Don Quijote no se toca
Por Rodolfo Alonso *
De veras, es el colmo. El colmo de la insensatez
y del doble sentido. Y es también, al mismo tiempo, una clarísima evidencia.
Una evidencia flagrante.
Que
la autoerigida Real Academia de la Lengua, a quien nunca votó nadie y que osó
acuñar para su lema aquello de “limpia, fija y da esplendor”, haya decidido
encomendar a uno de sus miembros, novelista de aventuras, una poda ortopédica
de la obra magna del idioma, nada menos que el Quijote, con el supuesto
objetivo de conseguir que los reacios educandos y los escasos lectores,
atosigados por la suprema banalidad de las pantallas, se animen así a abrir sus
páginas, no tiene desperdicio.
¡Qué
sátira sutilmente despiadada no arrancaría esta noticia al más que agudo
madrileño Larra! ¡Qué nueva veta para el Ubú de Alfred Jarry, gema del humor
negro! ¡Qué aguafuerte vitriólico no despertaría en nuestro nada complaciente
Roberto Arlt!
Cada
escritor galardonado con el Premio Cervantes se veía, hasta hoy, sutilmente
obligado a intentar una enésima canonización del paradigma de la lengua: Don
Quijote de la Mancha. ¿Cómo podrán encarar desafío semejante a partir de ahora?
Es decir, ¿cómo intentarlo sin sentir que la cara se les afloja de vergüenza?
Porque
lo que viene a reconocer paladinamente, a sabiendas o no, semejante desatino,
lo que viene a poner de manifiesto no es que el texto del Quijote haya
cambiado, sino que lo que ha cambiado es el contexto en que nos ha hundido
hasta el fondo la sociedad globalizada de consumo, la tecnolátrica sociedad del
espectáculo, única responsable de que resulte arduo, yermo, dificultoso el
acceso a las alegres y luminosas páginas de un libro, ejemplar si los hay, que
no consiguió sus primeras glorias ni en academias ni en salones, sino entre sus
dignos contemporáneos iletrados del pueblo llano que, formando un círculo
expectante en ventas y mesones de La Mancha, se deleitaban una y otra vez
oyéndolo leer en alta voz a un parroquiano letrado.
(No
olvidemos, al pasar, que algo muy semejante ocurrió entre nosotros con las ya
celebradas ediciones iniciales del Martín Fierro, hoy esquivo al parecer para
nuestros estudiantes pero que, recién nacido, desde lejanas pulperías de la
pampa reunió en coro subyugado a tantos paisanos no alfabetos, que lo bebían con
placer oyéndolo, una y otra vez, de los labios de algún gaucho lector.)
Y
pensar que, en mi temprana adolescencia, nos sonreíamos sobradores de aquellas
Selecciones del Reader’s Digest, por otro lado exitosa versión local de ese
engendro primario de la cultura de masas norteamericana, con material tan
predigerido que cada número culminaba con la versión, fieramente abreviada, de
un best-seller. Y con tal repercusión que llegó a procrear, entonces, una
similar aunque antónima Selecciones Soviéticas.
Pues
“hoy la censura es el mercado”, como dijo hace ya tiempo George Steiner, uno de
los últimos grandes humanistas europeos. Y por si no fuera suficiente, en una
entrevista de Le Nouvel Observateur poco antes de morir, en 1998, reiteró el
mexicano Octavio Paz: “Tocqueville vio eso bien. Habla de una vulgarización de
la vida democrática y hasta de una incompatibilidad entre la poesía y la
democracia moderna. La cuestión subsiste. Se habló del desastre del
autoritarismo, sería preciso hablar del desastre del capitalismo liberal y
democrático, en el dominio del pensamiento como en el de la vida cotidiana; la
idolatría del dinero, el mercado transformado en valor único que expulsa a
todos los otros”.
Realmente,
no hay palabras. ¿Quién saldrá a respaldar, ahora, al ingenuo, infinito,
sensato y único Don Quijote? Pues ningún otro que él mismo. Porque en el
memorable capítulo sexto donde se trata del meticuloso escrutinio que, de la
biblioteca del protagonista, hacen dos amigos de su aldea, sin duda un
maravilloso ejemplo de la más acerada e ingeniosa crítica literaria, Cervantes
pone en boca del cura entre inquisidor y adicto estas agudas conclusiones: “y
lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra
lengua: que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás
llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento”.
Tras
de lo cual sólo me restaría agregar, no sin satisfacción y acaso en el aire de
Sancho: si al mismísimo Cervantes le resultaba imposible imaginar que se pudiera
traducir siquiera un gran poema de una lengua a otra, ¿cómo podría atreverse
hoy Academia alguna a desmentirlo, no ya traduciendo sino tronchando, en la
carne palpitante de su texto, a su creación?
Porque
una gran obra literaria, un verdadero libro, cuando se logra es un ser soberano
y autónomo de lenguaje vivo, orgánico, con su estructura, aliento, respiración,
densidad, tono, timbre, ritmo. Y, por lo tanto, intocable, inalterable.
Sagrado. Como toda vida.
*
Poeta, traductor, ensayista.
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