sea posible con Pessoa. A pesar de encontrarse
traducido casi en todo el mundo, a pesar de los incontables estudios sobre su
obra y su persona, algo lo mantiene fuera de la desoladora tiranía del mercado.
Algo secreto seguirá siempre vigente en el Pessoa público. Algo intransferible.
¿Qué puede hacer la sociedad de consumo con alguien capaz de expresarse con la
ferocidad que sigue? “Si escribir –en el sentido de escribir para decir algo--
es un acto que tiene el cuño de la mentira y el vicio, criticar cosas escritas
no deja de tener su correspondiente aspecto de curiosidad mórbida o de
futilidad perversa.”
Fernando Pessoa es felizmente irrecuperable. Como su gemelo
no menos oscuro e indeleble, Franz Kafka, en una carta de 1923, bien hubiera
podido decirnos: “¿De qué estás hablando? ¿Qué ocurre? Literatura, ¿qué es eso?
¿De dónde viene? ¿Para qué sirve?”. Lo cual prueba que ambos fueron y son
auténticos escritores, escritores de raza, nunca apenas meros literatos.
* Poeta, traductor
y ensayista argentino.
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