Opinión
Por Rodolfo Alonso *
Hoy se cumplen ciento treinta años de su fallecimiento. Quizá por eso nos hemos habituado a considerar a Victor Hugo (1802-1885) como un fantasma de tiempos idos, cuando no como un poeta sin duda prolífico pero muy probablemente superado. Abrumada por su fama estruendosa, asediada por la grandilocuencia de su persona y de su época, esa misma obra, no obstante tan fecunda, tan vasta, tan activa en su tiempo –y mucho más allá, piénsese solamente en Los miserables– como la propia vida social y política del autor, conserva todavía (aquejada y fecundada a la vez por su turbulenta carrera de hombre público, ¡de eficaz hombre público!, impensable para un poeta actual) muchas sorpresas para el que sea capaz no sólo de adentrarse en su monumentalidad sino también de percibirlas.
Aunque su gloria o, mejor, su glorificación, llegó a ser en sus últimos momentos apoteósica, también es verdad que ya por entonces cosechaba desaires. La refinada reticencia de un crítico tan influyente como Sainte-Beuve (1804-1869), se encrespa con él hasta adjudicar a Hugo “un alma grosera de bárbaro enérgico y astuto”.
Y el mismo Charles Baudelaire (1821-1867), que tampoco se hacía ilusiones al respecto (“Hace la corte a todos y trata de poeta al último o al primer llegado”, había dicho tajante), estaba justamente orgulloso de que Victor Hugo le hubiera adjudicado, en una frase que iba a volverse célebre, nada menos que “un frisson nouveau”, es decir un nuevo estremecimiento, una nueva sensibilidad.
Que alguien tan lúcido y exigente como el gran poeta René Char (1907-1988) haya puesto los puntos sobre las íes sin desdeñar a Hugo (aunque “sabe proyectar sobre el oficio perdido del verso, cuando ese oficio es inspirado, sucesivamente la luz más armoniosa y la más carmesí”, también “es literalmente despedazado por el obús baudeleriano”), no ha de sorprender quizá menos al lector inocente que uno de sus poemas donde, a través de Jesucristo, se desnuda poco piadosamente a la moral burguesa.
Burgueses hablando de Jesucristo
–Su moral no era mala. Murió a los treinta años.
–Cambiaba en vino el agua. Se decía en su tiempo.
–Natural de Judea. Tenía doce apóstoles.
–Gente grosera. Nadie. Celosos unos de otros.
–Les lavaba los pies. ¡Es extraño, el pozo
De la samaritana, y el demonio, y también
El asunto del ciego, y el del paralítico!
–¿Lo sacó realmente de su tumba a Lázaro?
–Era un sabio. Un loco. Su sistema es muy bueno.
–Veraz en teoría pero falso en la práctica.
–Su proceso es real. Y Judas es legítimo.
¡El honrado al patíbulo y absuelven al ladrón!
–Se ve claro que andaban los curas ahí debajo.
–Todo cambia; hoy tiene los curas de su lado.
–De padre un carpintero, y reyes por ancestros.
¡Es raro! ¡Para nada! Una rama desciende,
Luego vuelve a subir, siempre la misma sangre.
No resulta curioso en genealogía.
–Sabía que buscaban acusarlo de magia.
Y que de su tormento hacían preparativos.
–Su Magdalena fue una cualquiera. O casi.
–Eso no impide ser santo. Por el contrario.
Cuanto dicen de él prueba a un hombre muy dulce.
–Era tan bello. Pálido, judío. Pelirrojo.
–Lo cierto es que hizo el bien aquí sobre la tierra.
–Mucho bien. Era bueno, austero, fraternal.
El demostró que todo, excepto el alma, es vano.
Sin duda no era Dios, pero sí era divino.
El hizo al hombre nuevo mejor que el hombre antiguo.
–¡Qué desgracia que se haya mezclado en política!
Victor Hugo
(Traducción de Rodolfo Alonso)
* Poeta, traductor, ensayista.
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